Daniel
Albarracín
Marzo
de 2013
En
estas reflexiones queremos dar cuenta de una serie de cuestiones, a modo de
notas e incursión sin propósito de agotar el debate, que se originan en la
discusión clásica entre sujeto y estructura que abordaron en su día diferentes
filósofos de la ciencia e historiadores, y sobre el estatuto en la producción
de conocimiento (y decisiones) del saber cotidiano, de las ciencias sociales y
de la deliberación política.
1. Sobre el estatuto de los saberes y
de las deliberaciones.
En
términos generales, el modelo de ciencia comúnmente extendido, como por ejemplo
señalaría el marxista analítico Cohen, preconcibe como “ciencia normal” la positivista, un paradigma ingenuo relacionado
con lo que convencionalmente se asocia con el “científico de laboratorio”. Es
habitual también minusvalorar otros paradigmas o estrategias de investigación, hasta
el punto de infravalorar la propia condición científica de las ciencias
sociales, y diferentes escuelas, en ocasiones, han degradado su estatuto de
producción del saber a una práctica artesanal que no mejora en mucho el saber
establecido en la experiencia cotidiana y la intuición de los que tratan los
problemas diarios buscando resolverlos. Esa visión de “científico de bata
blanca”, estudioso de despacho o de laboratorio y reconocido académicamente,
como productor riguroso del saber, sin embargo, forma parte también de una
imagen preconcebida, construida en el imaginario popular. El mito de la ciencia
positiva, casa mal con la práctica científica y sus problemas reales, e
idealiza, por lo tanto, sacralizando, una forma de producción de conocimiento,
que combina un desconocimiento de los límites y aporías a las que se enfrenta tal
modelo, y que consagra religiosamente una forma de saber que, en lo concreto,
genera más un efecto de confirmación tranquilizadora de nuestras presunciones.
O más lejos aún, de legitimación de las decisiones del poder.
Desde este punto de vista, se denigra otras formas de elaboración del saber, al tiempo que se relaja la crítica sobre las propias condiciones y límites del esquema positivista. Esta actitud conduce a un efecto nefasto al interrumpir el desarrollo de la metodología científica que realmente puede ser más seria y provechosa, incorporando todas las consideraciones necesarias para llevar más lejos sus alcances y reconocer también sus límites, al mismo tiempo que evita la articulación y el sano control mutuo de la relación que debe y puede mantener el saber científico con otras fuentes de saber fundamentales: el conocimiento cotidiano, naciente de la intuición y la reflexión sobre la experiencia; y la deliberación política, que plantea la necesidad de tomar decisiones en escenarios abiertos y en disputa.
Desde este punto de vista, se denigra otras formas de elaboración del saber, al tiempo que se relaja la crítica sobre las propias condiciones y límites del esquema positivista. Esta actitud conduce a un efecto nefasto al interrumpir el desarrollo de la metodología científica que realmente puede ser más seria y provechosa, incorporando todas las consideraciones necesarias para llevar más lejos sus alcances y reconocer también sus límites, al mismo tiempo que evita la articulación y el sano control mutuo de la relación que debe y puede mantener el saber científico con otras fuentes de saber fundamentales: el conocimiento cotidiano, naciente de la intuición y la reflexión sobre la experiencia; y la deliberación política, que plantea la necesidad de tomar decisiones en escenarios abiertos y en disputa.
Cuando
nos encontramos con afirmaciones del tipo “el positivismo tiene la ventaja de
ser una perspectiva intuitiva y ampliamente aceptada” parece chocante cuando al
tiempo, contradictoriamente, se refiere a los obstáculos que puede ocasionar la
intuición del saber cotidiano para el conocimiento. A nuestro juicio, las
ventajas del positivismo pueden radicar quizá en su ejercicio de simplificación
epistemológica, lo que facilita su capacidad expositiva –pocos mejores ejemplos
que los trabajos divulgativos de Bertrand Russell o Isaac Asimov-. Su
problemática comienza en cuanto nos preguntamos por la relación entre contexto
de investigación-sujeto investigador-objeto de estudio y sobre la
imposibilidad práctica de “laboratorizar” la realidad social. Al positivismo le
resulta fácil exponer al conformarse con la linealidad de un objeto que
considera asible (tras haberlo sujetado artificialmente y reducido su
multidimensionalidad relacional y su movimiento) y mirado bajo cláusulas muy
restrictivas que sólo en las ciencias físicas, y para ciertas dimensiones, es
posible que se den. ¿Acaso no debiéramos también discutir o dialogar con el
positivismo salvo que queramos correr el riesgo de que se constituya en
obstáculo para el conocimiento?.
