RESUMEN
La teoría de la dependencia afronta otro escenario en América Latina. Los ciclos y crisis impactan sobre una industria debilitada y un consumo fragmentado. La primacía de la exportación agro-minera potencia los desequilibrios en todos los modelos.
La explotación de la fuerza de trabajo ha sido más determinante que la apertura comercial en el contraste con Corea del Sur. La relación con China recrea subordinaciones y no existe el manejo estatal de la renta que se observa en otros países.
La acción geopolítica tiene efectos contradictorios sobre el desarrollo. Clases dominantes, burocracias y gobiernos actúan bajo severos condicionamientos. Una reconsideración general indica cómo renovar y ampliar el dependentismo marxista.
PALABRAS CLAVES
América Latina, subdesarrollo, mundialización neoliberal
En los años 80
Marini estudió el ciclo dependiente de las economías latinoamericanas. Evaluó la
crisis de la industrialización y los desequilibrios comerciales, financieros y
productivos de la región (Marini, 2012: 21-23).
Cuarenta años
después las mismas contradicciones reaparecen en un nuevo escenario de
retroceso fabril, explotación regresiva de los recursos naturales y fragilidad
financiera.
En este contexto,
los contrapuntos con el Sudeste Asiático sustituyen las viejas comparaciones
con el capitalismo metropolitano. Cobran también relevancia los estudios de
países que manejan la renta de sus exportaciones primarias. El papel de China
despierta más atención que la dominación estadounidense y el devenir de Brasil
ya no suscita tanto interés.
Además, se han
disipado las expectativas desarrollistas en las burguesías latinoamericanas y
despuntan nuevas caracterizaciones del funcionariado. Estos cambios alteran
significativamente la temática tradicional de la teoría marxista de la
dependencia e inducen a discutir modificaciones o ampliaciones de esa
concepción.
TENSIONES Y CRISIS
El pensador
brasileño asoció los desequilibrios de la industrialización latinoamericana con
el intercambio desigual y la especialización en la provisión de materias
primas. Estimó que el desarrollo fabril de Brasil, México y Argentina no
erradicaba el drenaje de recursos. Al contrario, reproducía esa adversidad al
interior de la actividad manufacturera (Marini, 1973: 16-66).
Con esa mirada
postuló la existencia de un ciclo dependiente que impedía la repetición del
desarrollo protagonizado por las economías centrales. Describió esa obstrucción
en las distintas fases de la acumulación, utilizando un modelo inspirado en los
esquemas expuestos en El Capital,
para ilustrar la secuencia temporal de la acumulación (Marx, 1973: T II,
27-47).
El teórico de la
dependencia retrató cómo los recursos financieros (capital-dinero) se
transformaban en insumos para la industria (capital-mercancía), que facilitaban
la superexplotación de los trabajadores (capital-productivo). Analizó
detalladamente las tensiones suscitadas por ese proceso (Marini, 2012: 23-35).
Observó que la
preeminencia del capital extranjero incentivaba la transferencia de valor al
exterior (royalties, patentes, utilidades), limitando el alcance de la
acumulación. Señaló que las firmas multinacionales complementaban esa absorción
con la obtención de enormes lucros derivados de los subsidios, las exenciones impositivas y la
provisión de maquinaria obsoleta. Estimó que la adquisición foránea de insumos
y equipos aumentaba la pérdida de divisas.
Pero su principal foco de
estudio se ubicó en la fase productiva. Indagó cómo las grandes empresas
obtenían ganancias extraordinarias, remunerado a los trabajadores por debajo
del promedio abonado en las economías centrales. Destacó que ese achatamiento
de los salarios se afianzaba con el uso de tecnologías capital-intensivas, que creaban
poco empleo y perpetuaban el ejército de desocupados. Añadió que los
capitalistas locales reforzaban la extracción de plusvalía, para compensar su
debilidad frente a los competidores externos (Barreto, 2013).
De esas
peculiaridades del ciclo dependiente Marini dedujo la existencia de dos crisis
específicas de la periferia industrializada. Por un lado, destacó que la
hemorragia de divisas provocaba una ruptura del equilibrio, entre los
componentes que sostenían la acumulación (desproporcionalidades) (Marini, 1994).
Reformuló en esos términos marxistas la lectura heterodoxa de los
desequilibrios de la balanza de pagos. Como la industria no genera los dólares
necesarios para importar sus insumos y equipos, el periódico estrangulamiento
del sector externo ahoga el nivel de actividad.
El pensador
dependentista ubicó un segundo tipo de crisis en la esfera del consumo. Señaló
que los bajos salarios recortaban el poder adquisitivo, bloqueando la
realización del valor de las mercancías. Entendió que ese impedimento limitaba
la gestación de una norma de consumo masivo semejante a la existente en las
metrópolis. Estudió la segmentación de compras entre las elites y los sectores
populares, destacando las diferencias con la canasta de consumos vigente en las
economías avanzadas. Entendió que un bien-salario en el centro era equivalente
a un bien-suntuario en la periferia.
Su descripción de
esas crisis combinadas de acumulación y retracción del poder adquisitivo
clarificó muchas tensiones de las economías latinoamericanas (Marini, 2013).
Consideraba que las crisis de valorización (tendencia decreciente de la tasa de
ganancia) afectaban de lleno a las metrópolis y que las modalidades de
realización (fracturas entre la producción y el consumo) golpeaban con mayor
severidad a los países subdesarrollados. Con esos señalamientos sintetizó su
evaluación del capitalismo dependiente.
REGRESIÓN INDUSTRIAL, OBSTRUCCIÓN AL CONSUMO
El economista
brasileño introdujo una noción (“patrón de reproducción”), que fue muy
utilizada posteriormente para caracterizar el retroceso de la industria
regional (Marini, 1982). Esa regresión es
un dato perdurable de las últimas décadas y modifica algunos efectos de sus
diagnósticos.
El peso del sector fabril
en el producto latinoamericano descendió del 12,7% (1970-74) al 6,4% (2002-06).
