Daniel Albarracín
Mayo de 2010
El despliegue capitalista impone, se sustenta y se apropia de la riqueza del planeta y del valor del trabajo en un contexto social, histórico y político concretos. Desde su instauración como forma institucional dominante hace ya más de dos siglos, ha extendido las instituciones del Estado burgués y la lógica de la mercancía, siendo el ciclo de acumulación del capital, en el que la rentabilidad es el objetivo central, la dinámica económica prevalente que empuja a una producción incesante.
La acumulación capitalista se concibe como modo de transformación social y técnica de la naturaleza para la obtención de producción rentable. Las condiciones de sostenibilidad de la existencia social sólo se satisfacen en tanto que reproduzcan la fuerza de trabajo como mercancía. No tienen como objetivo mejorar las condiciones de vida por sí mismas. Es insensible, o hace funcional para el dominio social, la miseria y el olvido de amplias capas sociales no empleables por el capital, la pobreza de amplios segmentos de población, la sobrecarga de las tareas de mantenimiento y reproducción social sobre las familias y las mujeres, y se funda en la falta de libertad del salariado para gobernar su existencia al empujarle a vender su fuerza de trabajo. Al tiempo, el mecanismo de producción y distribución capitalista se orienta a colmar el deseo opulento y ocioso de las clases dominantes y solventes o a excitar las ansias de consumo al promover una integración social por el camino sin fin hacia el promocionismo y la búsqueda de apariencia, en una dilapidación de recursos extraordinaria que no atiende necesidades sociales que no comporten ingresos económicos. En este contexto, se extraen recursos naturales, más allá de los márgenes de renovación de los ecosistemas, apropiándose y alterando la vida en el medio planetario, y generando residuos y una huella ecológica de impacto irreversible y peligroso para las condiciones de habitabilidad y la viabilidad de las especies vivas. Desde el origen del capitalismo éste ha sido su carácter. En el siglo XIX causando miseria, la inmigración campo-ciudad, y las condiciones deplorables de vida, mediante un sistema que arrojaba a la libertad de morirse de hambre o trabajar penosamente. Si bien avanzado el siglo XX las repercusiones más graves han sido más claras a nivel mundial, al mismo tiempo que ideológicamente los mass media del sistema han tratado de velar o distraer de esta realidad. Ahora en el siglo XXI ha quebrado líneas rojas clave para la vida, alterando el clima –principalmente por la emisión de gases invernadero en apenas dos siglos, por material orgánico acumulado en el subsuelo durante miles de millones de años-; agotando la energía y materias primas basada en los yacimientos fósiles (carbón, petróleo, etc…), enfrentándose a una obligada transición energética en la que pretende rentabilizar la carestía de las viejas energías, monopolizar las energías renovables, y desarrollar las centrales térmicas de ciclo combinado, los agrocombustibles y las centrales nucleares como huida hacia delante; causando una extinción acelerada de especies comparable a épocas geológicas de grandes desastres; contaminando ecosistemas y atmósfera, y ocasionando la desertización del suelo hasta ahora fértil y de los océanos; agotando el agua potable disponible; y generando crisis alimentarias crecientes.
El capitalismo es, ante todo, un modo político y social de “producción”, cobrando forma en su dimensión económica, instaurando un conjunto de instituciones y privilegios para una minoría: la propiedad privada de medios de producción, la herencia, el Estado-Nación burgués, garante del funcionamiento capitalista de los mercados; la sociedad anónima por acciones; y los mercados financieros organizados y las regulaciones que flexibilizan la movilidad de los capitales. Como modo de producción social, extiende la relación salarial como vínculo social de desigualdad básico, por el cual es posible dominar al conjunto de la población sin medios de trabajo propios. Cada vez más parte de la población se ve obligada a destinar más parte de miembros de las familias y dedicar más tiempo para ofrecer las condiciones de disponibilidad exigidas para el trabajo asalariado, para alcanzar los niveles de empleabilidad requeridos –la cualificación y disposición específica de cada mercado laboral-, y adaptabilidad –para asumir las responsabilidades y los cambios planteados en la producción tanto en su contenido, carga de trabajo y extensión del tiempo de trabajo-. Con la definición de las regulaciones laborales y el dominio de la organización del trabajo por parte de la burguesía y sus representantes, se culmina el control de las condiciones de explotación de la fuerza de trabajo. Asimismo, la dominación se culmina con la concentración de los medios de comunicación e influencia social e ideológica en manos de aquellos afines al poder.