Esta
problemática es denegada, y en vez de tratar de abordarla de cara, los autores
devotos del positivismo desplazan de lugar la pregunta, y en vez de
formulársela para sí mismos, vierten arrogantemente sus denuncias sobre otros
campos del saber (que, por supuesto, tienen sus problemáticas y límites
propios, pero que no parece muy razonable rechazar de plano en su capacidad de
aportar en los planos en los que se mueven). La satisfacción se colma con negar
cualquier validez a los conocimientos elaborados por otras formas de saber. Es
más, no contentos con estos, en aras de sostener su status propio, amplifican
su diferenciación elitista negando el estatuto de científico a otros paradigmas
científicos relacionados con estrategias de investigación epistemológica y
metodológicamente críticos. Estos debates son muy antiguos y fueron abiertos
por Kuhn, Popper, Lakatos, Feyerabend o Chalmers, entre otros. No hay un
paradigma único de ciencia, y “esa cosa llamada ciencia” es un método de
producción de conocimiento conceptualmente en disputa.
Otra
discusión derivada, que trata de jerarquizar entre ciencias, es la que
distingue con rangos (y no por su ámbito propio y características concretas de
aplicación), a las ciencias naturales de las ciencias sociales. Las ciencias
sociales ni son “literatura”, como algún pretencioso Nobel de Economía quiso
descalificar en su día –decía que las ciencias económicas tenían su Nobel, y
que el resto de ciencias sociales ya tenían el suyo propio: el de literatura-,
jugando a sacerdote del saber, tampoco son saberes cotidianos. Las ciencias
sociales no son saberes cotidianos ni
meramente praxiologías –o por lo menos si con esta atribución se despoja a las
ciencias sociales de la vigilancia metodológica y su aspiración permanente de
abarcar un saber completo y sistemático en su contexto, que toda disciplina
científica exige-. Las ciencias sociales al operar epistemológica, metodológica
y técnicamente y elaborar de manera articulada marcos teóricos y producción
empírica contrastada y contrastable no pueden hacerse equivalente a los saberes
cotidianos tales como, por ejemplo, la gastronomía y otras artesanías.
El
saber
cotidiano se basa en la experiencia particular; aunque emplea el ensayo
y el error no se exige poner en estructura su acervo de observaciones; sus
conceptos no se asientan unívocamente y dependen de contextos comunitarios que
no persiguen su universalización; sus teorías son hipótesis de alcance muy
provisional; no se obliga a ser tan vigilante de las dimensiones y factores que
deja fuera de su propósito, conformándose con el manejo de escasas variables; y
acepta una validez centrada en la subjetividad (el gusto, la belleza, el
consenso).
Las
ciencias
sociales, de manera distinta, persiguen construir cabalmente una
relación con los fenómenos objetivos, e interpela y es interpelada con la
realidad en unos términos que pone en relación lo subjetivo con lo objetivo. Las
ciencias sociales construyen resultados más discutibles, incompletos y
cuestionables que las ciencias denominadas “duras”, donde la influencia del
sujeto investigador se puede delimitar más fielmente, donde el objeto es más
controlable y los contextos menos inciertos (cuanto menos en el plazo de la
vida de los observadores), pero se autoexigen fundamentar empíricamente sus
teorías y poner en estructura sus afirmaciones, cuanto menos los paradigmas
críticos más preocupados por el conocimiento, el conflicto y el cambio social,
que por la autoafirmación del poder y el control social armonicista.
No
es posible exigirle un “rigor preciso” –aunque sí un cuidado metodológico y una
aspiración estratégica relevante- al conocimiento producido por las ciencias
sociales que no pueden alcanzar, pues no son reproducibles las condiciones más
controlables de otros ámbitos científicos. Antes que nada, el científico social
debe dominar cualquier ansiedad por no poder controlar su objeto de estudio,
que, en gran medida, no es asible por el investigador. Esa actitud no es un
problema de las ciencias sociales, sin duda débiles, humildes y limitadas, sino
de la actitud y expectativas del investigador.
Las
ciencias sociales, al contrario que las naturales, no pueden contar con
laboratorios que controlen todas las variables influyentes en el objeto de
estudio. Por tanto siempre hay n
factores que pueden escaparse o no determinarse con total precisión, pero
siempre se deja un ojo abierto para tratar de captarlos. Por tanto, las
ciencias sociales a veces recurren a técnicas de probación indirecta
(correlación, concomitancia, probabilidad, correspondencias relativas, etc…) y
unidades empíricas multidimensionales complejas (indicios, discursos,
documentos, datos relativos, etc…); y han de admitir, con humildad, que la
relación entre sujeto-objeto no es ni neutral ni limpia. En ciencias sociales
la perspectiva del investigador influye más que en ciencias naturales. Ahora
bien, conviene advertir y tener presente que los principios de incertidumbre y
la dualidad onda-corpúsculo muestran esta misma problemática para la física,
reconociéndose que en todo caso las observaciones del sujeto influyen en el
comportamiento y carácter del objeto observado. Asimismo, el contexto mismo,
que forma parte de lo estudiado, incide en la propia realidad observadora (J.
