Daniel Albarracín. Enero de 2013.
La política y el sistema monetario, como pieza clave del sistema financiero, hoy adopta un comportamiento complejo que requiere ser comprendido para dar cuenta correctamente del funcionamiento de la economía. Tal y como asevera la teoría marxista del dinero, el papel del dinero a largo plazo ha de tener una correspondencia con el sistema de creación de valor. Sin embargo, el mecanismo monetario moderno es ahora mucho más complejo, por un lado, ante la desaparición de la convertibilidad de las monedas en oro u otro sistema equivalente, la arquitectura político-institucional que hace circular monedas por continentes enteros, el papel protagonista de algunas monedas de reserva internacional, pero también debido a que el dinero efectivo en circulación se multiplica hoy adoptando formas nuevas, al menos con un peso mucho mayor que antaño, que van más allá de las monedas o los billetes.
Conviene
tener presente que el sistema monetario moderno, desde el fin de la
convertibilidad en el valioso metal dorado (que también tiene su valor de
extracción, adecuación y conservación –es decir, de producción-), es
fiduciario, y por tanto el papel de las expectativas desempeña un rol
específico, pues es la confianza en la moneda lo que sustenta su
reconocimiento. Eso no quiere decir, por supuesto, que el sistema monetario no
tenga correspondencia con la producción de valor y los “fundamentales”
económicos, sino que da pie a una disociación relativa que permite divergencias
temporales, tal y como ostensible ha sucedido desde los años 80, y,
especialmente, desde mediados de los 90.
Cabe
recordar que el sistema monetario moderno incluye la emisión de múltiples variedades
de bonos –siguiendo el fenómeno creciente de titularización-, con grados de
liquidez diferenciados. También son dinero en sí mismo las cuentas bancarias
creadas en un espacio virtual informático producto de la apertura de alguna
operación de empréstito, donde merced a un apunte contable el dinero aflora al
tiempo que una deuda. Las propias tarjetas de débito o crédito son, de la misma
manera, dinero. De tal modo que la creación del dinero se produce por
diferentes vías y se activan diferentes efectos multiplicadores sobre la
circulación del dinero.
De
la misma manera que el sistema dinerario es sumamente complejo, tampoco es
posible afirmar que su creación es producto únicamente de los bancos centrales.
Los bancos centrales emiten moneda, así como emiten deuda para financiar
estados y regular la fluidez de la circulación de dinero y el sistema de
crédito.
Sin
embargo, no crean dinero únicamente los bancos centrales, pues la banca privada
también lo hace por diferentes cauces. No nos estamos refiriendo únicamente al
efecto multiplicador en la conversión de depósitos en nuevos préstamos –que,
frente a lo que la teoría convencional afirma, no es lo que explica en sí la
creación de dinero bancario y menos aún hoy día-, o a la referida conversión de
préstamos obtenidos de los bancos centrales para proveer nuevo crédito, que
multiplica la masa monetaria efectiva en circulación. Nos estamos refiriendo a
que la banca privada crea dinero simplemente con una asignación contable, a
veces virtual e informático, como hemos sugerido anteriormente, cuando provee
crédito, porque en la práctica sin necesidad de estar respaldado por un
depósito y ni siquiera de un préstamo de otro banco (sea público, central o
privado) crea dinero así, incluso sin que se traduzca en billetes visibles (más
aún cuando esta operativa se ha facilitado con la laxitud de la regulación
bancaria y el descontrol permitido por los supervisores centrales nacionales
–Banco de España en nuestro caso-).
Esta
realidad ha sido posible por un proceso complejo de desregulación del sistema
financiero, la relajación de la política de regulación bancaria, así como un
contexto de políticas monetarias expansivas que deliberadamente trataban de
compensar la crisis de demanda con un estímulo monetario que, duramente un
tiempo, funcionó para reactiva la economía.
