Daniel Albarracín 17-12-10
El sistema de Seguridad Social constituye la institución económica más robusta en el Estado español, desde el punto de vista de su solvencia. Se trata de un modelo de solidaridad entre los y las asalariadas sin parangón, un modelo basado en un sistema de reparto intergeneracional e interterritorial. No se trata de un modelo perfecto ni el mejor posible, desde el punto de vista de la equidad, desde luego. Pero no podemos conceder ninguna credibilidad al demagógico ataque neoliberal sobre su insostenibilidad financiera y, mucho menos, sobre su posible quiebra.
Los analistas con una aproximación crítica, antes de nada, debemos combatir las falsas ideas vertidas sobre su futuro, porque sin haber antes esclarecido lo que hay y lo que puede haber en la realidad presente y futura, difícilmente podremos apostar por su potencialidad de mejora. Es por este motivo, que nos debemos a una tarea pacientemente pedagógica para contrarrestar las medias verdades, o las falsedades absolutas, que han ido señalando numerosos “expertos convencionales”, como son los llamados “100 economistas”. Los informes de FEDEA cuentan con el pago de las grandes corporaciones financieras, ávidas de ampliar su negocio para los seguros privados –estos sí, en bancarrota en estos años de crisis-. Estos ideologemas son repetidos hasta la saciedad por los medios de comunicación al uso, sea por mimetismo ignorante o complicidad con sus paganos, extendiendo los estereotipos más recalcitrantes.
Se dice que en España hay un alto gasto social, en particular en las pensiones, y que el modelo es generoso e insoportable, que genera déficit público a espuertas. En primer lugar cabe decir, que la Seguridad Social goza de un saludable superávit. Que sus cuentas son autónomas respecto del presupuesto público. Que incluso históricamente las cuentas del Estado frecuentemente han sido socorridas por la Seguridad Social (buena parte del INI fue financiado por la Seg.Soc.). El nivel de gasto público en pensiones en España, en 2010 alcanzó el 10,6% del PIB, porque cayó el PIB sensiblemente en estos años crisis. Aún así está muy por debajo de la media europea. Con datos de 2009 si dimensionamos el gasto público total en prestaciones sociales (situada en el 14,6%, según Eurostat) estamos 3,1% del PIB por debajo de la media del área Euro. No hay desequilibrio financiero alguno al presente y por supuesto que el gasto no es problema.
Entonces, los analistas neoliberales nos lanzan el futuro sobre nuestras cabezas. Y, como los profetas más agoreros, nos dibujan, para condicionar nuestras actitudes presentes, los escenarios más horrendos. Naturalmente, cuando nos cuentan esa película de miedo recurren sólo a medias verdades. Para ello nos hablan del “terrible problema” del envejecimiento y la inversión de la pirámide demográfica.
Aunque los factores son muy diversos, conviene situar el asunto demográfico. Se ha sobredimensionado la influencia de la llamada II Transición Demográfica. El proceso de inversión relativa de las pirámides de población (a causa de la mayor esperanza de vida y del control de la natalidad) supondrá un fenómeno temporal, en modo alguno eterno.
Se puede realizar un ejercicio de proyección demográfica, considerando circunstancias futuras exentas de cambios. Ese escenario es pura hipótesis, ante las perspectivas de crisis y conflicto duradero que se avecina, y sin contar con la influencia de la inmigración, que también aliviaría el desequilibrio. Pero puede convenir un análisis de este tipo para derrumbar algunas afirmaciones sin sentido. El supuesto impacto comenzará a partir del 2025, y su duración abarcará 15 años, a lo sumo dos décadas, cuando las amplias generaciones nacidas entre 1960-75 vayan alcanzando a la edad de jubilación. Tras las cuales se reestablecerá el equilibrio de cohortes, una vez que la generación de aquel baby boom desaparezca por razones vegetativas, esperando que no sean otras. En efecto, puede estimarse, bajo este supuesto, que para 2050 el gasto público en pensiones podría alcanzar más del 13% del PIB, según calcula el profesor Fernando Esteve Mora. Ni que decir tiene que esto supondría un nivel de gasto superior al actual. Pero tengamos en cuenta que Italia al día de hoy, sin problemas financieros al respecto, ya supera el 14%. Para dirimir si esto es mucho o poco depende de si una sociedad alcanza una producción suficiente para satisfacerlo (y si evoluciona positivamente la productividad no habrá problemas), y si los ingresos del sistema de seguridad social pueden afrontarlo.