Una vez construido el marco de relaciones de poder sociopolítico –relaciones sociales, jurídicas e institucionales-, la burguesía emprende el ciclo de acumulación del capital, en el que interactúa la competencia entre agentes capitalistas. El ciclo del capital, que no contempla los límites que no conciernan a los costes medidos en término de precio, está sujeta a los factores históricos, políticos, sociales, económicos y técnicos que determinan su curso, pero a partir de ahí sigue una inercia con lógica propia. En suma, esta dinámica de acumulación desenvuelve la lógica de la producción –adquisición de la riqueza de los ciclos ecosistémicos y de la materia natural- y de la apropiación del valor en el sistema capitalista.
Los ciclos de acumulación del capital están orientados fundamentalmente por la tasa de rentabilidad. En la historia del capitalismo se han descrito diferentes etapas para el desarrollo de los ciclos de acumulación, configuradas en el contexto sociopolítico de las luchas de clases y situaciones de tensión internacional –guerras, alianzas diplomáticas, movimientos de liberación, etc.-; de la primacía de ciertas potencias hegemónicas; de determinada división del trabajo internacional; de la orientación concreta de las políticas económicas de los Estados; de la conformación, ordenamiento y amplitud de los mercados y de las formas competitivas de distinta naturaleza y de diferente escala; sobre los diseños tecnológicos, de organización del trabajo, de estructuras empresariales, de bases energéticas y de materias primas accesibles y propios de un proceso de producción de mercancías en la época, de formas de consumo, etc....
Estos ciclos se han insertado en el contexto de ondas de larga duración, observándose al menos tres completas, y encontrándonos en el final cuarta en una situación repleta de incertidumbres. En la amplitud de aquellas ondas largas de acumulación también se observan ciclos industriales periódicos, con duraciones más cortas, en la que han influido los ciclos financieros y de mercado, los desequilibrios en sectores de industria pesada y ligera, la rotación del capital, etc… con una mecánica inherente al capitalismo, y con una duración de unos 3-9 años, según el tipo de ciclo y la posición del país.
Las ondas largas, no obstante, no operan de manera mecánica, pues su inauguración y forma de desarrollo están jalonadas por luchas de clases a diferentes niveles –políticas, ideológicas, organizativas, sociales, laborales, etc…-. En otras palabras, la configuración de un marco político, social, técnico e internacional tenso, construido por los sujetos sociales de cada época y país. Su dinámica también responde a una tensión de factores codeterminados por todo lo anterior y de naturaleza social, técnica y económica, y que van a verse reunidos en la relación entre la tasa de plusvalor y la composición orgánica del capital [la tasa de rentabilidad= t.p./(c.o.c.+1)].
Las ondas largas completadas, las tres primeras, han coincidido en una duración en torno a 50 años. Se han iniciado con un periodo de prosperidad de unos 25 años para luego entrar, abocados de manera endógena, en un periodo de declive de un tiempo similar. Sin embargo, el paso de una fase depresiva a otra de prosperidad requirió de cambios sociales y políticos de gran magnitud, de circunstancias extraeconómicas, para restablecer la tasa de rentabilidad que sostuviese de manera vigorosa y en espiral la acumulación.
La primera onda larga transcurrió en la primera mitad del siglo XIX, en la que Inglaterra sustituyó a Francia como potencia hegemónica. Las nuevas instituciones burguesas y relaciones capitalistas deglutían los espacios perdidos por el Antiguo Régimen feudal y devastaban formas pretéritas de producción, y la tecnología dominante se basaba en la manufactura y en el carbón. Desencadenando la primera Revolución Industrial , se encontró en el declinar de la onda con la derrota de la vieja nobleza y el campesinado y el incipiente proletariado empobrecido y a pesar de los ciclos de movilización internacional –explosivos, dispersos y fuertemente reprimidos- como el que se produjo en torno a 1848 con la Primavera de los Pueblos. Los amplios mercados por descubrir facilitaron nuevas condiciones de desarrollo rentables.
La segunda onda larga, en la segunda mitad del siglo XIX, encontró, una vez abiertos nuevos mercados y la extensión del imperialismo, en la máquina de vapor, la siderurgia y la electricidad y todas las condiciones de la II Rev. Industrial , un nuevo motor de expansión. Las organizaciones sociopolíticas antagonistas, principalmente el movimiento obrero capitaneado por la I Internacional , no pudieron impedirlo –a pesar de las experiencias, entre otras, de la Comuna de París en 1871-, dado que éste abrazó finalmente las banderas nacionales y se orientó hacia reclamaciones moderadas. También se dividió, viéndose las fracciones radicales duramente reprimidas-. En su fase depresiva la apertura y construcción de más mercados mundiales brindó nuevas condiciones de ascenso.
