Daniel Albarracín. 18-Nov-2009
Recientemente algunos sectores de derecha han planteado en España la posibilidad de regular la adopción de fetos, como alternativa al aborto, cuya recurso en tanto que derecho no admiten. Creo que resulta bastante claro lo problemático ética y procedimentalmente así como lo improvisado del planteamiento. Porque esto ocasionará una nueva desigualdad ante el hecho y el derecho a la crianza y a la libertad de opción, en función de la extracción social. Posiblemente causaría más de un caso en el que indirectamente se invitaría con ello a alguna madre y, consiguientemente, a su posible vástago, a una situación penosa y desesperada, de separación. Y, lo que es socialmente más indigno, una conversión del cuerpo de personas en ser susceptibles de trato como mercancía. La derecha con esto, está diciendo que quien no tiene recursos, queda embarazada sin desearlo, o sus circunstancias no brindan las opciones (entorno favorable, preparación suficiente, etc…), deba o bien asumir una crianza que no está en condiciones de desarrollar adecuadamente o bien dar curso y fin a un embarazo y dar a su hijo o hija, si consigue culminar el proceso con vida, al Estado para que, incluso antes de nacer, lo asigne a una familia que ostente presumiblemente las condiciones para poder criar a ese nuevo ser.
La propuesta, siendo paradójica, es también retorcida, porque compartiendo que un aborto nunca es una solución satisfactoria –pues es un síntoma de que algo falló (la educación sexual, la prevención, la relación de pareja, o la escasez de recursos de todo tipo de la madre, o sencillamente la natureleza), y es en sí una tragedia dolorosa física y anímicamente-, no prevé situaciones tan extrañas y peligrosas como que la futura familia de adopción, que suele seguir trámites para ser aceptados como tales mucho más duraderos que un embarazo- puedan verse animados a estimular a la madre biológica a culminar adecuadamente su embarazo, o a que el feto previsto aborte inesperadamente y se vean en la tesitura de ser padres sin niño nacido o de ser padres de finalmente un feto que no ha nacido.
Además, no contempla que admitiendo que un aborto es una desgracia, puede ser también enormemente trágico dar en adopción –o que te arranquen de tí- a un ser con el que hay vínculo afectivo y que lo fue físico, por no poder asumir materialmente su crianza. O, lo que es peor, verse abocado a malcriar, en el sentido de cuidar y atender con penuria, o sin voluntad ni deseo, o sin conocimiento de causa, a un ser que se vería desprotegido y no suficiente o adecuadamente atendido.
En fin, más allá de estas reflexiones, hay una consideración que sí me merece un respeto y nosdebemos parar a estudiar, y, aunque resulte sorprendente, procede de algunas aportaciones de ciertos grupos católicos. Sí, porque la propuesta del Partido Popular, es una deformación estúpida de una alternativa coherente, aunque intransigente, de cierto sector cristiano. En efecto, la alternativa católica, entiendo que parcialmente progresista, defiende que, en contraposición a cualquier derecho al aborto -he aquí lo de intolerante-, hay que defender consecuentemente el derecho de la madre a contar con todo el apoyo para la crianza o en su caso propiciar la adopción. Esta nueva reflexión del catolicismo conllevaría a que la sociedad y, en su caso, el Estado en su nombre, debería de proporcionar un ingreso, recursos médicos, educación y todo lo preciso para que la mujer pueda cumplir su “función social de madre” y, se proteja a “la vida”. Esta propuesta, muy distinta a la del PP, entraña un salto cualitativo a la tradicional actitud de rechazar a las madres solteras, las madres con padre desconocido, a las madres no casadas, etcétera que se las estigmatizaba y que, muchas veces, ocasionaban abortos terribles, sin tratamiento adecuado y en secreto, con riesgo para la propia vida para evitar el San Benito. Una vieja y mala costumbre que ignoraba el papel de la sociedad, de la familia, del padre y del Estado como garante de derechos básicos, y que sólo les empujaba a una conducta reprobatoria y excluyente de aquello que consideraban "fuera del curso normal". A esta alternativa se le suma en paralelo el planteamiento intransigente respecto al derecho al aborto que para ellos es un atentado contra una ley divina. Y es aquí donde deja el planteamiento de ser progresista, para pasar a ser paternalista respecto a las mujeres.
