La posición de las clases dirigentes
El debate sobre la seguridad y la defensa
resulta controvertido en el marco de las fuerzas del cambio. Y, precisamente
por esta razón, rara vez se da o refiere a aproximaciones idealistas. En cambio,
las fuerzas políticas de las clases dominantes optan por diferentes esquemas y
las tratan sin tapujos.
Las fuerzas nacional-conservadoras optan sea
bien por una estrategia hegemonista, tipo guardián del mundo, que les conduzca
a liderar a otro grupo de países vasallo, sea bien a abrigarse en un polo de
alianzas liderado por un país. Esta estrategia fue llevada a cabo por las
clásicas naciones imperialistas en diferentes momentos de la historia. Primero
Francia, luego Inglaterra, finalmente EEUU o, en su área de influencia, la
URSS.
Las fuerzas neoliberales, de carácter
cosmopolitas y globalistas, que saben que para competir en los mercados
mundiales no hay mejor para negociar que contar con una fuerza pública bien
dotada de medios represivos y potencialmente destructivos, suele optar por un
esquema militar amparado en un cuerpo supranacional, a poder ser vestido de
neutralidad, con el objetivo de sostener su legitimidad internacional, cuando
en la práctica opera con intereses de parte.
La cuestión es que en el contexto actual EEUU
emprende una revisión de su política militar, y con Trump en el gobierno, para
abandonar sus responsabilidades como guardián del mundo, esto es, para proteger
y abrigar los intereses de sus aliados, para exigirles corresponsabilidad en a
la hora de costear la inversión militar,
y para emprender iniciativas sin la necesidad de pedir permiso, más aún cuando
se abre una fase de lucha por los recursos naturales.
En un contexto donde el Reino Unido, que
contaba con las fuerzas armadas más potentes en Europa, sale de la UE, y en el
que Alemania cuenta con recelos internacionales a la expansión de su ejército o
su intervención en el exterior, aun cuando desde los años 90 se zanjó el debate
y se admite su intervención en el extranjero, Francia no tiene la capacidad
militar para cubrir ese vacío. Así, en Europa neoliberales y socialiberales
apuestan por una Defensa Europea, que va a tensar los presupuestos de las
instituciones europeas y la de los Estados Miembros.
Se abre un periodo de legitimación para dar
paso a estas inversiones. La primera que se ha formulado, de una manera
netamente reaccionaria, es la de apuntar al terrorismo internacional y las
migraciones como fuente de peligro. En esta aproximación, cabe decir que no
pocos conflictos son causa directa de la propia política de las fuerzas
occidentales, que han alimentado monstruos, como el ISIS, y otras fuerzas
fanáticas financiadas, y nuevos frentes, para aislar a Rusia e intimidar a
China, generando enemigos nuevos en zonas sensibles del tablero mundial. Por
otro lado, hay nuevos factores que explican la movilidad de las personas a gran
escala, que las fuerzan a desplazarse fruto del cambio climático y sus
consecuencias sobre el medio, las guerras por recursos escasos, y la extensión
de ideas extremistas e intolerantes, alentadas por aquellos que quieren
justificar su intervención imperialista polarizando a los pueblos en bandos
enfrentados.
Cabe por último mencionar a fuerzas
ultranacionalistas que reclaman la recuperación de la defensa militar para el
Estado-Nación. Sus discursos normalmente vienen, a pesar de su lenguaje de
defensa patriótica, a coincidir con la vieja aspiración de copar la posición
hegemonista de una región del mundo, o, lo que suele ser más normal, al final
suelen hacer valer su posición para mantenerse en una alianza en el que el
juego geoestratégico de bandos sigue cobrando efecto.
Las fuerzas
progresistas, pacifismo y antimilitarismo.
Resulta harto complejo admitir que las
fuerzas socialiberales formen parte de las llamadas fuerzas progresistas. Su
opción es la de defender al espacio geoestratégico menos malo, para
contrarrestar los excesos, por ejemplo, de los imperialismos norteamericano. En
la práctica se trata de jugar a construir otro hegemonismo militar que combine
con mejor diplomacia el uso de la fuerza, en general, contra países
subordinados, y hacer valer en la Alianza Atlántica sus bazas de negociación.
Sin embargo, cuando nos adentramos en otras
orientaciones dentro de las fuerzas emancipadoras y transformadoras, hay
orientaciones sumamente divergentes.
Por un lado, nos encontramos con la concepción campista, heredera de la
estrategia estalinista de formación de bloques, donde las fuerzas comunistas
han de aliarse con los gobiernos amigos para hacer frente al adversario
político. Se trata de una concepción que conduce a recelar de los movimientos
populares que discrepan de sus gobiernos, y confía la cuestión de las alianzas
a las instituciones del Estado, para formar un bloque de Estados resistente al
imperialismo y a su brazo internacional, que es la OTAN. Coincidiendo con la
consigna “los enemigos de mis enemigos son mis amigos” conduce en no pocas
ocasiones a alianzas con regímenes opresores de sus pueblos, simplemente por la
razón de que pongan oposición al imperialismo principal. A esta línea se le
puede atribuir una concepción de la defensa basada en ejércitos regulares, a
veces con reclutamiento forzado.