La densidad industrial por habitante -que mide el valor agregado por esa
actividad en el PBI per cápita- decayó en forma igualmente significativa (Salama,
2017a). La industria regional ha quedado confinada a los eslabones básicos de
la cadena global de valor. Su participación en la elaboración o diseño de
nuevos bienes es insignificante y se limita a reproducir las mercancías ya
estandarizadas.
En Brasil el aparato
industrial ha perdido la dimensión alcanzada en los años 80. La productividad se
estanca, el déficit externo se expande y los costos aumentan con el deterioro
de la infraestructura de energía y transporte. Por eso el país afronta un
visible retroceso en las exportaciones de alta y mediana tecnología (Salama, 2017b).
Un declive mayor padece
la industria argentina. La recuperación de la última década no revirtió la
sistemática caída desde los años 80. Persiste la alta concentración en pocos sectores,
el predominio extranjero, la oleada de importaciones y la baja integración de
componentes locales. Además, el déficit comercial aumenta al compás de
crecientes adquisiciones externas de insumos y equipos (Katz, 2016: 159-170).
México aparenta
otro status por la sostenida expansión de sus maquilas. Pero esos
emprendimientos sólo ensamblan partes, en función de los requerimientos
económicos estadounidenses. Desenvuelven actividades básicas con poco efecto
multiplicador sobre el resto de la economía y esa endeblez explica el bajo
crecimiento del PBI azteca (Schorr, 2017: 9-16).
En la variante
brasileña o argentina de explícita caída o en la modalidad más engañosa de
México, el retroceso fabril latinoamericano suscita generalizados diagnósticos
de “desindustrialización”.
Ese retroceso difiere
de la deslocalización imperante en las economías avanzadas por su carácter
precoz. Refleja la declinación de un sector antes de haber alcanzado su madurez
(Salama, 2017b). En la medida que el sector fabril no desaparece, la
“desindustrialización” podría ser un término controvertido. Pero remarca el
indudable achicamiento de esa actividad y su especialización en procesos muy
elementales. Cualquiera sea la denominación utilizada, la industria
latinoamericana padece una cirugía más dramática que las tensiones descriptas
por Marini.
El empobrecimiento
que acompaña a esa regresión industrial ha potenciado, además, la contracción
del poder adquisitivo. La pérdida de puestos de trabajo en la industria no es compensada
con el crecimiento de servicios que multiplican la informalidad.
El declive de la
industria diluye las tradicionales mejoras del consumo que generaban los
incrementos de la productividad fabril. El esquema fordista de masificación de
las compras se asentó en el pasado y pierde posibilidades de aparición en el
actual escenario de asistencialismo, desamparo y precarización del empleo.
Ya en los años 60
la acotada escala de la clase media limitaba la ampliación del consumo. Ese
sector aglutinaba más pequeños comerciantes
y cuentapropistas que profesionales o técnicos calificados. En la última
década resurgió una expectativa de
irrupción de ese segmento social, pero su efectiva presencia fue
sobre-dimensionada, olvidando que la enorme desigualdad imperante en América
Latina obstruye ese despegue.
La expansión de la
clase media supone incorporar nuevos bienes de educación, salud o vivienda al
gasto corriente. No es equivalente al incremento del crédito o el
endeudamiento. Es por eso erróneo presentar a Brasil como una nación de clase
media. La gran adquisición de celulares o computadoras, no modifica la posición
84 que ocupa ese país en el índice mundial de desarrollo humano.
La magnitud de la
clase media no se define fijando el número de perceptores de cierto ingreso,
sino evaluando la dimensión de ese sector en relación a los grupos sociales más
enriquecidos o empobrecidos (Adamovsky, 2012). Su estrecha escala mantiene el
patrón dualizado de consumo que Marini atribuyó al ciclo dependiente.
EFECTOS DEL EXTRACTIVISMO
La tecnificación y
capitalización del agro han introducido importantes cambios en la economía
latinoamericana. El agrobusiness reforzó
la gravitación de los cultivos orientados por la demanda externa en desmedro
del abastecimiento local.
La misma
especialización se verifica en la minería y en las explotaciones a cielo
abierto que promueven las empresas transnacionales. Obtienen cuantiosas
ganancias, tributan bajos gravámenes y generalizan las calamidades ambientales.
Ese modelo de
extractivismo exportador refuerza la preeminencia de las actividades primarias,
a costa de la producción manufacturera centrada en el mercado interno. La renta
derivada de la propiedad de los recursos naturales tiene mayor relevancia que
las ganancias surgidas de la inversión fabril.
Las grandes firmas
priorizan la apropiación de un excedente que remiten al exterior, recreando la
tónica del ciclo dependiente. Ese drenaje combinado con la creciente apertura
comercial multiplica las tensiones que entrevieron los teóricos de la
dependencia.
El modelo actual
acentúa la atadura de todas las economías al vaivén internacional de precios de
las materias primas y torna más volátil el nivel de actividad. El PBI de
Argentina, por ejemplo, se contrajo y expandió significativamente en 12
oportunidades en los últimos 35 años. El mismo vaivén presentó en Brasil una
intensidad inferior. Esas oscilaciones obstruyeron en los dos países la
continuidad de la acumulación, generando pocas inversiones, elevados costos
financieros y frecuentes crisis (Arriazu, 2015).
En los períodos de
valorización exportadora las divisas afluyen, las monedas tienden a apreciarse
y el gasto se expande. En las fases opuestas emigran los capitales, decrece el
consumo y se deterioran las cuentas fiscales. En el pico de esa adversidad
irrumpen las devaluaciones y los ajustes. La renovada gravitación de las
actividades primario-exportadoras potencia los efectos de ese ciclo comercial.
Las fluctuaciones
también magnifican el endeudamiento. En las fases de vacas gordas, los
capitales ingresan para lucrar con operaciones financieras de alto rendimiento.
En los periodos opuestos irrumpe el riesgo de inminentes convulsiones y se
generaliza la fuga de fondos. Las refinanciaciones compulsivas, moratorias y
cesaciones de pagos legadas por el endeudamiento desembocan en crisis más
profundas, que las registradas por Marini.
