Daniel Albarracín y Fernando Luengo
Miembros de la Secretaría de Europa de
Podemos
Desde la creación de las Comunidades Europeas, el
presupuesto gestionado desde Bruselas ha representado una pequeña parte del
Producto Interior bruto (PIB) comunitario, alrededor del 1% de esa magnitud. Se
reconocía, de este modo, que, en el contexto de la construcción europea, la
función redistributiva le correspondía, básicamente, a los estados nacionales.
En efecto, el peso del gasto público en el PIB en el conjunto de la Unión
Europea (UE) alcanzaba en 2017 el 46,4%; con un amplio abanico de situaciones,
desde Irlanda (27,4%) hasta Finlandia(55,5%) (Macro-economic database, Ameco,
European Commission).Se presuponía, asimismo, que, a escala comunitaria, tenían
que ser los mercados, sus actores y las lógicas competitivas que los articulaban,
los motores de la asignación espacial y sectorial de los recursos financieros y
productivos.
Para situar la evolución del presupuesto comunitario en
perspectiva, es necesario tener en cuenta que la mayor parte de las últimas
ampliaciones han supuesto la incorporación de países con un PIB por habitante
sustancialmente inferior al promedio comunitario y con perfiles productivas más
débiles. La geografía económica comunitaria ganaba en heterogeneidad, lo que
acentuaba la necesidad de aplicar políticas –y dotarlas de fondos que las
hicieran viables- encaminadas a cerrar las brechas entre países; se imponía una Europa más, no menos,
redistributiva. Todo lo contrario, impregnado del pensamiento liberal, el presupuesto
comunitario, lejos de aumentar y adaptarse a ese nuevo escenario, se redujo. En esas coordenadas
–un “gobierno europeo” dotado de una escasa capacidad presupuestaria, el
protagonismo de los mercados y un proceso de integración en el que se daban
cita economías con potenciales productivos y competitivos muy dispares-, las
asimetrías dentro de la UE tenían que ganar, inevitablemente, terreno.
A partir de la década de los ochenta del pasado siglo y
muy especialmente desde la creación de la Unión Económica y Monetaria (UEM),
cuando se consolidan las políticas neoliberales en el conjunto del mundo
capitalista y se desencadena un intenso y acelerado proceso de financiarización
de los procesos económicos, las disparidades estructurales se han enquistado o
incluso han aumentado.
Dichas políticas definían un marco competitivo para el que resultaba funcional
el mercado único y el euro, y la gobernanza que los sustentaba. Además de
potenciar la supremacía y la competencia de las firmas y los flujos financieros
transnacionales, limitaba la orientación redistributiva de los Estados, cuya
actuación quedaba cada vez más supeditada a la lógica de los mercados y sus
actores.
Con un presupuesto comunitario tan corto en recursos
apenas había capacidad para enfrentar y corregir esas fracturas; más aún,
cuando una parte sustancial de esos recursos han sido capturados por las
grandes corporaciones y por los países económicamente más avanzados.
La creación de la zona euroha supuesto para los países
que la integran la intensificación de la competencia, contribuyendo a
desnivelar, todavía más, el terreno de juego. Al compartir la misma moneda, los
gobiernos renunciaban a sendas herramientas básicas de la política económica
–el manejo de los tipos de cambio y de los tipos de interés-, reduciéndose el
margen de la maniobra de la política presupuestaria.
Así pues, más competencia y más mercado, una sustancial
cesión de soberanía, sin que la zona euro se dotara de un mecanismo de
transferencias capaz de hacer frente el inevitable aumento de las disparidades
estructurales, resultado de competir economías con capacidades tan desiguales.
El resultado no podía ser otro: el eje Norte-Sur se hizo más pronunciado, al
tiempo que ha surgido una periferia Este, crecientemente dependiente de la
economía germana, a la que se ha desplazado o relocalizado parte de la
industria auxiliar y subordinada a las economías centrales.
