Octubre 2008
Daniel Albarracín
Estamos en recesión técnica en el centro del sistema. Nadie quiere creérselo y todos los indicadores dan la voz de alarma, con un cuadro de mando al rojo vivo. Todos los agentes del poder persiguen esquivar sus responsabilidades, derivar los efectos de la crisis y blindarse ante una tormenta de imprevisibles proporciones que no se sabe cuando escampará.
El capitalismo desde los años 70 vive de inercias y promesas, de exportar el sufrimiento a los países periféricos, de reeditar cruelmente las políticas de regulación flexible e intensificar la precarización y explotación a escala global. Su crisis estructural arroja inestabilidad y desigualdad mundial. Ahora la crisis industrial recurrente muestra la contradictoria arquitectura del modelo de acumulación, cuya fragilidad estalla en el corazón del sistema.
El capitalismo desde los años 70 vive de inercias y promesas, de exportar el sufrimiento a los países periféricos, de reeditar cruelmente las políticas de regulación flexible e intensificar la precarización y explotación a escala global. Su crisis estructural arroja inestabilidad y desigualdad mundial. Ahora la crisis industrial recurrente muestra la contradictoria arquitectura del modelo de acumulación, cuya fragilidad estalla en el corazón del sistema.
La crisis coyuntural, arrastrada desde comienzos de los años 2000, explota ahora con toda su rudeza, postergada una y otra vez por la inflación de expectativas de algunos mercados que supusieron vanas esperanzas (las punto.com), o el recorrido agotado de ciertos “bienes refugio” –como ha representado el mercado inmobiliario-. Se agotan las pocas vetas que parecían sostener la confianza en un sistema que encuentra cada vez más difícilmente áreas de negocios apetecibles.
Entre tanto la tasa de rentabilidad, recuperada parcialmente en los años 90, y que podría augurar una nueva espiral de acumulación, se encuentra severamente hipotecada por un proceso general de financiarización, que detrae estructuralmente recursos del excedente empresarial –y, naturalmente, del valor del trabajo-, en beneficio de la oligarquía financiera y en detrimento de la inversión. El capital toma más en cuenta el valor de las acciones en los mercados financieros globales que los propios procesos de producción de bienes y servicios. Las empresas no persiguen su viabilidad o conseguir un beneficio al uso, sino que deben rendir para aportar “un valor para el accionista o el prestamista”. Esto inhibe nuevos ciclos de inversión y condiciona cualquier iniciativa a racionalizaciones de costes y condiciones de rentabilidad –dividendos-, o devolución de préstamos –intereses-, que coartan el propio crecimiento económico y, por consiguiente, el empleo y su calidad.
Esta crisis clásica coincide con otra de fondo en condiciones excepcionales. Compañías bancarias y de seguros, responsables de la financiarización –empleando sociedades de inversión instrumentales-, concedieron crédito para cautivar cualquier proceso que reportase rentabilidad, ahora están amenazadas. Al rescate, los Estados, que socializan pérdidas, reparten la crisis entre las víctimas, para salvar a los causantes (caso AIG).
Los gobiernos aluden a que se trata de una crisis internacional sobre la que poco pueden hacer. Precisamente porque decidieron confiarlo todo a los mecanismos del mercado capitalista, y a instancias supranacionales que, al tiempo que detrajeron competencias a los Estados-nación, no asumen más que políticas convencionales de regulación flexible, liberalización de mercados o políticas monetarias obsesivas con el control de la inflación.
Así las cosas, el gran capital involuciona y se enroca para blindarse y conservar sus posiciones ante lo que anhelan, y que las fuerzas antagónicas debemos combatir: una transición –dolorosa- a un nuevo ciclo sistémico de acumulación. Querrán hacer soportar sobre la espalda de los y las trabajadoras las consecuencias, exigirán moderación salarial y recortes de derechos sociolaborales, amenazarán los pequeños dispositivos de bienestar social aún en pie. Invertirán en bienes fundamentales que supongan una rentabilidad –cautivando las necesidades sociales-, monopolizando el mercado de las energías (para garantizar y dosificar una transición a un nuevo modelo energético favorable a sus intereses), otras materias primas y alimentos.
Por de pronto la arquitectura financiera y económica internacional salta por los aires. Los bancos centrales, aún bien coordinados, difícilmente podrán enfrentar la colosal burbuja financiera explotando tal cual supernova, en un contexto de crisis cíclica y estructural. En este contexto, volveremos a escuchar las cantinelas de la intervención keynesiana de derechas, porque ya nadie se cree que el liberalismo pueda brindar soluciones; se potenciarán políticas neoproteccionistas –esta vez, a escala de amplio bloque regional-, y se buscará chivos expiatorios en las minorías. Una era de colisión multipolar entre áreas y bloques económicos con alianzas geoestratégicas regionales abrirá sus puertas.
Y es, en este contexto, donde el movimiento obrero internacional y otros sujetos antagonistas deben construir una difícil y organizada alternativa. Para ello, ante unas condiciones objetivas que no dejan lugar a mayores márgenes, la formación de una subjetividad consciente, organizada y combativa es más necesaria que nunca.
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