Como han advertido Viçens Navarro y Juan Torres, el ratio a escrutar no debería ser el de adultos/ancianos, sino el de cotizantes/pensionistas (que puede pasar de 2,4 a 1,15 en 2050). En dicho periodo, esta relación y el supuesto incremento del gasto en pensiones se podría enfrentar de muchas maneras:
- Que se produzca un incremento de productividad en la economía y que se decida emplear los recursos generados para esta necesidad social. Viçens Navarro viene demostrando que si ahora producimos 100, con un incremento del 1,5% de productividad anual –la evolución media de los últimos 40 años-, en 2050 produciríamos 225. Si hoy quitamos el 10% de 100 para pensiones aún quedarían 90 para hacer otras cosas. En 2050 si quitamos el 13% de las 225 unidades productivas del futuro, aún quedarían 195 para financiar otras actividades.
- Para aprovechar esa situación de lo que se trata es de apostar por que el secular crecimiento de la productividad se trasvase, en vez de a las rentas del excedente, a las rentas salariales. Este trasvase se puede abordar por diferentes vías como pueden ser mayores salarios, mayores y mejores impuestos que financien más y mejores empleos, derechos sociales o el aumento de servicios públicos, y en este caso materializado en el salario indirecto que representa la pensión. Una sociedad rica en estas condiciones tiene un debate de prioridades políticas, no enfrenta un problema de reparto de la miseria. Dicho así, el problema del futuro de las pensiones no radica en su viabilidad financiera sino en la continuidad de las políticas neoliberales y los gobiernos que las ejecutan.
- Si de lo que se trata es de robustecer los ingresos se puede incrementar las cuotas a la Seguridad Social, eliminar los topes de cotización a las rentas altas, o, en caso de desfase financiero transitorio, con un nuevo régimen fiscal –con impuestos directos progresivos- complementar el sistema de seguridad social con parte del presupuesto público. Ante el recorte de las prestaciones, los y las trabajadoras debemos ser intransigentes, porque entrañaría afirmar que es más importante engrosar la acumulación capitalista y no una necesidad central como es cubrir dignamente la vejez y otras circunstancias de vulnerabilidad. No olvidemos que en los últimos años el régimen tributario ha desfiscalizado al capital y a las rentas altas, se ha vuelto más regresivo. Además, en el estado español hay una brecha de 5 puntos porcentuales por debajo de la presión fiscal en Europa (datos OCDE para 2007), y que el gasto en prestaciones sociales para 2009, según Eurostat, está 3,1% por debajo de la eurozona-15.
Para afrontar sólidamente la discusión es necesario identificar todo el cuadro de factores que influyen en dicho futuro. Si nos fijamos sobre todo en lo que concierne a las pensiones contributivas, son los siguientes:
Con este cuadro, puede comprobarse, que el lado peor estudiado es el que corresponde al de los ingresos, la productividad y la distribución de la renta, que, precisamente, es donde radica la clave de bóveda. Lo decisivo para abordar esta y otras políticas sociales es la política económica puesta en marcha y a qué intereses responde.
Los analistas convencionales y el mismo Pacto de Toledo se han obsesionado por el lado del gasto, y han optado por la vía del recorte. Se han mostrado ambiguos ante el retraso de la edad de jubilación a los 67 años, aunque el gobierno se ha comprometido con la UE –y las oligarquías financieras- a procurar implantarla, lo que supondría dos años menos de pensión, dos años más de cotizaciones y 500.000 puestos de trabajo potenciales menos disponibles para las nuevas generaciones. Sin embargo, el Pacto de Toledo acepta de mejor grado por éstos la ampliación del periodo de carencia de 15 a 20 años, lo que supondría una disminución de la pensión, entre el 3 y el 20%. También se baraja aumentar los años de 35 a 38, o quizá 40 años de cotización para alcanzar el 100% de la pensión. Esa medida comportaría o disminuir la pensión media, o, en combinación con las anteriores y la posible profundización de facilitar la prolongación de la vida laboral (“la jubilación flexible”), un aumento de la edad efectiva de jubilación (actualmente en 63 años) y un deterioro importante de este derecho, aún cuando no se modificase la edad legal de jubilación.