Esas turbulencias
potencian el déficit estructural de divisas que acosa a la industria. La misma
secuencia observada en los años 60 asume otra magnitud. La actividad fabril
depende de un sector rentista más reacio a suministrar los dólares, que
necesita el sector manufacturero para afrontar sus importaciones. La
competencia de productos foráneos acentúa esa vulnerabilidad.
Los dos tipos de
crisis que conceptualizó Marini resurgen con mayor virulencia. La carencia de
divisas amplía las desproporcionalidades y la retracción del poder de compra
agrava el ahogo del consumo.
Estas tensiones son
frecuentemente contrarrestadas con endeudamiento, política fiscal y manejos
monetarios. Pero la regresión industrial y el extractivismo reducen los
márgenes de esa intervención estatal. El diagnóstico dependentista se corrobora
en un escenario más tormentoso.
CICLO Y CRISIS
Marini evaluó lo
ocurrido durante la sustitución de importaciones (1935-1970), cuando la
industria llegó a expandirse a la producción pesada sin resolver su periódico
estrangulamiento externo.
Ese modelo se desmoronó
en los años 80 bajo el impacto de una “década perdida” de endeudamiento e
hiperinflación. El ajuste fiscal para contener ese desmadre desembocó en un
prolongado estancamiento y el PBI regional recién recuperó en 1994 su nivel de 1980.
Lo mismo ocurrió con los promedios de pobreza (Salama, 2017a). Los pagos de la
deuda absorbieron entre el 2 y el 7% del producto, recreando la aguda des-acumulación
cíclica que padece el capitalismo dependiente.
En los años 90 debutó
el neoliberalismo con políticas económicas de convertibilidad, dolarización y
altas tasas de interés. Posteriormente se concretó la privatización,
reestructuración productiva y extranjerización de los sectores estratégicos de
la economía. Estas medidas profundizaron la vulnerabilidad descripta por el
teórico de la dependencia.
El libre movimiento
de capitales abrió las compuertas para una inédita escala de especulación
financiera y la reducción de aranceles agravó el déficit comercial de la
industria. La desigualdad social y el empobrecimiento coronaron esa regresión,
acentuando la periódica contracción del consumo. Estas experiencias
neoliberales fueron clausuradas con la caída de varios gobiernos y el inicio
del llamado “ciclo progresista” en Sudamérica.
En el comienzo del
nuevo siglo reapareció el neo-desarrollismo, con estrategias para superar el
atraso económico basadas en auxilios estatales, bajas tasas de interés y tipos
de cambio competitivos. A diferencia del pasado esa política no intentó
erradicar el esquema agro-minero exportador. Buscó alianzas con los
protagonistas de ese modelo, rechazó parcialmente el proteccionismo y estrechó
vínculos con las empresas transnacionales. Con ese perfil conservador priorizó la
política macroeconómica y omitió las
transformaciones estructurales (Katz, 2016: 139-157).
Pero ese ensayo
volvió a depender de la coyuntura internacional y sólo hubo bonanza mientras
prevaleció la valorización de las materias primas. En la fase favorable se redujo
el endeudamiento, emergió cierto superávit comercial y se recompuso
parcialmente la industria. El crecimiento se sostuvo con la afluencia de
dólares.
Como los cimientos
del subdesarrollo permanecieron intactos, el fin de las vacas gordas recreó la crisis. En el principal experimento neo-desarrollista
(Argentina), el incentivo estatal al consumo dejó de funcionar cuando
reaparecieron la alta inflación y el déficit fiscal. El mismo declive se verificó en
Brasil.
La reproducción
dependiente atada a la afluencia y salida de divisas volvió a bloquear el
crecimiento sostenido, pero con márgenes inferiores para el intento
reindustrializador. La regresión fabril, el extractivismo y el predominio de
sectores rentistas achicaron ese espacio. Las mismas limitaciones afectaron la
capacidad de los estados para revertir la exclusión social.
Actualmente la
restauración conservadora en Argentina y Brasil y el continuismo neoliberal en
México renuevan a pleno el ciclo dependiente. Los mismos desequilibrios de
balanza de pagos y asfixia del consumo resurgen a una escala superior. Las
tesis de Marini se verifican con el mismo dramatismo que en el pasado. Pero
esta constatación es sólo el punto de partida para reevaluar su enfoque.
EL CONTRASTE CON COREA
Demostrar que la
Teoría Marxista de la Dependencia se corrobora en América Latina es relativamente
sencillo. Pero extender esa verificación a otras latitudes es más complejo. La
mundialización neoliberal no recrea simplemente las viejas brechas entre el
centro y la periferia. Introduce novedosas bifurcaciones en ambos polos.
Ese tipo de
fracturas separa especialmente a Latinoamérica del Sudeste Asiático. Dos zonas
que compartían el mismo status relegado han seguido trayectorias opuestas. El
estancamiento de la primera región contrasta con el crecimiento de la segunda.
El contrapunto con
Corea del Sur es particularmente llamativo, tanto en la productividad fabril
como en la densidad industrial (peso del sector manufacturero en el PBI). En
ambos planos se ha registrado un enorme distanciamiento de Brasil y Argentina.
El contraste con
las maquilas es también evidente en el valor agregado a los productos. Esa
diferencia retrata la reducida competitividad del modelo mexicano, que combina
excedentes formales con Estados Unidos con enormes desbalances en las
transacciones con Oriente (Salama, 2012b).
La explotación
diferenciada de la fuerza de trabajo es la principal explicación de la brecha
que alejó al Sudeste Asiático de América Latina. Las primeras caracterizaciones
marxistas subrayaban ese dato. Contrastaban el infierno fabril coreano de los
años 60-70, con las conquistas obtenidas por los trabajadores latinoamericanos (Tissier,
1981). Esa combatividad explica la persistencia de la desconfianza inversora de
las transnacionales, cuando en la década siguiente el promedio salarial se
equiparó en ambas regiones.
La preferencia de
los capitalistas por Corea del Sur tuvo además una raíz geopolítica, en el
papel jugado por las dictaduras de ese país en la contención de la revolución
china. El gran financiamiento estadounidense se afianzó también durante la
guerra de Vietnam. La respuesta imperial a la revolución cubana fue muy
diferente en América Latina.
