Daniel Albarracín 18/05/2022
La discapacidad, frecuentemente
en situaciones de diversidad funcional, esto, de presencia conjunta de capacidades
y discapacidades, comporta un fenómeno limitante que condiciona las destrezas
de las personas, y que condiciona para determinados asuntos su plena autonomía.
En España, el 9,49% de la población, para 2020, tiene algún tipo de
discapacidad, según el INE. Comporta un fenómeno no solo extendido, sino
transversal, en tanto que, en media, todas las personas pasarán a lo largo de
su vida unos 8 años con algún tipo de discapacidad.
Sin embargo, el reconocimiento
del grado de discapacidad que se traduce en derechos está bastante por debajo
de las estadísticas que dan cuenta del fenómeno. En Andalucía, solo se reconoce
al 6,94% de la población que tenga el grado del 33% de discapacidad
correspondiente. En edad laboral hay 380.100 personas en Andalucía con
discapacidad, para 2020. El número de personas con discapacidad reconocidas ha
decrecido entre 2020 y 2021, pasando de 587.744 personas en 2020 a 578.509 en
2021, según la Junta de Andalucía (SISS).
El fenómeno de la diversidad
funcional tiene varios orígenes: genético, sobrevenido -fruto de enfermedades o
accidentes-, y debido al envejecimiento, por una mayor esperanza de vida (salvo
para 2020 en el que la esperanza de vida de la población andaluza disminuyó a
causa de la pandemia, pasando de 82,2
a 81,5 años entre 2019 y 2020), siendo estos dos últimos factores los que
tienen una incidencia creciente en las últimas décadas.
Los tipos de discapacidad pueden
consistir en carencias sensoriales (visión, audición, etc…), físicos
-frecuentemente ligados a la movilidad y otros problemas orgánicos-, y que
incluyen discapacidades de carácter intelectual o, de manera diferenciada, a
problemas de salud mental (con una frecuencia de que 1 de cada 4 personas
sufrirá un trastorno, transitorio o permanente, a lo largo de su vida -un
fenómeno extraordinariamente invisibilizado y poco reconocido, y que da pie a
categorizaciones tipo cajón desastre que agrupan indebidamente a la
discapacidad intelectual y a los trastornos de salud mental como “discapacidad
psíquica”-).
La discapacidad no es una
enfermedad ni una patología, sino un condicionante para el desarrollo de la
autonomía o el pleno desarrollo de la capacidad profesional en consideración a
algunas actividades. La discapacidad puede tener otras causas y
manifestaciones, aparte de las físicas u orgánicas. Y la discapacidad no es una
patología, sino un condicionante o limitación, que puede tener origen
patológico o no. Una persona con síndrome de Down, o con enanismo, o con otro
tipo de diversidad funcional, por ejemplo, no tiene por qué estar enferma, aunque
pueda tener, o no, una limitación o condicionante de cara al pleno desarrollo
de alguna destreza, o que pueda comprometer su salud en un futuro. Enfermedad,
patología o discapacidad no son equivalentes.
Los profesionales de los centros
de valoración están habitualmente presionados para determinar si procede o no
el reconocimiento del grado de discapacidad que da pie a la concesión de
derechos. La presión de estos profesionales es doble, pues se encuentran en la
tesitura de tomar una decisión que influye en los derechos y la vida de las
personas que los solicitan, y tienen que dar respuesta a las orientaciones de
las instituciones, restrictivas, en las que trabajan, que suelen contar con
recursos limitados en un contexto de políticas de austeridad.
El tratamiento de la discapacidad
no acaba ahí. Una política universalista de derechos no puede conformarse en
proveer derechos discrecionales, que también. Tiene que implicar una panoplia
de políticas de integración social, laboral, y en cualquier ámbito de la vida,
que redunde en la obtención de mayores grados de autonomía y participación a
todas las personas. Es por esto, que parece apropiado recordar diferentes
medidas convenientes para lograr una vida independiente y plenamente integrada,
sin discriminaciones. Medidas, que, por otro lado, son de beneficio universal
porque también ayudan con su existencia a todas las personas, o en el momento, o
cuando se produzca una limitación. Las adaptaciones del medio urbano, de los edificios,
de los espacios laborales y de los medios de comunicación a las diferentes
discapacidades, la inclusión en escuelas, el empleo con apoyo y las cuotas de
reserva en las organizaciones laborales, o el acceso a servicios, fórmulas de
asistencia según la necesidad o instrumentos específicos que reduzcan la
dependencia, son medidas propias de un Estado del bienestar que deben plasmarse
en las políticas públicas y las regulaciones.