La
política monetaria expansiva no siempre adopta un sesgo progresista, porque no
sólo se caracteriza por una mayor emisión de liquidez o una caída de tipos de
interés, sino que cuando la provisión de crédito no se reconduce hacia las
mayorías y los actores productivos en general, sino que se destina a facilitar
crédito barato a la banca, y más aún se propicia que este haga negocio e
imponga condiciones en la circulación posterior de ese crédito, sin regular los
tipos y condiciones de concesión de los diferentes productos bancarios, o no se
obliga a que movilice esa liquidez hacia crédito y lo desvíe a cubrir vacíos de
insolvencia en sus balances contables, entonces nos encontramos con una
política monetaria expansiva social y productivamente regresiva. Este es el
caso que estamos padeciendo. Además, debe advertirse que una política monetaria
expansiva, en el contexto actual, esta condenada a la ineficacia debido a la
trampa de la liquidez reinante, porque cuando no es posible bajar más los tipos
de interés, y la rentabilidad se encuentra en niveles muy bajos, la mayor
expansión de la masa monetaria no se destina a nuevas inversiones, cuanto menos
en el espacio privado, sino a conservarla para devolver deudas o ahorrar por motivo
precaución.
La
afirmación marxista, correcta en sí misma, que vincula a largo plazo la
dinámica de creación de valor y su correspondencia con el sistema monetario,
sin embargo, no siempre es cierta en el medio plazo (un medio plazo que puede
durar décadas). Y en este terreno, la aportación de los especialistas
postkeynesianos en materia monetaria es sumamente importante, para cubrir este
vacío analítico. Los autores marxistas, cuando no han negado estas
divergencias, se han limitado a identificar la creación de un capital ficticio
y a vaticinar que, con el vaivén de los ciclos y las propias contradicciones
entre el sistema financiero y productivo, algún día esa hipertrofia financiera
ocasionada le aguardaría un estallido que profundizaría las crisis recurrentes.
Cuando eso sucediese, los bonos o títulos, en realidad todos ellos compromisos
de deuda, que esperaban obtener réditos en un futuro, dejan de obtenerlos. Y se
inaugura un ciclo de desapalancamiento que ahonda la crisis capitalista hasta
que se logra destruir todos esos títulos incapaces de valorizarse.
Las
dinámicas de disociación, válidas para el medio plazo, entre el sistema
financiero e industrial es precisamente lo que muchos autores postkeynesianos,
y diferentes escuelas han venido examinando –la teoría monetaria moderna,
especialmente-, con autores destacados (con aportaciones de diferente índole
más o menos coincidente, más o menos divergentes) como H. Minsky, o,
alternativamente Y. Varoufakis o S. Keen. Todos ellos han corregido a los neoliberales
y neokeynesianos que o interpretaban mal –los primeros atribuían a la deuda
pública los problemas- o negaban el papel de las deudas –en casos como el de
Paul Krugman-.
Las
respetables aportaciones postkeynesianas, aún advirtiendo procesos reales,
realizan un examen parcial del problema y llegan a afirmar que el problema
sistémico que vivimos es simplemente producto de una distorsión del mundo
financiero y su desregulación y, complementariamente, un problema de
distribución de la renta –cuyo asignación se dirime políticamente-.
En
lo que concierne al primer factor que ellos analizan, cabría decir que si bien
es cierto que la desregulación financiera añade un problema al sistema, no es
cierto que sea el único problema, y menos aún lo es que el sistema industrial
no los tenga. El sistema de inversión y producción está orientado por la
rentabilidad y el propio esquema de su formación –en el que concursa
competencia entre empresas y apropiación del excedente vía plusvalía- y está
abocado a crisis cíclicas. En este sentido, el periodo actual, en la presente
onda larga, se caracteriza por una flagrante sobreproducción. En segundo lugar,
no es suficiente con apostar con políticas de distribución de la renta que
mejoren la inversión y el consumo, porque en la formación de la tasa de
ganancia que orienta el sistema, también está presente la tendencia recurrente
al crecimiento de la composición orgánica del capital.