En el nuevo siglo
las brechas de costos salariales se modificaron. Al cabo de un prolongado proceso
de acumulación, las diferencias de productividad de Corea con sus pares
latinoamericanos son más significativas que las divergencias de salarios.
Ese cambio ilustra
la brecha de desarrollo. Mientras que la inversión real por trabajador en
Brasil (2010) está ligeramente por debajo del nivel de 1980, su equivalente en
Corea se multiplicó por 3,6 veces (Salama, 2012a). El mismo contraste se
verifica en los coeficientes que miden la participación de cada economía, en
las cadenas globales de valor.
Pero en la
actualidad ya no alcanzan las comparaciones precedentes. Corea ha quedado
integrada al eslabón superior de un vasto entramado asiático de globalización
productiva. Ese conglomerado se recicla en bloque, recreando la ventaja
comparativa de una fuerza de trabajo abaratada. Sucesivas ondas de expansión
fabril han diversificado ese incentivo a los capitalistas, mediante la
extensión de formas brutales de sujeción de los trabajadores a nuevos países
(Tailandia, Filipinas, Bangladesh, etc).
La explotación de
ese contingente obrero incluye crecientes modalidades de flexibilización. Las
empresas asiáticas aventajan especialmente a sus pares de América Latina en la
subcontratación. Combinan tecnologías digitales, transportes abaratados y
comunicaciones extendidas con precarización, segmentación y tercerización de la
actividad laboral.
América Latina era
funcional al viejo modelo sustitutivo de importaciones y el Sudeste Asiático
optimiza la actual internacionalización de la producción. La preexistencia de
cierto mercado interno era ventajosa para la industrialización de posguerra,
pero es inconveniente para un modelo fabril orientado por las exportaciones. La
parquedad de los consumos locales se ha convertido en un activo de estos
esquemas.
También ha cambiado
el rol de Estados Unidos. Su predominio industrial complementaba en el pasado
el despegue manufacturero latinoamericano. Por el contrario en la actualidad,
las firmas transnacionales compensan el declive industrial de la metrópoli con
la instalación de plantas en Asia. En este nuevo contexto la reducción
coyuntural de los salarios latinoamericanos ya no es suficiente para reiniciar
la inversión. La receta que aplicaba Brasil no funciona.
Como el modelo
precedente continúa gravitando en Sudamérica, el proteccionismo supera los
promedios asiáticos. Pero la eliminación de esos resguardos demolería por
completo la estructura fabril. Ese dramático dilema impone el capitalismo
neoliberal a la Argentina y Brasil.
América Latina no
puede incorporarse al tipo de economías que integra Corea. Ese grupo incluye
una veintena de países con ocho naciones que reúnen al grueso de los
asalariados. Desde los años 80 este nuevo mapa del proletariado ha duplicado la
fuerza de trabajo conectada con la economía global (Smith, 2010: 111-113).
Argentina, Brasil y México no tienen cabida en ese circuito.
La brecha se
profundiza, además, por la retención asiática de porciones significativas de la
plusvalía. En América Latina se afianza por el contrario el drenaje de valor
hacia las metrópolis. La acotada expansión del consumo interno coreano también
contrasta con el agudo deterioro del poder adquisitivo en el Nuevo Mundo. En
síntesis: la plena continuidad del ciclo dependiente no se extiende en los
términos estrictos de Marini al universo del Asia-Pacífico.
OTRAS
INTERPRETACIONES
Nuestra
caracterización del modelo dependentista rivaliza ventajosamente con otras
explicaciones del contrapunto entre América Latina y el Sudeste. La visión
neoliberal atribuye esa bifurcación a la apertura comercial que consumó Oriente
y rehuyó Latinoamérica. Estima que ese giro le permitió a las economías
asiáticas mejorar su asignación de recursos y aprovechar sus ventajas
comparativas.
Pero en los dos casos
hubo reducción de aranceles. La diferencia radicó en los bienes importados en
cada caso. La inundación de productos de consumo que padeció América Latina
contrastó con la adquisición de equipos por parte de Corea. La existencia de
condiciones de explotación del trabajo más favorables al capital apuntaló ese
sendero productivo.
Los ortodoxos
ponderan esa asimetría reivindicando el “arbitraje
salarial global”, que premia a las regiones con menores costos laborales para
desenvolver tareas semejantes. Pero esas actividades no se concretan con
objetos inanimados. El “arbitraje” selecciona distintos grados de sometimiento
de los asalariados.
Los economistas heterodoxos impugnan la
interpretación neoliberal del crecimiento oriental. Demuestran la falacia de la
apertura comercial, ilustrando el cúmulo de tarifas, reglamentaciones
financieras y subsidios a la exportación que rige en Corea (Gereffi,
1989).
Pero exaltan ese modelo contraponiéndolo a la pasiva adaptación de
América Latina al mercado mundial. Consideran que ese amoldamiento impide
aprovechar las oportunidades de la globalización (Bresser Pereira, 2010: 119-143).
Con ese
razonamiento ubican todos los obstáculos al desarrollo latinoamericano en el
plano interno. Olvidan que la división internacional del trabajo impide la
libre elección de un destino. Si los países pudieran definir su propio devenir,
todos optarían por Suiza y ninguno por Mozambique.
El capitalismo no
es un campo abierto a la prosperidad de los más avispados. Es un orden
estratificado que inhibe el bienestar colectivo. Como no hay lugar para todos,
el desarrollo de cierta economía se consuma a costa de otra.
En cada etapa del
sistema hay regiones favorecidas y penalizadas por la dinámica de la acumulación.
Esa selección no es un menú a disposición de los distintos países. Para el Sudeste asiático no era
factible imitar a Latinoamérica en los años 60 y la misma imposibilidad se
reproduce actualmente en forma inversa.
El Nuevo Continente carece de un soporte
laboral semejante a Oriente y no se amolda a las conveniencias de las empresas
transnacionales. Corea se insertó en la mundialización sin cargar con la
mochila de una industria obsoleta.