Tomando como referencia las economías alemana (Norte) y
española (Sur), vemos que el peso de la producción manufacturera en el PIB entre
2000 y 2007 se mantuvo en Alemania en torno al 20-21%. En el mismo período, esa
ratio pasó en nuestra economía desde el 16,2% hasta el 13,5%, aumentando la
brecha que separaba ambos países desde 6 hasta 8 puntos porcentuales. Según la
OCDE (STAN indicators ISIC rev. 3) las manufacturas de media-alta y alta
tecnología en esos mismos años ganaron peso en Alemania, al tiempo que lo
perdieron en España; el gap entre ambas economías era de 19,9 puntos en 2000 y
de 25,2 en 2007. Estas asimetrías productivas se trasladaron a las balanzas
comerciales, generando sustanciales superávits (en Alemania) y cuantiosos déficits
(en España); desequilibrios que alimentaron el crecimiento basado en la deuda.
En los años de crisis, las fracturas continúan siendo
sustanciales, sin que se aprecie una tendencia hacia su corrección. Según la
información proporcionada por Ameco, en 2017, tanto en España como en Alemania,el
peso de la industria manufacturera en el PIB se había reducido ligeramente; y
lo más importante para el asunto que nos ocupa, las brechas se han mantenido
(7,6 puntos en 2007 y 7,7 en 2017). En lo que concierne al contenido
tecnológico, y teniendo en cuenta que Eurostat sólo ofrece datos completos para
ambos países entre 2008 y 2013, las diferencias en el peso de las industrias de
media-alta y alta tecnología continúan siendo muy importantes, próximas a los
25 puntos porcentuales.
A esta situación ha contribuido un diagnóstico, tan falso
como sesgado, que responsabilizaba a las economías del sur de haber vivido por
encima de sus posibilidades, convirtiéndose, por esa razón, en el principal,
sino único, factor de desestabilización de la zona euro. Con ese diagnóstico,
se han llevado a cabo políticas, especialmente severas para este grupo de
países, que, convirtiendo la austeridad presupuestaria en la columna vertebral
de la actuación de los gobiernos y de las instituciones comunitarias, ha
privado de recursos (y de legitimidad) a los poderes públicos para mitigar las
divergencias.
Las brechas heredadas de un proceso de integración
europea y de una unión monetaria atravesados de importantes asimetrías y una
gestión de la crisis que las ha acentuado requería, entre otras cosas, un
diseño presupuestario más ambicioso. Pero los responsables comunitarios han
permanecido instalados –o, mejor dicho, atrincherados-, en la lógica
austeritaria, que exigen a los estados del sur y se autoimponen (no así a los
grandes bancos y las grandes fortunas). La reciente aprobación del presupuesto
plurianual para el periodo 2021-2027, aunque supone un ligero aumento en la dotación
de recursos, que alcanzará el 1,11de la Renta Nacional Bruta de la UE, se
mantiene en la lógica del papel subordinado y periférico de la política
presupuestaria en el entramado institucional comunitario.
Al respecto de lo que estamos tratando, en el contexto de
la reforma de la arquitectura institucional de la zona euro, que será abordada
en la próxima reunión del Consejo Europeo del 28/29 de junio, se divisa con
nitidez una posición, liderada por Alemania, básicamente inercial y continuista
sobre el papel que debe desempeñar el presupuesto comunitario: limitar y, si es
posible, reducir las transferencias permanentes y mancomunadas, que, desde su
perspectiva, significan dar cobertura financiera a las ineficiencias y los
despilfarros, además de compartir riesgos. El presidente francés Enmanuel
Macron pretende liderar una propuesta, con un contenido más federal, donde el
presupuesto comunitario desempeñaría un papel mayor y más activo. Aunque
pudiera comportar un potencialaumento del presupuesto europeo –insuficiente, en nuestra opinión- su formato
no sería progresivo.En cualquier caso, todo parece indicar que no sería
admitido por el núcleo centroeuropeo y escandinavo de Estados Miembros.
En todo caso, con tonalidades e intensidades diferentes, ambos
planteamientos simbolizan, en lo fundamental, un punto y seguido en la dinámica
presupuestaria comunitaria. La ciudadanía europea y la construcción de Otra
Europa precisan de una visión muy distinta de la representada por las elites.
Esta visión nueva, tiene que reivindicar, frente al mercado, el papel de lo
público, revestido de legitimidad democrática, como elemento vertebrador de las
políticas redistributivas, que no sirva a los intereses privados, sino a los de
la mayoría social.