La tercera, en la primera mitad del XX, apoyada en el empleo masivo del petróleo, el plástico, el taylorismo y las grandes compañías corporativas, empujó su fase de auge. Pero con ello acrecentó la saturación de los mercados nacionales e intensificó la lucha imperialista por los territorios a nivel mundial, vio sacudidas sus estructuras con la crisis del 29, y enfrentó a la humanidad a dos grandes y mortíferas conflagraciones mundiales, abriendo las costuras del futuro. En aquel periodo se abrieron opciones para regímenes alternativos, y el movimiento obrero conquistó Estados, libró guerras civiles, y realizó revoluciones, posteriormente acosadas, degeneradas y burocratizadas, y la mayoría fracasadas y agotadas tras varias décadas de pervivencia. También, producto de aquellas luchas y politización organizada del movimiento obrero, en los nuevos regímenes y en los propios Estados capitalistas, fue posible introducir significativas políticas sociales, derechos y salarios indirectos complementarios entre la clase trabajadora de occidente.
La cuarta onda larga, o capitalismo tardío, se inauguró sólo tras un enorme sacrificio social y político. Para elevar la tasa de rentabilidad e iniciar un nuevo periodo de acumulación tuvo que atravesar un largo periodo de fascismos, políticas restrictivas y proteccionistas, y una II Guerra Mundial genocida, que supuso un ascenso formidable de la tasa de explotación y una destrucción de aparato industrial importantísimo, abriendo la oportunidad capitalista a la reconstrucción y la aplicación de tecnologías, como la microelectrónica, la robótica o –después- la telemática, o materias primas como las fibras sintéticas, o nuevas sistemas de extracción energética, como la nuclear, la llamada III Revolución científico-tecnológica, en un nuevo contexto rentable, donde el mercado ya abarcaba más de medio planeta, que en otras condiciones se habrían demorado en generalizar.
Tras 1973 esta onda larga entró en su periodo de ralentización, viendo como se generalizaron las políticas neoliberales, que sustituirían a las políticas keynesianas del bienestar de posguerra –posibles por la existencia de un bloque de países no capitalistas, y por la integración e influencia del movimiento obrero en occidente-. Dichas políticas neoliberales, aún hoy hegemónicas, han incidido en la mitificación del mercado y promovido su funcionamiento sin corsé a escala de bloque internacional -en un grado de desarrollo en el que el análisis de Marx cobra un sentido aún más refinado que en la época en la que él planteó su reflexión-, el papel de regulación flexible del Estado, el retroceso de los servicios públicos y las políticas sociales, el ajuste salarial, la precarización de las condiciones laborales, el desarrollo de las empresas-red transnacionales, la orientación neotaylorista flexible –la llamada producción ligera- en la organización del trabajo. Asimismo, supone el periodo de arrinconamiento de la influencia, y la desmovilización programada, de las organizaciones sindicales en tanto que agente de consecución de conquistas y derechos, al mismo tiempo que se les aporta recursos, con el chantaje consiguiente, siempre y cuando organicen la paz social y dosifiquen las racionalizaciones de costes del mundo empresarial y del empleo. También supone el periodo de formación de movimientos contra el capitalismo global, de algunos gobiernos de resistencia antiimperialista y de incipientes organizaciones internacionalistas con vocación de ruptura.
Tras la crisis de rentabilidad de los 70 y la reestructuración industrial de los 80, a mediados de los 90 la tasa de beneficio asciende significativamente. Si bien la productividad y la tasa de acumulación no siguen la misma intensidad, a pesar de las grandes agresiones neoliberales a la clase trabajadora y sus derechos. La concurrencia capitalista se transnacionaliza, se conforman grandes mercados regionales y los organismos comerciales y financieros internacionales adoptan un papel creciente para imponer las políticas de ajuste social y liberalización económica. Se relocalizan las fases extractivas e industriales a países semiperiféricos emergentes, donde se destinarán crecientemente las inversiones –adquiriendo la riqueza y el valor del trabajo de otros países en desarrollo, a bajo coste, sin crear nada nuevo-, mientras el tejido productivo se reestructura y se racionalizan costes en los países centrales. Coadyuva a todo esto el papel ascendente de las finanzas, que concentran el vector de poder y toma de decisiones clave. Las sociedades de inversión procedentes del sector financiero y de los seguros y los paraísos fiscales orientan y aprovechan la desregulación y acelerada movilidad de los capitales para derivar las inversiones a sectores estratégicos –farmacéuticas, energía, ingeniería genética y alimentaria, etc…- y gran rentabilidad potencial –a costa de las necesidades sociales-, y hacia países como China o India, donde la acumulación es vigorosa y donde se sitúan estratégica y provechosamente las grandes corporaciones transnacionales, mientras las oligarquías de sus gobiernos y el capital nacional agudizan las políticas de desigualdad, austeridad en el consumo y la explotación social.