La heterodoxia supone que el avance de cualquier
economía emergente depende de su captura de actividades
complejas en la cadena de valor (Milberg, 2014: 164-168). Afirma que la fabricación debe suceder al ensamblaje hasta llegar a una
producción original (Gereffi, 2001). Reconoce
que las firmas ubicadas
en la cabeza de ese proceso se adueñan del grueso del excedente y propugna
cambiar esa distribución.
Sin embargo elude registrar que la creciente captura de valor exige mayor extracción
de plusvalía. Esa omisión se verifica en la equivalencia que traza entre el
salario, la productividad y la política cambiaria en la determinación de las
estrategias de desarrollo. Desconoce que esas tres dimensiones no son
equiparables. La sujeción del trabajador a un tipo de remuneraciones es un
presupuesto de cualquier decisión de inversión. El marxismo dependentista
resalta este dato soslayado por la heterodoxia.
OTRAS COMPARACIONES
Corea no tuvo que
lidiar con los problemas de apreciación cambiaria que sufren las economías
exportadoras de recursos naturales. Se amoldó a la nueva etapa del capitalismo,
sin afrontar esa vieja adversidad de los países medianos de América Latina. En
esta última región la preeminencia de rentas agro-exportadoras disuade la
inversión fabril.
Desde mitad del
siglo XX Argentina, Brasil y México intentaron canalizar ese excedente hacia la
actividad industrial. Pero los conflictos que suscitó esa estrategia bloquearon
su implementación.
Muchos debates de
los años 60-70 evaluaban el uso productivo de la renta. Los teóricos de la
dependencia proponían capturar ese excedente con puniciones estatales a los
privilegios de la oligarquía. Esas iniciativas eran detalladas con más
precisión por las corrientes endogenistas del marxismo. Marini enfatizaba el
drenaje externo y no tanto la dilapidación interna de los recursos requeridos para
el desarrollo. Ponía más atención en la plusvalía expropiada a los asalariados,
que en la renta manejada por los latifundistas.
En esa época
despuntaron las primeras discusiones sobre la internacionalización financiera
de la renta. El principal debate giró en torno al carácter de la OPEP. La
sugerencia que los integrantes de ese cartel podían sustraerse de la
dependencia (Semo, 1975: 92-100), fue objetada por una aguda exponente del
dependentismo (Bambirra, 1978: 39-45). La evolución posterior de las economías
exportadoras de petróleo confirmó esa crítica. El subdesarrollo continuó
imperando en los países árabes, africanos y asiáticos que integraron ese
organismo.
Pero ese resultado
no despejó los enigmas creados por las economías que aprovecharon la renta para
su desenvolvimiento. Esa problemática ha despertado creciente interés en los
últimos años. Algunos estudios resaltan lo ocurrido en Noruega o Australia y
contrastan su evolución con Argentina. Con algunas prevenciones, esa
comparación podría extenderse a Brasil o México.
Una nación del
norte europeo y otra de Oceanía se especializaron en la exportación de materias
primas, expandiendo al mismo tiempo ciertos servicios e industrias intensivas
(Schorr, 2017: 29-31). A diferencia de los gobiernos latinoamericanos liberales
(que dilapidaron la renta) o desarrollistas (que fracasaron en transformarla en
acumulación), canalizaron ese recurso hacia cierto desenvolvimiento.
Una combinación de
condiciones objetivas y comportamientos de las clases dominantes determinó ese
curso. Noruega y Australia concentran sus cuantiosas riquezas en energía y
minerales y cuentan con una dotación per cápita de esos acervos muy superior a
sus potenciales pares de América Latina.
Noruega es un
típico caso de altísima renta con escasa población. Usufructúa de un patrón de
rentas parecido al imperante en los refugios de los bancos (Suiza) o en los
receptores de turistas (islotes del Caribe).
Con cinco millones
de habitantes ocupa el primer puesto en el índice de Desarrollo Humano. Exhibe,
además, una peculiar historia de acotados conflictos políticos y gran
preeminencia del gasto social. Cuando en los años 60 comenzó a explotar el
petróleo, ya era un país productivamente diferenciado con cierto nivel de
industrialización.
Esa trayectoria
explica cómo pudo contrarrestar la apreciación exportadora del tipo de cambio,
mediante la regulación estatal de la renta. Logró esa reinversión productiva desde
un status económico ya integrado a las principales metrópolis del Viejo
Continente.
También Australia
presenta llamativas singularidades. Tiene una densidad demográfica inferior a
la Argentina y un porcentaje superior de recursos naturales por habitante.
Transitó por un proceso de sustitución de importaciones, pero se especializó en
exportaciones primarias y productos de bajo contenido tecnológico.
La proximidad con
el Sudeste Asiático fue determinante de esa reconversión. Además, su economía
siempre fue ajena a la complementariedad agrícola (y consiguiente rivalidad),
que mantuvo Argentina con Estados Unidos (Schteingart, 2016).
En el plano interno
Australia ha preservado una estructura relativamente igualitaria y nunca
afrontó las tensiones sociales de cualquier país sudamericano. Contó con una
gran financiación externa por su activa participación en la guerra fría. La
relación privilegiada con Inglaterra evolucionó hacia una estrecha asociación
imperial con Estados Unidos (DSP, 2001). Comparaciones del mismo tipo podrían
extenderse a Canadá.
Las diferencias de
esos países con América Latina no invalidan el contrapunto. Esa contraposición
abre un importante campo de estudios para la teoría marxista de la dependencia.
Es decisivo evaluar cómo impacta el manejo de la renta sobre el desarrollo.
LA RELACIÓN CON CHINA
El gran salto
registrado en el intercambio comercial con China ilustra otra dimensión
contemporánea de la dependencia. El total de transacciones pasó de 10.000
millones (2000) a 240.000 millones de dólares (2015), bajo un signo de total
asimetría. La región exporta simples materias primas a cambio de manufacturas (Emmerich, 2015).
China no sólo
provee bienes industriales. También arrebata a América Latina los mercados de
esos productos. La gravitación del flujo comercial entre ambas regiones es
totalmente desigual. Mientras que México y Brasil se ubican entre los 25
principales importadores de mercancías chinas, sus ventas sólo representan el
1% de las adquisiciones de la nueva potencia (Salama, 2012b).