Ibáñez). Los resultados de las ciencias sociales se acotan, por otro lado, a épocas
y situaciones determinadas, no son ahistóricos. Sin embargo, las ciencias
sociales, ante estas limitaciones, por el contrario, son capaces de enfrentar
el reto de estudiar realidades totales y
concretas en marcha y brindar elementos que, si bien no confirman certeza y
precisión absoluta sobre los fenómenos sociales (esta oposición entre
relevancia y precisión fue antaño señalada por la Escuela de Francfort), brinda
puntos de anclaje teórico-empírico que permite rechazar hipótesis falsas,
advertir de certezas probables y anticipar escenarios de posibilidad (y, por
tanto, descartar con amplia solidez escenarios que no son posibles). Las
ciencias sociales, al igual que cualquier ejercicio científico en otro ámbito, “sólo”
nos brindan hipótesis no descartadas, y descartes de afirmaciones que no son o
no pueden ser. En suma, diagnósticos, teorías y escenarios razonablemente
probados y probables, consistentes en mayor medida que otros. Y lo hace en
terrenos que para la humanidad son relevantes.
Esta
construcción de conocimiento entraña un paso previo a otro saber de naturaleza
decisional: la deliberación política. Algunas elaboraciones científicos
centradas en la búsqueda de “los ladrillos del mundo” no siempre permiten, amén
de su mayor precisión y seguridad observacional, construir elementos para tomar
un juicio sobre este campo que está en el orden de la acción, bien porque sus
afirmaciones son abstractas o muy particulares –lo particular es algo muy
distinto a lo concreto-. Las ciencias sociales, en cambio, están en condiciones
de ofrecer diagnósticos, escenarios y pronósticos que comportan un material
esencial para la deliberación en la toma de decisiones en el orden de lo
social. Las ciencias no brindan respuestas a estos dilemas, pero suponen un
soporte básico para los debates que lo político se plantea. El debate plantea
preguntas que, en alguna medida permiten delimitar posibles respuestas
empleando el conocimiento de las ciencias sociales, al tiempo que se encarga y
se responsabiliza de abordar las respuestas y, también, las apuestas, en un
ámbito de escenarios abiertos, conflictivos y relativamente inciertos, que
relaciona el pasado, el presente y nuestro protagonismo desde estos puntos de
partida de ahora para el futuro.
Conviene
observar que en los tiempos modernos se ha fragmentado y jerarquizado las
fuentes de saber hasta un punto insoportable. Se ha denostado el saber
cotidiano y se ha tecnocratizado, o vaciado de contenido, la deliberación
política. Pero las ciencias sociales han sido al mismo tiempo atrapadas por el
academicismo, en una fragmentación corporativa estéril, salvo en su propósito
de generar dinámicas de promoción y prestigio de profesores o el
enriquecimiento de departamentos orientados al servicio de una industria
mercantil. El resultado es que el conocimiento se ha desarrollado como una
tarea fragmentaria dividida por disciplinas incomunicadas y rivales entre sí.
Da
la casualidad que las diferentes ciencias sociales comparten un mismo objeto:
las dinámicas y fenómenos sociales, y que realmente sólo se diferencian en el
plano de la sociedad sobre el que prestan la atención.
La
filosofía entraña una piedra angular de la producción de conocimiento, pero
encerrada en sí misma no produce más que solipsismos. Toda producción científica
porta en su práctica analítica de una aproximación filosófica y epistemológica,
aunque no sea consciente de ello. No hay conocimiento sin la prueba de
realidad. De tal modo que cualquier estudio científico lleva a su espalda,
conscientemente o no, una reflexión de segundo grado en sus presupuestos de
partida, que al volcarla en su elaboración, se valida o no con el resto del
proceso de producción científica. Sin embargo, la filosofía, encerrada como
reflexión de segundo grado, sin referirse a dimensiones de la realidad con la
que cotejar, no puede lograr más que tautologías autorreferenciales. En suma,
planteamientos interrumpidos e inacabadamente científicos. La tarea de la filosofía
de la ciencia es abordar problemas reales del conocimiento científico y
plantear esquemas prácticos y respuestas en clave
teórico-epistemológico-metodológica que permitan orientar mejor la ciencia
aplicada. La filosofía de la ciencia es, a nuestro juicio, un momento del
conocimiento científico. De lo que se trata es de establecer los hilos para un
trabajo en equipo multidisciplinar (en un objeto que exige la permeabilidad y
el diálogo entre todas las disciplinas, sobre todo cuando tratan sobre los
mismos asuntos).