Con estos mimbres, en nuestra opinión, la dotación del
presupuesto comunitario debería tener como uno de sus objetivos prioritarios
contribuir a la corrección de las disparidades productivas que atraviesan la
construcción europea, en una lógica cooperativa y complementaria, de
convergencia real.
Asimismo, Bruselas debería estar en condiciones de movilizar
recursos en magnitud suficiente para enfrentar la situación de emergencia
ecológica fruto de un crecimiento económico depredador en recursos no
renovables, responsable de un proceso de cambio climático que ha desbordado ya
todas las líneas rojas; también debe favorecer las políticas de lucha contra la
desigualdad, que ha alcanzado cotas históricas en la UE.En fin, esos recursos
deben servir para activar mecanismos de recuperación de la actividad en las
fases de estancamiento o recesión. Quizá estableciendo algún mecanismo de
compensación automático y de reactivación, como podría ser exigir a los países
superavitarios un crecimiento de los salarios por encima de la productividad
más la inflación, y un mecanismo de transferencias e inversión –en áreas de
innovación tecnológica adaptada a un cambio productivo que generalice el uso de
las energías renovables, compatible con la reducción del consumo de materias
primas- en los países deficitarios, dentro de una gran apuesta por un plan de
inversión pública socioecológico y creador de empleo estable.
Esos objetivos no pueden quedar en manos de los mercados,
ni depender de la financiación privada, y mucho menos de la ingeniería
financiera que se atisba en la reforma de la arquitectura institucional
contemplada por las elites, cuyas piezas esenciales son la creación de un Fondo
Monetario Europeo y la consolidación de un Mercado único de capitales
Frente al protagonismo del capital privado y de la
industria financiera, defendemos un activo y decisivo papel del presupuesto
europeo. Proponemos un aumento sustancial del mismo, hasta situarlo en el 4%
del PIB, con el compromiso de elevarlo hasta el 8%. Un aumento sustancial en la
capacidad financiera de la Comisión Europea que permitirá, siguiendo los
objetivos que, de manera sucinta, acabamos de mencionar, abordar un ambicioso
plan de reconfiguración productiva y social de las economías, que debería tener
una especial incidencia en las más impactadas por la crisis y que han acumulado
un rezago estructural. Para beneficiarse de estos recursos, deberán cumplirse
estrictos criterios de sostenibilidad, género y equidad, y establecer
compromisos firmes hacia una mayor coordinación fiscal armonizada, progresiva y
al alza que complemente a la armonización de las bases imponibles ya prevista
entre todos los regímenes impositivos de los países.
Naturalmente, avanzar en este planteamiento obliga a una
reformulación de los instrumentos de financiación del actual presupuesto
comunitario; no solamente atendiendo al volumen de recursos necesarios, sino
también al reparto de los mismos. Se abren, desde esta perspectiva, dos vías de
financiación, complementarias entre sí. La primera se basa en la activación de
recursos propios con criterios de progresividad; los impuestos sobre las
transacciones financieras especulativas, sobre las grandes fortunas y sobre la
emisión de gases de efecto invernadero cumplirían este cometido. Por otro lado,
en lo que concierne a la aportación de los estados, los ingresos proporcionados
por la imposición sobre los beneficios y las rentas del capital, a partir de la
homogeneización de las bases imponibles y los tipos impositivos, estableciendo
un tipo mínimo efectivo a escala europea en los impuestos de sociedades y, con
el objeto de cortocircuitar la evasión y la elusión fiscal, retenciones
fiscales en origen al nivel de dicho tipo mínimo.
Las consideraciones anteriores apuntan a la necesidad de
otra política económica, que abra las puertas a otra economía que beneficie a
la ciudadanía, capaz de enfrentar los problemas de gran calado que enfrenta
Europa. Una política que tiene en su ADN la reivindicación de lo público, la
cooperación, la redistribución y la democracia.
La exigencia de un presupuesto con capacidad para
movilizar recursos suficientes, financiado con criterios progresistas y al
servicio de una política de cambio nos sitúa en el escenario de Otra Europa. Activar
un presupuesto comunitario inspirado en ese planteamiento colisiona con las elites
económicas y políticas; desafía la actual institucionalidad y las reformas que
se proponen desde Bruselas y los “think tank”, donde se visibilizan el
pensamiento conservador y los intereses de las grandes corporaciones.
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