En mi opinión, creo que la actitud contra el derecho al aborto responde a varias cosas. La primera, a la confusión del rechazo comprensible a un aborto –como un acontecimiento espantoso y duro, bien por el dolor, la pérdida involuntaria, o la pérdida voluntaria que supone tener que poner en la balanza dos o más vidas por circunstancias ajenas a uno mismo- con el derecho al aborto, como una opción legítima regulada y realizada con garantías. Responde, así, más bien y más de las veces a un sentimiento primario de rechazo a algo trágico como es el hecho de la interrupción del embarazo. Es cierto que este sentimiento se ha racionalizado con la justificación, sin demasiado fundamento científico o filosófico, de que si un cigoto, un embrión o un feto son un ser humano desde la concepción. Está muy claro que todo esto es muy discutible, porque no se sabe si un ser humano nace cuando lo dicta Dios, cuando se produce la concepción, o con el alumbramiento. Esta última disquisición queda dentro de lo opinable, discutible pero quizá también de lo irresoluble. Más si aceptamos que la vida es un continuo, y que si bien un ser humano es un ser vivo no toda forma biológica viva es un ser humano. Además, si nos ponemos a buscar puntos de partida, podríamos remontarnos a cada menstruación o cada óvulo y espermatozoide perdidos, porque fueron un potencial ser humano, pero está claro que no es esto lo que se discute.
Un ser humano no lo puede ser hasta que no está en condiciones de desplegar su potencial desarrollo de sus facultades de manera físicamente autónoma y suficientemente madura, y de asumir una relación con el mundo, con los demás y consigo mismo plenamente consciente y libre. Y un cigoto, embrión o feto no es independiente ni física ni mucho menos psicológicamente de su madre, ni tienen conciencia ni madurez para ser libres. Eso no impide que haya que proteger y cuidar la vida, pero hay que tener claro que va antes y que va después, si es que se nos obliga a elegir. El ser humano, por otro lado y de manera más filosófica, se define más como una vida con una base consciente capaz de madurar marcándose un horizonte libre desarrollando plenamente sus facultades, un camino y una meta, un proceso vivo, social, consciente y relacional de maduración que algo caracterizable a priori. Pero una vez aquí, entremos en disquisiciones que difícilmente pueden concluirse de manera definitiva.
Quede claro que el aborto, cuando deviene o se decide, es siempre una desgracia. Para cualquiera. Tengamos presente que también es una desgracia la desinformación, la falta de educación sexual, la no apuesta por la prevención ante embarazos no deseados, que hace enfrentar a las personas a dilemas sin más solución que la tragedia. También causa enormes tragedias el moralismo hipócrita intransigente de algún sector católico trasnochado, y que considera que la mujer no es más que un instrumento de Dios, una pecadora digna de castigo y penitencia, y un ser inmaduro por el cual hay que decidir en su lugar. Como decíamos, también es una tragedia tener que desprenderse dando en adopción a un ser engendrado porque no te queda más remedio por tus circunstancias personales, económicas o sociales. Pero es doble tragedia una vida con unos padres que no pueden asumir la responsabilidad de la paternidad, y un vástago que no recibe la atención debida.
Resulta perfectamente compatible defender el derecho a la vida y defender el derecho al aborto. Es más, si entendemos la vida y la dignidad como dos factores a combinar, es necesario. El derecho al aborto, entiéndase, no exige una preferencia por el aborto en todos los casos. El derecho al aborto debe permitir resolver un escenario no decidido de antemano pero devenido en la que se pone en juego muchas cosas, y en el que hay que plantear opciones y salidas. En ocasiones el dilema se plantea quién está antes, si la mujer que puede ser madre, o si el cigoto, el embrión o el feto que constituyen diferentes estadios de un ser aún no plenamente formado –aunque en cierta fase el feto podría ser viable-, que no son más que una potencia de vida humana.
Desde este punto de vista, partimos de la prevalencia del derecho de la vida digna de la madre, una persona hecha y derecha, sobre lo que no es otra cosa una potencia de vida, una potencia indisoluble de la madre hasta poco después de nacer, pues en el embarazo es una y son dos (o más), pero antes de nada es una persona (la mujer embarazada), que aún no es madre, pudiendo llegar a serlo.
