Daniel Albarracín
https://vientosur.info/spip.php?article14344
Un capítulo específico en
el debate europeo es el que ocupa el de las migraciones. Es aquí donde se
reúnen con más crudeza un conjunto de fantasmas y estereotipos, promovidos por
las élites de cara a infundir un miedo que sirva, al mismo tiempo, para
distraer la atención de los problemas principales, como para justificar, por el
ejemplo, la agenda securitaria de la Unión y de algunos Estados Miembros, que
responde tanto a razones geoestratégicas, de negocio, como de control social
interno autoritario.
Es preciso recordar que
los flujos migratorios internacionales han sido estables desde hace mucho
tiempo, y sólo en los últimos años ha crecido ligeramente, representando en
torno al 3,3% a escala mundial.Sólo un
7,5% de la población que reside en la UE es extranjera (Eurostat 2017),
contradiciendo la percepción dominante de una presencia mucho mayor. A pesar de
los desequilibrios internacionales, y salvo el periodo de huida de refugiados y
asilados causado en la guerra de Siria, la llegada a Europa de personas de
fuera no ha dejado de disminuir de manera muy sensible en los últimos tres años.
Las barreras económicas, geográficas, legales y culturales lo dificultan. Si se
ha producido crisis humanitarias se debe a la política de control de fronteras
de la Unión Europea y de determinados países, interesados en generar una
situación de caos y escarnio, que muestren hacia fuera la necesidad de ser
seleccionados como fuerza de trabajo rentablepara ser admitidos por formas
legales; y hacia dentro para señalar una imagen de carestía y rivalidad por
recursos escasos que amenace a los autóctonos y los discipline, señalando así
un enemigo exterior.
Conviene señalar que la
Unión Europea ha desplegado un ejercicio de hipocresía sin parangón. Al tiempo
que critica y hace amagos de sanción a algunos países que no toman la cuota de
migrantes establecida, aplica una política similar o peor en las fronteras
exteriores de la UE. Toda la cooperación al desarrollo internacional de la UE,
mediante el Plan Europeo de Inversión Exterior, o mediante su política de
vecindario, en los países vecinos está al servicio de condicionar su recepción
al cumplimiento del papel de guardianes de fronteras, para retener, acoger o
repeler a las personas que llegan a Europa, en una operación internacional sólo
comparable a la política que ha ejercido Australia.
Dicho esto, resulta
lamentable que, incluso admirables políticos de izquierda, asuman que “no
podemos aceptar sin más que toda África se presente en Europa”. Ni esto se está
produciendo ni se producirá. Es más, los flujos migratorios que vienen a Europa
son perfectamente absorbibles por una sociedad tan rica. Sea como fuere,
resulta imprescindible constatar las razones de las migraciones para reformular
una estrategia política de intervención al respecto, que recorra los diferentes
momentos que suceden en los procesos migratorios.
En primer lugar, las causas en origen. Los países en crisis
suelen estar atravesados por el empobrecimiento, las crisis bélicas y la
persecución política o religiosa. Detrás de ellas se esconden tres factores:
conflictos geoestratégicos por los recursos energéticos y de materias primas,
una división internacional de la que sacan provecho empresas transnacionales de
países ricos, y, cada vez más, la crisis climática. Sin embargo, las personas
migrantes para poder migrar no sólo tienen que estar forzadas por esas
circunstancias, siempre trágicas, también necesitan de unos medios mínimos para
emprender su huida. Normalmente, los desplazamientos suelen darse entre países
del Sur, y de hacerse a mayor distancia requiere de unos recursos básicos que
sólo una minoría disponible, aparte de contar con facilidades legales y de
contactos en destino. Para responder a estos problemas, debemos comenzar por
reconocer que aquellos países sufren estas circunstancias en una medida muy
importante por la depredación de los países del Norte (EEUU, Europa, China,…), y
que estos países no necesitan tanto una ayuda caritativa como la finalización
de los procesos de desposesión, comercio desigual, y explotación que sufren
desde otros países y empresas multinacionales. Las migraciones son mayormente
un fenómeno de desplazamiento forzado, y, como tal, una política solidaria
exigiría comenzar por reducir los factores que empujan a muchas personas a
adoptar una medida tan dura.
En segundo lugar, los obstáculos a la circulación y la movilidad.
La conformación de fronteras y regulaciones de cada país, dividen a la
población entre nacionalidades y ciudadanías de rangos considerados diferentes
en cada territorio de paso. Las barreras policiales, jurídicas, económicas,
culturales, idiomáticas y geográficas comportan murallas de agresión al derecho
a buscarse un modo de vida digno. Por si no fuera poco, generan un peligro para
la vida, poniendo en bandeja a mafias, en el paso del Mediterráneo, y
esclavistas, como en Libia, a personas en una absoluta necesidad y
vulnerabilidad. Una política mínimamente solidaria debe fundarse en la
conformación de vías seguras para el desplazamiento humano, una vez que estas
personas se encuentran en la tesitura obligada a abandonar sus territorios de
origen. Las ideas de ordenación de los flujos migratorios esconden un mecanismo
de selección de la fuerza de trabajo, y unas condiciones de subordinación para
que tengan que aceptar condiciones peores, sin impedir que al final importantes
bolsas de personas tengan que pasar la travesía, del riesgo en los
desplazamientos, periodos largos de situación de irregularidad y ausencia de
derechos, y finales condiciones de inserción social y laboral muy subordinadas.
Desde este punto de vista, la política debe no sólo establecer rutas seguras de paso, sino también
medios apropiados de acogida y primer asentamiento, así como operativos de
rescate cuando se trata de salvar vidas, por ejemplo, en los desiertos,
montañas y los mares.
La política de integración, no sólo solidaria, sino también positiva
para viejos y nuevos habitantes, ha de afrontarse desde enfoques
interculturales de política pública que reconozca la dificultad del proceso y
la exigencia de un mutuo esfuerzo por la comunicación, frente a los modelos
segregacionista, o también superando el modelo asimilacionista francés o
multicultural británico, mediante mediaciones que faciliten la convivencia
cooperativa, e, inclusive la formación de nuevas reglas que acomoden la
diversidad, siempre y cuando se respeten los derechos humanos en toda su
amplitud, sin una perspectiva supremacista de la cultura autóctona ni tampoco
idealizando las prácticas culturales de los que vienen de afuera.