El nuevo coloso
expande también sus inversiones en forma vertiginosa, sin ninguna consideración
inversa hacia las empresas Mutilatinas. Todos sus emprendimientos se concentran
en la captura de recursos naturales. Aporta fondos para prospecciones
petroleras, perforaciones mineras y proyectos agrícolas. Mejora los puertos y
las rutas para garantizar el transporte de los bienes primarios. Pero siempre
impone estrictas cláusulas de provisión de insumos y nunca contempla
transferencias de tecnología.
China impulsa, además,
convenios de libre-comercio para asegurar su predominio. Con el logrado status
de “economía de mercado” bloquea cualquier protección local al ingreso de sus
productos. Resguarda esa expansión con préstamos, que ya superan el monto otorgado
por los dos tradicionales financiadores de la economía latinoamericana (FMI y
Banco Mundial). Sólo África compite en subordinación al nuevo mandante
económico.
Ese sometimiento
corona una asombrosa disparidad de trayectorias, que se verifica en la comparación
de Brasil con China. El ingreso per cápita de ambos países se ubicaba en 1980
en 4.809 y 306 dólares respectivamente. En 2015 los dos guarismos se situaron
en 15.614 y 14.107 dólares. Esta impresionante equiparación ilustra el
irrisorio avance de Brasil (3,25 veces) frente al espectacular salto de China
(46 veces) (Salama 2017a).
La misma brecha se
observa en el ranking mundial de exportaciones. El gigante asiático ocupa
actualmente el primer lugar, luego de figurar en el pelotón de los 50 participantes
de esa actividad. En cambio Brasil ha retrocedido al renglón 25, después de
haber alcanzado el puesto 16 (Salama 2012b). La disparidad es mucho más
significativa en la incidencia de ambas economías en la cadena global de valor.
Todos los datos
confirman el lugar económico dominante de China en América Latina. Su presencia
no es comparable a ninguno de los países contrastados con Brasil, México o
Argentina. Se ubica en un estrato muy diferente a Corea del Sur, Australia o
Noruega. Ha comenzado a desenvolver con la región una relación más comparable
con las viejas metrópolis europeas o con Estados Unidos.
Ciertamente su presencia
desafía la dominación de la primera potencia. Pero hasta ahora es una amenaza más
económica que geopolítica. No proyecta su impresionante expansión comercial al
plano militar. China avanza cautamente en el terreno diplomático. Despliega un “soft
power”, con discursos de cooperación alejados del mensaje hegemónico. Utiliza
una retórica de reciprocidad y beneficio mutuo en las relaciones “Sur-Sur”.
Su política se
asienta en la gran mutación que genera la globalización productiva. La vieja
relación bipolar (centro-periferia) adopta en la actualidad ciertos rasgos
triangulares. Hay competencia entre las economías metropolitanas y las nuevas
potencias industrializadas por el sometimiento de la periferia. China y Estados
Unidos rivalizan en ese aprovechamiento de la primarización exportadora de
América Latina (Salama 2012c).
El resultado de la
confrontación entre las dos potencias es incierto. Pero la subordinación de
América Latina es un dato en cualquier desenlace. Una drástica reversión de ese
sometimiento es la condición para entablar una relación de asociación con
China, que contribuya a la emancipación de la dominación estadounidense (Katz, 2016:
299-311).
GEOPOLÍTICA, CLASES,
GOBIERNOS
Los teóricos
marxistas de la dependencia siempre subrayaron la dimensión política de esa
sujeción (Dos Santos, 1998). Señalaron que la subordinación de los gobiernos
latinoamericanos al imperialismo, sintonizaba con burguesías estrechamente
asociadas al capital extranjero.
Ese razonamiento se
inspiraba en un escenario internacional signado por las tensiones entre
potencias centrales, países periféricos e integrantes del denominado bloque
socialista. Marini resaltó, además, las distinciones dentro de la periferia y
las diferencias entre países con perfil subimperial o puramente subordinado.
Este mapa ha
cambiado, pero las observaciones sobre el sentido geopolítico de la
estratificación global son valederas. Esos señalamientos esclarecen las fuerzas
que complementan la inserción de cada economía en la división internacional del
trabajo. El poderío militar, la gravitación diplomática y la influencia
cultural refuerzan, atemperan o contrarrestan el status dominante o subordinado
de los distintos países. La mundialización neoliberal replantea en la
actualidad esos ascensos y declives en la pirámide mundial.
Es evidente que el
principal imperio capitalista (Estados Unidos) y su rival en gestación (China) disputan
posiciones en la cúspide del sistema. Los recursos de América Latina, África y
una gran porción de Asia son el botín de esa competencia. Pero la tradición
inaugurada por Marini convoca a registrar también el papel de las formaciones
medianas.
En ese terreno es
muy significativo el retroceso del status subimperial de Brasil. Ese repliegue
es coherente con la regresión manufacturera del país y su viraje hacia las
exportaciones primarias. Argentina y México nunca alcanzaron esa categoría y se
han alejado aún más de esa ubicación. En el primer caso por su fulminante
pérdida de posiciones económicas y en el segundo por su creciente subordinación
a Estados Unidos.
Los subimperios de
otras regiones han reforzado en cambio su intervencionismo bélico, con inciertos
resultados sobre el desarrollo de sus economías. Turquía ha consolidado una
industria más significativa en un polvorín de conflictos. India logró
estabilizar un ciclo de crecimiento continuado y acentuó su especialización en
ciertas franjas de la sub-contratación. Pero mantiene una estructura industrial
vulnerable y alejada del modelo chino.
La estrecha
sociedad de Australia con el imperialismo estadounidense amplió sus márgenes de
autonomía para asegurar la reinversión de la renta minera. Pero ese manejo no
frenó su retroceso frente a los competidores asiáticos. En Corea del Sur la
militarización bajo control directo del Pentágono brinda garantías para la
inversión. Pero la sumisión a Estados Unidos obstruye proyectos más ambiciosos
de eventual reunificación con el norte del país.
