Daniel Albarracín
Marzo de 2010
Con la crisis han instalado en nuestras vidas la zozobra. Navegamos en tempestad hacia un horizonte de brumas, en un navío que se cae a pedazos. La tempestad no es fortuita, sino que se alimentó con el proyecto liberalizador de esta UE. Si las crecidas, en un gran río, no se encauzan con fuertes canales, son inevitables las inundaciones en un lado, y sequías en el otro. Los que acaparan el poder económico exigen a los capitanes del barco, los gobiernos, madera del cascarón para quemarla y calentar su confortable camarote. Al tiempo piden sudor a los que siguen remando por menos pan. El sacrificio es para los marineros. El naufragio definitivo lo vivirán las próximas generaciones de este maltrecho barco.
La Unión Europea se sume en una crisis económica e institucional sin parangón, quebrando los frágiles pilares de su construcción política, al tiempo que el látigo sobre su vector económico aplica disciplina. Una disciplina que no deja más resuello que la vana esperanza de conservar algún tiempo más el tuétano de un estilo de vida para la mayoría social propias de una sociedad de consumo inviable en el futuro. Una disciplina que asume que, para que el barco siga avanzando, debe quemar su casco. De tanto confiar en los mercados, y asustarse de quienes los manejan, se ha conseguido que quienes debieran gobernar el rumbo de nuestras economías se inclinen ante los que dirigen las olas del capital. Aquellos, con la complicidad de los contramaestres, han decidido que el navío sea más pequeño para que el camarote principal sea más amplio.
En esta Unión Europea de mercados sin control, con moneda sin apenas Estado que la respalde, sin apenas mecanismos que compensen desequilibrios y desigualdades, la tendencia apunta a una recesión y divergencia creciente y a una vertebración que sólo responde a la jerarquía del capital. El Tratado de Lisboa exige un marco de indicadores que encauzan las economías nacionales no hacía la convergencia o el bienestar, sino a sacrificar bienestar por beneficios. La gobernanza europea, con sus pautas somete los presupuestos públicos, tanto en su dimensión como en su contenido. El BCE define tecnocrática, pero sensible a los intereses de la burguesía de Alemania y Francia, una política monetaria que es opuesta a la necesaria en otros países y para las clases asalariadas.
Para incorporarse al euro, a los aspirantes se les encorseta en una línea de política económica más severa que el Tratado de Maastricht, con criterios que poco tienen que ver con una convergencia económica real. Y si no, véase el caso de Letonia, totalmente desguazada. Y las viejas semiperiferias, entre las que estamos, con un punto de partida desfavorable en su desarrollo productivo merced al intercambio desigual europeo, se encuentran ante un panorama macroeconómico que les condena a seguir multiplicando su déficit de balanza de pagos, su deuda externa, su dependencia, y su empobrecimiento. Los países centrales, por el contrario, pueden crecer y mantener el empleo, no sin grandes políticas de ajuste salarial, porque precisamente gozan del privilegio de unas condiciones inmejorables para la exportación de sus mercancías en el cortijo europeo que disponen.
Y hay quien disfruta de la condición de acreedor exigiendo mayores sacrificios que garanticen la devolución de las deudas. Esos acreedores, que operan desde aquellos países centrales, son principalmente sus grandes sociedades financieras privadas, que encuentran la connivencia de sus gobernantes para que lideren una nueva vuelta de tuerca en la UE, contra el mundo del trabajo asalariado y sus condiciones de vida y empleo, y contra las organizaciones sindicales. El Pacto de Competitividad, que quiere liderar y proponer el gobierno conservador alemán, lleva este sello.
La UE se enroca en una política neoliberal al servicio del liderazgo e intereses de sus países centrales con la extorsión definitiva para los demás. Cuenta esta iniciativa con la jerarquía internacional del capital europeo de todos los países, y modula agresiones a diferentes velocidades contra la clase trabajadora en función de su mercado de referencia. O se obedece o se quedará cada país sólo frente a los torbellinos resoplados desde los grandes actores financieros. O los y las trabajadoras acatan la devaluación de sus condiciones o el capital preferirá otros destinos (como en el caso de SEAT en España, o FIAT en Italia).
Tras la inmensa socialización de pérdidas, diversos rescates bancarios, facilitación masiva de crédito barato a la gran banca europea, la desfiscalización y la correspondiente conversión de la inmensa deuda privada en pública, el capital financiero se ha orientado al chantaje de gobiernos a través de negociar el precio de adquisición de las deudas soberanas. El movimiento de los mercados, con su intrínseca lógica especuladora, es el mismo que pone en tela de juicio la estabilidad del euro.
Si nos proponemos algo orientado a los intereses de la mayoría debemos mirar de frente a este chantaje histórico. Lo aceptado hasta ahora ha consistido en aliviar los recortes, dando por inevitable este marco regresivo impuesto. La otra opción pasa por intentar gobernar los mercados, lo que equivale a mirar a la cara a las oligarquías financieras y enfrentarse a ellas. Sin duda alguna, debemos ponernos frente a frente y desafiarlas.
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