El
conocimiento científico, altamente especializado por razones funcionales, no es
ni debiera ser impermeable entre disciplinas, menos aún cuando se comparte el
mismo objeto social. Las aproximaciones multidisciplinares han mostrado la
utilidad del trabajo de equipo de todos los científicos sociales, incluyendo,
por supuesto, a científicos “duros” necesarios para la comprensión de algunos
fenómenos sociales (biología, epidemiología, geología, paleontología, etc…). El
ejemplo más paradigmático son los avances recientes en el conocimiento
antropológico de los orígenes de la humanidad. Al igual que en el análisis de
la realidad biológica o físico-natural, los más fecundos conocimientos
aplicados han surgido de un trabajo cooperativo multidisciplinar.
Y
aquí conviene regresar sobre el estatuto
del saber cotidiano, pues a veces la academia afirma que las “intuiciones
cotidianas son un obstáculo para el progreso teórico”. Como diría Pierre Bourdieu,
parece que “se trata de pensar contra el sentido común”. Bien es cierto, que
las intuiciones están atravesadas de prejuicios, conllevan una impresión
experiencial incompleta y parcial. Pero, sin dejarse fascinar por lo que nos
cuentan, forman parte de un conocimiento empírico primario, ligado a los
problemas e interrogantes relevantes a los que se enfrenta la gente, expresado
en sus mismos términos. No es cierto, que todo el mundo se equivoque dejándose
llevar por sus intuiciones o por su sentido común, al mismo tiempo que es
preciso convenir que eso no forma parte de la ciencia. Pero el científico
social, sobre todo aquel que considera que la mayoría social no puede estar
permanentemente y para todo equivocada, y está comprometido con la
transformación social –y por tanto entiende que los propios sujetos participan
protagónicamente de la construcción de esa realidad social-, debe completar el
trabajo con dicho material. Este trabajo también consistirá en cuestionar el
sentido común no para invalidarlo, sino para dialogar con él, superándolo en un
conocimiento mejor fundamentado metodológicamente.
2. Estructura y sujeto en el pensamiento
histórico.
Se
asume en general que dentro del marxismo nos encontramos dos estrategias
polarizadas en la investigación del campo histórico. En un extremo estaría el
estructuralismo althusseriano, en el otro el empirismo desde los sujetos
históricos concretos, en este polo podemos hablar por ejemplo de autores como
E.P. Thompson. Esas dos aproximaciones contienen las aporías de dos extremos de
la clásica discusión sujeto-estructura.
Althusser
nos advirtió de que no hay un motor trascendente ni dirección líneal y
necesaria en la evolución histórica, y por tanto la humanidad tampoco lo es, de
ahí que se caracterizase aquel estructuralismo como antihumanismo. La historia
no puede interpretarse en un rumbo predestinado, como si marchase hacia una
meta siempre progresiva, sino que su línea de movimiento está muy abierta,
donde la progresión y la regresión pueden tener lugar bajo muchas formas. Es lo
que algunos han denominado, para romper con la unidireccionalidad optimista de
Hegel, una interpretación transductiva
(un estudio sobre los potenciales escenarios en base a una tensión original,
como un campo abierto que no tiene linealidad necesaria). El buen criterio que
evita el evolucionismo y especialmente su linealidad transhistórica, no debiera
hacernos caer en la tentación postmoderna y escéptica de negar cualquier factor
histórico comprensible, o la realidad de los procesos, rupturas y transiciones,
con las propias modificaciones de dichos factores y su interrelación,
proclamando una discontinuidad fragmentadora del curso histórico.
Ha
habido dos vertientes de interpretación filosófica del marxismo (la kantiana y
la hegeliana). Althusser, que formó parte de la primera, construyó el concepto
de sobredeterminación (pluralidad causal), que en gran medida también adoptó
Perry Anderson, para intentar superar los problemas de la perspectiva
dialéctica. A nuestro juicio, la realidad social está estructurada por un
conjunto complejo de causas plurales interrelacionadas, pero, sino queremos
caer en un bucle determinista y reproductivista más o menos complejo aunque
ahistórico, debemos asumir que esas interrelaciones y factores se mueven y que
algunos en particular son decisivos para que cambien esas estructuras,
relaciones y causas: los sujetos sociales en sus luchas.