En otro punto inverso, estaría el movimiento
pacificista. Este movimiento ha venido a coincidir con una serie de discursos y
prácticas concretas que han consistido en una resistencia desobediente y
pacífica, en unos casos, o el impulso al movimiento por la insumisión. Las
estrategias de resistencia pasiva cuentan con un recorrido de resultados
desiguales. Por un lado, ensancharon su legitimidad, e incluso fueron masivos,
y contaron con una experiencia de ciertos logros, como fue el caso de la India
con Gandhi, pero en términos generales, ante el alzamiento militar o policíaco,
combinado con el aislamiento mediático, han sido duramente reprimidos y el
balance final no ha sido favorable, cayendo en derrotas estrepitosas y, muchas
veces, cruentas. El movimiento por la insumisión fue una de sus expresiones en
el Estado español. A costa de varios encarcelamientos consiguió que el gobierno
decidiese acabar con el servicio militar obligatorio. La alternativa no fue
mejor, sino que se tradujo en la puesta en pie de un ejército profesional, que
reclutó a las clases sociales más desfavorecidas, y que ofreció un modelo caro
de ejército, limitado en efectivos, poco cualificado en su capacitación técnica
y precario en lo laboral.
Cabe decir que lejos estamos del peor modelo
de defensa que se ha podido conocer: el modelo de ejércitos mercenarios, tan
habituales en otros tiempos pre-modernos. Estos ejércitos contaban con una
motivación problemática, el dinero, y estaban ajenos tanto del patriotismo como
de cualquier valor que empatizase en la protección civil. El modelo profesional
es tan sólo una variante reglada de aquel modelo, y cuenta con no pocos
problemas de cara a contar con una mínima base democrática o cierta conexión
con las aspiraciones sociales o civiles, pues sólo acatarán, siempre que se les
pague, las órdenes del mando.
Debemos recordar que el origen del servicio
militar obligatorio se origina en la Revolución Francesa. Se construyó entonces
un ejército ciudadano, numeroso y que, bajo el periodo napoleónico, se impuso
durante años en Europa. Allí no había discriminación social y se contaba con
una respuesta moral con la patria, sin remuneración a cambio.
Ahora bien, una fuerza que busca la
convivencia y la emancipación popular debe aspirar a un objetivo
antimilitarista, porque todos los combates que cuenten con máquinas para matar
acaban mal. El objetivo antimilitarista no puede, sin embargo, confundirse con
el pacifismo. Las razones, que no son nada evidentes, son las siguientes:
a) Los movimientos pacíficos obtienen más
simpatía y respaldo.
b) Históricamente se ha dicho que el respeto
de la orden y de la ley están bajo el control del Estado, que tiene el
monopolio legal de la violencia.
Sin embargo, un movimiento emancipador, en un
contexto de tensiones entre clases, sabe que el Estado en general está
orientado a favor de los intereses de las clases dominantes, y ejerce su
control territorial y social a favor de los intereses económicos de una minoría
y, aunque prefiera contar con el respaldo social y en ocasiones cuide la imagen
de que respeta el interés general, normalmente no tiene mayor problema, sólo
contenido por razones de fuerza, alianzas, o posibles amenazas materiales, no
sólo en causar conflictos con el exterior, sino también en emplear las fuerzas
destructivas contra su propia población. Así que, cuando el gobierno no
representa democrática a las clases populares, y es lo frecuente, las fuerzas
militares y policiacas han de verse como un enemigo interior ante el que hay
que defenderse.
A este respecto, caben diferentes
estrategias. En un contexto de lucha de posiciones -donde se disputa la
hegemonía ideológica, cultural, institucional y productiva, prima la
construcción de una subjetividad antagonista. Pero cuando se formado esa
subjetividad mayoritaria alternativa, las fuerzas del orden, al perder su
autoridad, no tendrán demasiado reparo en emplear la fuerza, aunque
posiblemente sea medida para no sumar rechazos adicionales.
Pero el conflicto, cuando madure, podrá
derivar en un asalto democrático a las instituciones o en una insurrección. En
ambos casos, según la correlación de fuerzas las clases dominantes antiguas no
se desprenderán de sus privilegios sin rechistar. La estrategia puede variar,
desde introducir miembros en el aparato del ejército para contribuir a su
división, hasta la formación de una milicia popular organizada. En ese
contexto, pueden librarse conflictos propios de una guerra de movimiento, que
siempre se conjuga con la de posiciones, siguiendo la terminología gramsciana.
Su curso sólo se conocerá en el devenir de los acontecimientos, y el grado de
su intensidad y consecuencias no puede ser predicho. Pero ese conflicto tiene
muchas papeletas para producirse. Las clases trabajadoras han de autoorganizarse
en dicho caso, sea bien para defender a su gobierno popular, sea bien para
impulsar la insurrección.
Ni que decir tiene, que una vez superadas las
tensiones, la formación de dichas milicias, o en su caso un ejército regular
popular, debe proceder a su disolución y conversión en otra fuerza civil de
utilidad. Por ejemplo, un cuerpo civil de bomberos contra catástrofes o
prevención de riesgos naturales. Pero, de momento, esto queda bien lejos.
Mientras tanto, cabe oponerse a la ampliación
de los ejércitos, buscar complicidad con los sectores democráticos del
ejército, y no perder de vista la necesidad de que, dado el caso, habrá que
reconvertir a la militancia, en caso de represión policial o militar, en grupos
de autodefensa popular, que históricamente fueron puestos en práctica en
situaciones de agresión fascista a la que se respondió con iniciativas de
frente único.
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