Algunos agentes sociales se plantean como opción reforzar la contributividad (dar más a quien más aporta). Pero el vector al que responde este principio –si bien se modera por límites establecidos de pensión mínima y máxima, y porque el modelo es de reparto entre generaciones-, si se desarrollase al máximo sin esos topes, tendería a converger relativamente con modelos de capitalización individual. El modelo de contributividad es opuesto a aquella máxima de “de cada cual según su capacidad, para cada cual según su necesidad”, y contribuye a la desigualdad de ingresos por pensión. No se trata de no reconocer el mérito de quien trabaja más, sino de admitir que quien ingresa más a lo largo de su vida también lo ha conseguido por razones ajenas: extracción social, círculos y entornos sociales en los que ha vivido, origen nacional, etc… Dicho de otro modo, el criterio de contributividad no es precisamente el que debiera primarse desde la izquierda.
Se ha prestado menos atención a las vidas laborales del futuro como otro factor fundamental para realizar posibles proyecciones del nivel de pensión que se obtendrá. Ni que decir tiene que el empleo para toda la vida ya no es el contexto en el que se desenvuelve el trabajo asalariado contemporáneo. La media de duración de un empleo indefinido es de 11 años, y la del empleo eventual es, como bien saben las generaciones jóvenes, extraordinariamente rotatorio y efímero. El retraso en la incorporación al mundo del trabajo por la prolongación de los estudios (una nueva exigencia para la empleabilidad de la relación salarial), la precariedad, la intermitencia en la vida laboral, y la expulsión temprana cuando llega la edad adulta, comporta vidas laborales muchísimo más cortas –en términos de años cotizados- que antaño. Eso si no se habla de la extensión del empleo irregular, la proporción del salario en B, el trabajo en prácticas, o las becas. O, lo que no es menos importante, en un contexto patriarcal en el que la mayoría de varones no son corresponsables con las tareas reproductivas, que la mujer suele retirarse total o parcialmente, durante el tiempo de crianza. Esto suele conllevar la obtención de ingresos que simplemente son complemento en la familia, lo que también deteriora sus expectativas de pensión personal. O que los inmigrantes se han incorporado ya a cierta edad, han trabajado irregularmente sin cotizar, con salarios muy bajos, algunos vuelven a sus países antes de completar sus derechos, y que muchos no alcanzarán el periodo mínimo de carencia para obtener una pensión contributiva o, si lo hacen, digna. Está bien claro que las reformas que se avecinan comportarán una gran agresión global a los y las trabajadoras pero más si cabe sobre estos colectivos.
De lo que pocos se han percatado es que dejando el sistema de seguridad social a su inercia, sin modificación alguna, se desplomará la pensión media, actualmente en 889,35 euros mensuales, y que el próximo año se congelarán. Las expectativas de pensión media de la juventud (que portará a lo largo de su biografía laboral este nuevo modelo precario de empleo), de las mujeres, y de los inmigrantes, y, en suma, de todos los y las asalariadas en términos generales en un futuro próximo, serán mucho menores. De modo que, aunque haya más pensionistas obtendrán menos pensiones.
Por tanto, debemos clarificar qué tipo de medidas son necesarias, precisamente en una orientación contraria a las anunciadas. Y estas deberían ser:
v Desarrollar prioritariamente una política económica al servicio de las necesidades, con cada vez más control de los trabajadores, que cuente con un régimen fiscal progresivo, que combata el fraude y los movimientos de capitales, una regulación del sistema financiero y la recuperación de la banca pública funcionando con un sentido dinamizador, inversor y sostenible.
v Anticipar la edad legal de jubilación y en su caso desarrollar políticas de transición activa a la jubilación (combinar gradualmente la reducción de jornada en los últimos años laborales, con la pensión y con la asunción de nuevas tareas –formación a nuevas generaciones de profesionales, tutorización de relevistas, etc…-) que refuercen el reparto del empleo y la transferencia de experiencia y conocimientos.
v Reforzar el sistema de ingresos de la Seguridad Social.
v Considerar que el presupuesto público debe complementar el sistema de Seguridad Social en caso de transitorios déficits, que, de darse, se darían dentro de 15 años.
v Avanzar en un sistema integrado de protección social convergiendo en el desarrollo de un ingreso universal garantizado de ciudadanía, divorciado de la relación salarial, y vinculado a que el empleo sea intermediado por un servicio público de empleo hegemónico, gobernado y orientado socialmente. Un modelo de ingreso universal y socialización del trabajo necesario en virtud del cual las personas obtendrían un derecho a un ingreso digno, a cambio de un compromiso de formación permanente, la aportación de trabajo, dedicación y conocimientos (bajo la fórmula del empleo, o el servicio a la comunidad) a lo largo de toda la vida, y en el que el último tramo de vida las personas puedan disfrutar de una edad madura plena de vitalidad, sin tener que trabajar por obligación.
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