Los cambios de
status geopolítico tienen efectos muy contradictorios sobre el desenvolvimiento
de los países intermedios. La evidente retroalimentación que existe entre el
poder imperial y la supremacía económica (o entre la dependencia política y el
subdesarrollo), no se extiende a parámetros equivalentes en la semiperiferia.
Todas las
transformaciones en curso inciden, a su vez, sobre el perfil de las clases
dominantes. En el caso latinoamericano se ha consolidado la conversión de las
viejas burguesías nacionales en burguesías locales, que ya no auspician
desarrollos auto-centrados. Priorizan la exportación y prefieren la reducción
de costos a la ampliación del consumo.
Ese estrechamiento
de lazos con el capital extranjero no implica la desaparición de la burguesía
latinoamericana. Los países de origen persisten como base de operaciones,
fuente de ganancias y centro de sus decisiones. Ese sector no ha devenido en
una clase puramente trasnacional. Tampoco se ha convertido en un satélite
manipulado por las metrópolis o en una “lumpen-burguesía” dedicada al pillaje.
Pero se ha reducido
la autonomía que exhibía la naciente burguesía manufacturera de posguerra para
promover la industrialización de la región. Las empresas transnacionales
definen en la actualidad sus estrategias con el visto bueno de sus socios
locales. Esta subordinación refuerza la influencia de los financistas
internacionales y los capitalistas agro-mineros sobre los estados
latinoamericanos.
Por esa razón la
expectativa desarrollista de remontar la regresión económica se ha desplazado
hacia las burocracias del estado. La evidente desaprensión de la burguesía
hacia el crecimiento sostenido ha conducido a enaltecer al funcionariado. Se lo
observa como un segmento lúcido, independiente o patriota, que tomará en sus
manos la empresa pendiente del desarrollo.
Pero la experiencia
de la última década desmintió esa creencia. Confirmó el estrecho parentesco de
la burguesía con sus delegados en el estado. Ambos grupos se han formado en los
mismos ámbitos compartiendo las mismas conductas. Las burguesías parasitarias
generan burocracias inoperantes. Muy pocas excepciones vulneran esa norma.
Los distintos
gobiernos suelen expresar, finalmente, esta sucesión de condicionamientos que
determinan el nivel de dependencia de cada país. El afianzamiento del
subdesarrollo y la subordinación política son la norma de los presidentes
derechistas y de sus ministros neoliberales. Los mandatarios progresistas y sus
equipos neo-desarrollistas han pretendido infructuosamente revertir ambos
flagelos. Todos actúan en un marco que limita severamente su acción. En América
Latina las relaciones de dependencia anteceden y acordonan la gestión de
cualquier gobierno.
DETERMINANTES DE LA
DEPENDENCIA
Una variedad de
procesos define actualmente el status de los distintos países en la jerarquía
global. El lugar en la división del trabajo es el principal condicionante
histórico de una ubicación estrechamente conectada al valor de la fuerza de
trabajo, la dinámica de las transferencias, el destino de la renta, la
gravitación geopolítico-militar y el papel de las clases dominantes,
burocracias y gobiernos.
Esos factores determinan las distancias que
separan a los centros avanzados (Estados Unidos) y los nuevos centros (China)
de las semiperiferias ascendentes (Corea, Noruega), estancadas (Australia) o de
evolución incierta (India). Los mismos elementos inciden en el status de las semiperiferias
descendentes (Brasil, México), las nuevas periferias integradas a la
globalización productiva (Bangladesh) o los exportadores de productos básicos
(Guatemala).
Los cambios
registrados en esa estructura están actualmente muy influidos por las
inversiones de las empresas transnacionales, que desplazan sus capitales siguiendo
el barómetro de la rentabilidad. Ese parámetro toma especialmente en cuenta las
modalidades de explotación y superexplotación vigentes en cada economías y el
predominio de valores altos, medios o bajos de la fuerza de trabajo (Katz,
2017). Con esa referencia estratégica buscan abaratar costos laborales,
amoldados a la complejidad de las distintas actividades.
Las transferencias
internacionales de valor inciden en forma decisiva en las mutaciones de esa
jerarquía global. Son desplazamientos del capital que recrean polaridades y
bifurcaciones, siguiendo los movimientos de la plusvalía que impone la
metamorfosis del capital, en sus diversas fases financieras, comerciales y
productivas.
Las transferencias
pueden ser absorbidas (+), drenadas (-) o retenidas (=) por los países. La
plusvalía mundial desplazada es absorbida por las economías centrales,
retenidas por las semiperiferias ascendentes y drenadas por las semiperiferias
descendentes o las periferias. Uno gana lo que pierde otro, dentro de una
estructura signada por la relativa estabilidad de la jerarquía mundial.
La renta es
generada sólo por los países que cuentan con significativos recursos naturales.
Puede ser capturada (+) reinvertida (=) o perdida (-). Es un excedente que se
desplaza internacionalmente como la plusvalía, pero a partir de otro origen. Como
la renta es cualitativamente distinta a la porción de la plusvalía apropiada
como ganancia, debe ser tratada en forma diferenciada.
Algunas potencias
manejan su propia renta y la reciclan internamente (Estados Unidos) y otras
carecen de ese excedente y dependen de su captura (China). Hay semiperiferias
que no tiene ese recurso (Corea), otras que lo poseen y lo retienen (Australia,
Noruega). En la situación opuesta se ubican las naciones que pierden la renta
en forma parcial (Brasil) o total (Guatemala).
El status
geopolítico internacional determina otra jerarquía con cierta autonomía del
peso productivo, comercial o financiero de cada país. Esa clasificación define
el lugar de los imperios establecidos (Estados Unidos) y de sus socios o
apéndices (Australia). También ubica a los imperios en formación (China), a los
subimperios (India) y a los países que afrontan distinto grado de dependencia.
Los casos de mayor autonomía (Brasil) difieren de la subordinación (Corea) o el
total sometimiento (Guatemala).
La capacidad de los
estados imperiales para apuntalar su desarrollo a costa de las formaciones
dependientes es indiscutible. Pero en el espectro restante hay variaciones de
distinta índole.