Se trata de defender el derecho a una vida digna de ser vivida, que incluya el respeto a los demás y a sí misma. Lo que comporta, complementariamente, también comprender que sea necesario reconocer el derecho a una muerte digna, regulado con garantías de plena información comprensible, y constatación de diagnóstico y pronóstico inequívoco, como último capítulo de la vida de una persona. Defender la vida a toda costa, como reconocen ciertos grupos de cristianos, por entender que es Dios quien decide nuestro comienzo y final como seres humanos, aboca a aceptar situaciones físicas y de enfermedad irreversibles incompatibles con la dignidad corporal, social y ética, empujando al dolor y la humillación en situaciones innecesarias y que, a veces con conocimiento certero del pronóstico, no tienen vuelta atrás, ni siquiera admita un balance que compense el sacrificio con algún tipo de recompensa parcial o puntual.
Ahora bien, y aquí coincido en algún sentido con el planteamiento de ciertos colectivos católicos, la opción de no querer abortar también entiendo que debe plantearse como un derecho. Y, si la madre opta por ello, como un derecho preferente especialmente respaldado. La diferencia es que el colectivo católico que defiende esto lo plantea como una obligación, tanto de la madre como de la sociedad a plantear como única opción la crianza o, en su defecto, la adopción. Yo planteo que este derecho a la crianza no sea sólo formal, sino sustancial, con apoyo material suficiente y adaptado a cada caso, con apoyo psicológico y educacional. Quizá algún sector católico quiera respaldar materialmente y sinceramente a la mujer, sólo en tanto que decida ser madre, para dar salida a la vida del no nacido. Pero la mujer, antes de ser madre, que es una opción en ciertas circunstancias, es persona y debe presumirse madurez y reconocersele libertad de decisión, como a toda persona.
De modo que este derecho a la crianza debiera ser un derecho equivalente al de poder dar en adopción o el de abortar, planteados todo estos derechos dentro de una superior que sería el derecho prevalente de la madre a decidir sobre su cuerpo –admitiendo el derecho a opinar del padre, pero sólo a opinar-.
Para tomar una decisión libre, las opciones deben tener un recorrido válido y protegido en todos los casos, cuando todas ellas son legítimas. Criar, dar en adopción y abortar, son opciones legítimas, aunque, en mi opinión y sin pretender sugerir esto como criterio a universalizar, son preferibles las dos primeras. Pero debe entenderse que la última también es legítima, la de abortar, aunque presumiblemente no sea una solución feliz ni cómoda. Para que la decisión de criar sea responsable, libre y capaz requiere de dotarse a la población de educación e información, de medidas de prevención, de condiciones socioeconómicas, de un futuro (derechos de ciudadanía, empleo en su caso, protección social y servicios públicos, etcétera) y de facilitar que asuman conscientemente su libertad. Y, si no queda más remedio brindar las opciones más adecuadas al caso, las condiciones y la voluntad de las personas afectadas: de recibir apoyo para la crianza –un empleo compatible con el cuidado del o la hija, una renta de ciudadanía, etc…- ; la posibilidad de dar en adopción, si así lo estima la madre, con garantías de no convertir el cuerpo –ni de la madre ni del bebé- en mercancía, y protegiendo que la familia que adopte reúna las condiciones y actitud adecuadas; o para abortar, como último recurso, pero como decisión libre de la madre, siempre y cuando el hecho no comporte riesgo grave para la madre que no aconseje otra opción. Sólo cuando existen estas opciones, respaldadas por unos pasos coherentes dotados con recursos, la libertad es real y las decisiones serán sensatas en cualquier caso.
En mi opinión, con soluciones regulatorias que permitan articular el derecho prevalente de la madre a decidir, con el derecho material a la crianza y la posibilidad regulada de dar en adopción con garantías, o de abortar de manera libre y en la sanidad pública, se podría encontrar un amplio consenso social. ¿No creen?.
2 comentarios:
Hola,
Estos católicos siempre planteando debates absurdos con exclusiones que no hay.
Es cierto que hay una gran demanda de familias que quieren adoptar, y que posiblemente se necesitaría otra política que apueste por esto.
Pero, ¿Qué tiene que ver esto con una ley de plazos?
Estamos hablando de despenalizar una práctica que nunca es feliz, nada más.
Una cosa es perfectamente compatible con la otra. Querer oponerlas es cínico y manipulador.
Totalmente de acuerdo con el comentatio de Pedro (¡nombre muy "apostólico" por otro lado!). Y además, aparte de la discusión sobre debate tan estéril, cabría preguntar a cada cual si es católico o simplemente ateo. Peperos, dejennos vivir sin echar constantemente jarrones de aceite hirviendo.
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