En la actualidad, la gestión neoliberal, que pone a conjugar Estado y Mercado para la reordenación y liberalización capitalista de las finanzas, la producción y la distribución en mercados finalistas, afronta las crisis del sistema económico capitalista, que exige inexcusablemente agredir las condiciones de existencia de los y las trabajadoras y las condiciones de habitabilidad planetarias, aunque algunos gobiernos socialiberales se vistan de intentar una aplicación más compasiva.
La tasa de explotación se ha recuperado, pero no lo suficiente para compensar la evolución de la composición orgánica del capital. Los mercados y sectores que habían tirado de la economía se han saturado por sobreproducción –punto.com, construcción, turismo, etc…-. La financiarización de la economía impide que los excedentes vuelvan fluidamente a la inversión expansiva creadora de empleo, y se derivan al consumo rentista improductivo o se extravierten a países con bajos costes para el capital pero con situaciones insoportables de desigualdad y malas condiciones de vida y sostenibilidad. Las políticas monetarias expansivas han superado cualquier límite, y su eficacia se pierde en la trampa de la liquidez, en el sobreendeudamiento de Estados, empresas y familias hasta estrangular la solvencia y la liquidez de los agentes económicos, paralizando la confianza y el crédito, y generando una destrucción masiva de empresas y empleos.
Los gobiernos, entre cómplices y acobardados ante el capital internacional, han renunciado a reformas fiscales progresivas, a regular los movimientos de capitales y a realizar inversiones sostenibles orientadas a la utilidad y el cuidado social, y a la transición sostenible del sistema energético –basada en energías renovables, la ecoeficiencia, la eliminación de producción de residuos y la austeridad en el uso, transporte y consumo de materiales-, o la adaptación sostenible del sistema producción y la regeneración del medioambiente.
En cambio, los Estados han rescatado al sector financiero por sus riesgos de insolvencia. Han inundado los mercados de deuda pública, devaluándola, hasta el punto de romper la estabilidad de los sistemas monetarios internacionales. El dólar, el euro y el yen son monedas inestables, poco confiables y en cuestión. Y, lo que es más preocupante, se ha arruinado el futuro de los sectores públicos de países en el Este de Europa, pero también de Grecia, Portugal, Italia, Irlanda o España. Los países centrales –Alemania o Francia en Europa, por ejemplo-, principales beneficiarios de los déficits de las balanzas de pagos de aquellos países y principales acreedores y propietarios de los títulos de deuda, y el FMI plantean proporcionar fondos a cambio de drásticas políticas de ajuste. Con ello se inaugura una etapa de enorme austeridad, de retroceso de lo público en tanto que proveedor de protección social, de recortes salariales y de inhibición de la inversión pública. El caso de Grecia es sólo el comienzo. En España, mientras se vaticina un segundo gran impacto de la crisis, el gobierno ya ha emprendido un programa de austeridad que va a suponer grandes agresiones.
La fase contemporánea del capitalismo está abocada a una degradación inequívoca de ciertas dimensiones básicas para las condiciones de existencia social y para la vida en general. El conjunto de contradicciones y crisis sistémicas ahora exponen sus consecuencias y conflictos más duros. El reordenamiento del capitalismo mundial, la crisis de acumulación sin crisis de rentabilidad, la extensión de la precariedad, el paro y la explotación y, ante la elevación del paro de la pobreza y la miseria, el empobrecimiento de los países del Sur, el desastre ecológico y el sufrimiento de millones de personas por la carestía de agua y alimentos, de un modo de vida digno, de libertades, derechos y democracia básicos, y la previsión de la incompatibilidad de la prosperidad capitalista con un modo de existencia digno y de la sostenibilidad ecológica del planeta, nos enfrentan a una época de grandes conflictos.
Pero, la historia no está escrita y las inercias sólo son pronósticos en caso de la inacción de los sujetos, movimientos y organizaciones antagonistas. El fortalecimiento de las resistencias, y la organización de las alternativas políticas son decisivas para librar una batalla que será enconadísima y sin cuartel.
De cualquier modo, la burguesía, aún cuando lograse una victoria y fuese capaz de inaugurar una nueva onda larga de acumulación capitalista expansiva, imposible sin grandes conflictos pero que las condiciones de su posibilidad no se pueden descartar, estaría abocando a la humanidad y el planeta a una degradación ecológica que amenaza la vida en sí y a la propia especie. De persistir las bases socioinstitucionales y productivistas del capitalismo, basado en la ganancia, las consecuencias del cambio climático, la crisis alimentaria, y la transición a unas nuevas bases de modelo tecnológico y energético para la producción, supondrán desafíos que pondrán en riesgo a la propia humanidad, siendo sus primeras víctimas las clases y pueblos de extracción social y ubicación territorial más vulnerables.
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