Finalmente el
universo de las clases dominantes, las burocracias y los gobiernos genera una
enorme diversidad de impactos sobre el desarrollo. Es indudable que las clases
dominantes metropolitanas con burocracias eficientes y gobiernos estables
inciden en forma favorable sobre la acumulación. También se verifica el
fenómeno inverso en los países con burguesías periféricas, funcionarios
parásitos y gobiernos inconsistentes. Pero en un terreno tan configurado por la
acción de los sujetos sociales se observan combinaciones de múltiples tipos.
PROPÓSITOS DE UNA
RECONSIDERACIÓN
Nuestra mirada de
las polarizaciones y bifurcaciones mundiales imperantes bajo el capitalismo
neoliberal se inspira en la teoría marxista de la dependencia. Pero amplia, complementa
y corrige varios presupuestos de esa concepción.
En congruencia con
el pilar marxista, resaltamos la preeminencia de un sistema económico-social
asentado en la competencia por beneficios surgidos de la explotación. Por eso
situamos el valor de la fuerza de trabajo en el primer renglón de nuestra
interpretación. Es el determinante central de los cambios registrados en el
capitalismo contemporáneo.
La tesis
dependentista añade a esa evaluación un diagnóstico de la estratificación
mundial en torno a segmentos centrales, periféricos y semiperiféricos. Los tres
estratos operan en forma diferenciada determinando una gran variedad de
situaciones de desarrollo y subdesarrollo. El principal mecanismo de cambio es
la transferencia internacional de plusvalía, que en las últimas dos centurias
adoptó distintas direcciones, volúmenes y destinatarios.
Los teóricos del
dependentismo marxista siempre enfatizaron esa distribución desigual del valor.
Explicaron cómo los excedentes creados en la periferia eran capturados por las
economías centrales. Nuestro planteo recoge esa idea, incorporando al análisis
los desplazamientos de la renta, omitidos (o poco tratados) por esa tradición.
También retomamos
la dimensión geopolítica subrayada por los pensadores dependentistas. Pero
reformulamos las categorías de esa esfera, para integrar las complejas
variantes que asume el imperialismo contemporáneo. Destacamos, además, que
distintos desenlaces de la lucha de clases definen el papel de las clases
dominantes y sus funcionarios o gobiernos.
Nuestra síntesis se
sustenta en una interpretación crítica y no meramente descriptiva del
capitalismo. Remarcamos cómo ese sistema afianza la desigualdad y los
privilegios de las minorías a costa del sufrimiento popular. También resaltamos
la gravitación de crisis periódicas que corroen la continuidad de ese régimen
social.
Esta mirada se
ubica en las antípodas del neoliberalismo que idealiza al capitalismo y niega
sus desequilibrios intrínsecos. La ortodoxia supone que la mundialización aproxima
a la sociedad a un idílico estadio de mercados perfectos, distribución óptima
de recursos y convergencia entre economías avanzadas y retrasadas. El despiste
de esta visión salta a la vista.
Nuestro planteo
también objeta la óptica heterodoxa, que reconoce los conflictos del
capitalismo relativizando su escala e intensidad. Minimiza la estratificación
global, imagina amplios márgenes para modificar el status de los desfavorecidos
y desconoce la gravitación de la dominación imperial. Por eso postula estrategias
desarrollistas que suponen un funcionamiento potencialmente amigable del
capitalismo. Apuesta a superar el retraso de la periferia con políticas de
acumulación guiadas por el estado.
Nuestra visión
recoge varios señalamientos de los teóricos sistémicos que refutan los
presupuestos de la heterodoxia. Esas observaciones ilustran cómo el capitalismo
mundial opera en torno a un principio de suma cero, que consagra la expansión
de ciertas economías a costa de la regresión padecida por otras. Los procesos
de acumulación nacional se desenvuelven en una competencia por el mismo nicho y
los avances logrados por algunos participantes no ofrecen pautas para el resto.
Es importante
registrar esta disputa en torno a los mismos radios de la pirámide, para sustraerse
de la fantasía de “imitar al Sudeste Asiático”. Esas creencias olvidan que las
opciones de cada economía no son un curso abierto a cualquier devenir. Están
condicionadas por su lugar en la división global del trabajo y no afrontan
caminos despejados o puramente dependientes de la política económica. No existe
ninguna receta que le permita a Haití copiar el sendero de Estados Unidos.
La caracterización
que exponemos retoma las tradiciones de los marxistas que antecedieron a Marini
y de los contemporáneos que convergieron con su obra. Esta ampliación y
reformulación del dependentismo permite abordar problemas que no se resuelven
con fórmulas concebidas en los años 60-70.
Con esa mirada
sustituimos la acepción tradicional de superexplotación por tres escalas del
valor de la fuerza de trabajo. Este abordaje facilita la indagación de la
enorme variedad de situaciones generadas por la globalización productiva. El
análisis de estas novedosas formas de mundializar la extracción de plusvalía
-junto a la interpretación de las transferencias del valor y la renta-
clarifican el nuevo mapa de la dependencia.
Estos escenarios
son incomprensibles con lecturas meramente económicas. La actualización del
dependentismo es particularmente urgente en el plano político. Esa escuela
logró preservar un rico legado de estudios sobre el capitalismo. Pero no
extendió ese acervo al análisis del imperialismo, los sistemas de gobierno y
las resistencias populares.
Estas carencias
explican la dificultad para explicar procesos que desafían el esquema
centro-periferia (Corea del Sur). También determinan la omisión de problemas
decisivos (como el rol de China) o la simplificación de las disyuntivas
políticas latinoamericanas (equiparación del neoliberalismo con el
progresismo).
La renovación del
dependentismo marxista exige un abordaje conjunto de la economía y la política.
Las relecturas de El Capital y la Dialéctica de la Dependencia son
fructíferas en estrecha conexión con los dilemas actuales de la estrategia
socialista. De esa síntesis emergerá un nuevo florecimiento del marxismo
latinoamericano.
17-3-2018
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[1]Economista, investigador del CONICET, profesor
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