3. Dialéctica y matemáticas en la
ciencia.
En
este punto, se ha discutido también sobre el papel de las matemáticas, como
condición de cientificidad. Es cierto que se han cometido innumerables abusos
demagógicos en torno a la concepción dialéctica. También debe afirmarse que el
dato no es la única prueba empírica válida (también son los discursos, las
imágenes, los símbolos, etc…), y que en sí mismo el dato es una construcción
conceptual teórica y que sin ella no tendría sentido ni informaría de nada. Por
otro lado, las matemáticas no son más que un instrumental sistemático y
formalizado de filosofía, coherente y operativo, que para llegar a algún
resultado práctico necesita de una determinada filosofía, marco teórico y base
empírica.
En
este punto, cabe advertir que el algebra
matricial –en oposición al cálculo
analítico optimizador y lineal- abre una puerta, con el determinismo
paramétrico (Ernest Mandel), a una concreción parcial de las reflexiones
dialécticas en términos transductivos.
Apenas
se ha reparado en que un sistema de ecuaciones no es más que una estructura de
fuerzas, en la que diferentes factores se interrelacionan en un campo tenso que
aboca a cambios de solución, en ocasiones de carácter abierto. El marco de esas
tensiones produce soluciones únicas (sistemas compatibles determinados),
soluciones infinitas con una regla definida (sistemas compatibles
indeterminados) o esquemas sin solución dentro del mismo sistema (sistemas
incompatibles). Los matemáticos, y otros estudiosos, descartaron reflexionar
sobre esta última posibilidad que, sin embargo, se produce cotidiana y
estructuralmente en formas sociales e históricamente que expresan así su
naturaleza contradictoria (y por tanto son un “sistema incompatible” pero
¡real!). La respuesta a estos sistemas incompatibles no puede ser abandonar el
estudio de qué pasa con estas, sobre todo en la realidad, sino poner sobre la
mesa que dichas estructuras de ecuaciones (campos de factores y fuerzas sociales
contradictorias) tienen lugar. Esa tensión conduce a una transformación (en
disputa, incierta) de las propias ecuaciones, y por tanto, de las propias
relaciones de dicha estructura. Es aquí donde la dialéctica cobra todo su
sentido, esbozando posibles escenarios de transformación y cambio. Y donde el
término causalidad estructural y
pluralismo causal puede tenerlo también, con la retroalimentación que las
propias ecuaciones permiten, y con la exigencia de identificar a los sujetos
sociales como agentes del cambio (en un marco estructural y contradictorio
dado).
En
este sentido, los conceptos como el de experiencia, que acuñó E.P Thompson,
refieren a un campo de acción entre lo objetivo y lo subjetivo, lo estructural
y los sujetos estructurantes. La relativa indeterminación de su curso y resultado
(una limitación inevitable en un mundo cambiante en construcción) puede dar
vértigo, a quien se lo dé, pero forma parte de nuestra realidad social. A este
respecto, un objeto de la estructura social, en este caso el sujeto, también
contribuye, como factor (de reproducción o de cambio), a darle dinamismo y
forma material. Cuando es protagonista, cuando es estructurante, si hablamos en
términos colectivos, es capaz de modificar la estructura. La voluptuosidad del
concepto “experiencia” en Thompson, puede generar ansiedad intelectual, pero
nos empuja a preguntas e interpela para un campo (el de la deliberación y la
disputa política) del que la ciencia es simplemente instrumental.
Dicho
de otro modo, la ciencia no agota el campo del conocimiento de la realidad
social. La ciencia simplemente descarta afirmaciones, muestra diagnósticos
momentáneos y dibuja posibles escenarios de tensión y de futuro. En la
producción de realidad, y por tanto también de conocimiento, no basta la
operación contemplativa, menos aún formular afirmaciones tan insignificantes
que no sirvan para tomar decisiones.
Como
diría Marx, de lo que se trata es de transformar la realidad, porque en esa
operación “política” se encuentra una fuente en sí de conocimiento (de las
resistencias y durezas de la realidad estructurada, también en esa experiencia,
de las posibilidades y cursos de cambio). Aparte, ni que decir tiene, de que en
esa acción en sí se dirimen asuntos de importancia central. Es la apuesta política la que abre espacios
de exploración y producción estructurante de realidad y, también, de
conocimiento. Una apuesta que exige un compromiso, que, por nuestra parte, debe
estar del lado de las necesidades sociales, de la igualdad, de la libertad, la
diversidad y la democracia. Y en eso estamos.
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