Así,
la dinámica de disociación entre el sistema de producción de valor y el sistema
financiero y monetario, encontró su venganza a partir de 2008. A partir de entonces
la creación de capital ficticio, en la que las deudas es su manifestación
material, obligaba a recordar los necesarios vínculos entre ambos sistemas. Aquel
dinero, aquellos bonos que ya no encontraban posibilidades de recuperar
retornos del mundo productivo se desvalorizan. Todo lo que se revalorizaron de
más debe pincharse lo que comporta un lastre añadido por la hipertrofia
financiera causada y por el proceso de desapalancamiento abierto. Este hecho lo
verifican tanto autores marxistas como postkeynesianos.
Sin
embargo, los planteamientos de ambas escuelas se distinguen en este punto. Los
postkeynesianos vienen a decir que el sistema industrial de producción funciona
mal simplemente por un mal esquema de funcionamiento financiero, un mero
problema de regulación. Los analistas marxistas más modernos no niegan algunas
afirmaciones de estos autores postkeynesianos, pero afirman que el problema es
mucho más complejo.
En
este episodio nuevo se alió la caída de la tasa de ganancia y la imposibilidad
de seguir desplazando hacia delante la crisis de sobreproducción vía crédito,
conjuntamente a la hipertrofia financiera. Los postkeynesianos abordan
insuficientemente el primer problema, y parece que lo atribuyen casi todo al
desgobierno financiero. Además, estos autores hacen un ejercicio de
voluntarismo al tratar de reclamar políticas de redistribución como si
surgiesen de una operación de recomendación técnica (aunque aquí hay que ser justos
con la tradición kaleckiana que introduce en este esquema el conflicto de
clases), al tiempo que hay que recordar los efectos del “denominador de la tasa
de ganancia” (la composición orgánica del capital) cuando la cuestión es
fundamentalmente política y de confrontación en un conflicto social de grandes
dimensiones que no abarca únicamente el capítulo distributivo, sino que
concierne al esquema global de las relaciones de producción.
En
suma, si aceptamos una interpretación completa de la cuestión, y admitimos el
diagnóstico marxista, sin ignorar las importantes aportaciones postkeynesianas,
estaríamos, cuando dirimimos el alcance de la crisis de las deudas, a las
puertas de la destrucción masiva de un capital ficticio que no tiene respaldo
en “los fundamentales económicos”, en la dinámica de la creación de valor
(asimisma muy tocada), lo que conduce a un escenario de desapalancamiento que
aboca a una decrecimiento de la producción de valor a largo plazo, y a un
conflicto de nueva índole.
La
crisis se va a enquistar en un curso que alternará recesión, estancamiento y
depresión, pero no por ello es imposible que las grandes corporaciones y las
grandes fortunas sigan saliendo ganadores, pero para hacerlo se prevén una gran
colisión entre clases y capas sociales.
En
este contexto, la gran burguesía, con mayor influencia política, se encuentra
en un escenario sumamente conflictivo, asumiendo que es una clase social
compuesta de diferentes capas jerarquizadas. El curso de sus últimas decisiones
parece adoptar una forma muy particular. Esta dispuesta no sólo a endurecer las
condiciones del mundo del trabajo para sostener la apropiación del nuevo valor
creado, recrear nuevos mercados con la privatización de los bienes comunes, o a
depredar el medioambiente. También lo está a sacrificar a las clases medias
funcionales o el pequeño empresariado local, en general muy subalternos, que
legitimaban su régimen de gobierno, intentado reestablecer una alianza
–jerarquizada- entre la burguesía globalizada, en un marco en disputa por la
competencia internacional entre bloques continentales. Sin duda, esto augura un
horizonte dramático e incierto, así como la posible adopción de medidas
autoritarias para hacerlo posible.
Una
vez más, la lucha de clases tiene la palabra.
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