Daniel Albarracín. 01/11/2016
¿Moderando el discurso se atrae a
más personas al proceso de cambio?. Este es posiblemente uno de los debates que
más ocupa a una parte de la dirección. Para ello han acuñado diferentes
términos y mecanismos de autocensura. “Marco ganador”, “hipótesis populista”, “significante
flotantes en disputa”, etc…
Esta aproximación abusa de una
perspectiva “ideologicista” en virtud de la cual al electorado se le atrae
construyendo un discurso que se adecue a las expectativas, al viejo sentido
común, claramente frustrado por el ataque de las élites. Dirán que propuestas o
discursos muy radicales asustan o son empleados por los medios, instrumentos
del poder, para desacreditar, por ilusorios, algunas iniciativas. Que, en suma,
proponer, lo que la gente espera, equivale al vehículo hacia el éxito electoral
y el acceso al poder político para hacer posible el cambio.
Cabe apuntar algunos planteamientos
que deberían bastar para impugnar tal singular versión del populismo.
Conectar con las expectativas y
aspiraciones no depende de la moderación y o de lo extremo de un discurso, sino
de la relación con las necesidades, problemas y contradicciones de la sociedad.
Lo que implica que ninguna propuesta que no sea radical, es decir, que vaya a
la raíz, podrá convencer a aquellos con los que queremos realizar el cambio.
El periodo histórico abierto
conduce a un proceso de polarización social, mayor desigualdad material y
frustración de libertades, en tanto que el modelo socioeconómico imposibilita
un escenario de crecimiento y mejora material para todos los grupos sociales de
la sociedad. Se ha abierto un proceso abierto de conflicto, que si bien existía
desde hace mucho tiempo, es más explícito que nunca. Tratar de buscar una
propuesta restauracionista del marco de desarrollo pre 2007, o que aluda a una
posible recuperación de los “treinta gloriosos”, es tan ilusorio como,
probablemente, indeseable. El desarrollo capitalista sólo es posible mediante
la recuperación de la tasa de beneficio, la expansión del negocio y la forma
mercancía, y para ello recurre al aumento de la explotación del trabajo o la
extracción de recursos naturales. Para lograrlo sólo cabe incrementar la
violencia social (privatizando servicios públicos, erosionando derechos y
salarios, intensificando el trabajo o aumentando la jornada laboral) o contra
la naturaleza. Se ha avanzado mucho en este terreno y, sin embargo, siguen sin recuperarse
las tasas de rentabilidad que el capital requiere para generar olas de
inversión y crecimiento que permitiesen reproducir un esquema semejante al de
la posguerra mundial que, por otro lado, se circunscribió a algunos países del
Norte. De darse se haría en un entorno social exhausto y en un planeta agotado.
De lo que no cabe ninguna duda es que la polarización entre los requerimientos
del capital y las necesidades de la sociedad, el mundo del trabajo y la
naturaleza se agudizan, y que las medidas conciliadoras no van a encontrar
espacio en un futuro, mientras persistan los privilegios de una minoría.
El debate moderación/extremismo
conduce a un debate falso que refiere al miedo y la imprudencia, ambos muy
malos consejeros políticos, ambos situándose en la esfera de la representación.
Ambas aproximaciones comparten un sesgo ideologicista, esto es, constriñen la
lucha política al campo de las ideas, y ambas están orientadas o por el temor
al poder, y todas las secuelas paralizantes que comporta, o por la impaciencia
que ignora el peso de las estructuras materiales de la realidad, sacudido por
el voluntarismo. Para hacer el cambio conviene focalizar la cuestión de otra
manera. En primer lugar, que las masas populares y la mayoría de la clase
trabajadora incorpora conceptos y reflexiones mediante la experiencia material,
mediante la práctica. Solamente una minoría, con tiempo, energía, formación, refuerzo
social, margen de maniobra y autoconfianza avanza en el terreno de la conciencia
a través de la discusión intelectual o el discurso político elaborado. La
cuestión no estriba tampoco en oponer la experiencia a la reflexión, sino más
bien al contrario, que los actores políticos sólo abonarán el avance en la
conciencia cuando introducen sus reflexiones y preguntas en claro contacto con
las necesidades, contradicciones y problemas que las mayorías padecen. Todo lo
que no refiera a las mismas no tendrá acogida alguna.
De tal manera, que, si afrontamos
el debate en torno a la oposición entre la ocupación de las instituciones o el
trabajo en los movimientos sociales, nos encontramos con una aporía. En primer
lugar, porque nada opone ambos espacios y dinámicas, sino porque se pueden
reforzar entre sí. En segundo lugar, porque no basta con afirmar y religar
ambos espacios, sino que es preciso plantear cómo hacerlo y para qué. El
trabajo institucional, en el perímetro del Estado, bajo su naturaleza social,
puede, más que a tomarlo, a que nos tome, y que no podamos aspirar a otra cosa
más que a un margen de redistribución algo mayor, en base al papel que el
Estado juega en la sociedad para amortiguar los conflictos e integrarlos. El
trabajo movimentista, por sí solo, se reduce a un trabajo episódico, en tanto
que los movimientos responden a contradicciones expresadas en coyunturas, y por
tanto conduce a un suceder expresivo agotador.
Una posible respuesta a esta
aporía, entre la trampa permanente y la evaporación efímera, estriba en encontrar
un mediador y un fin superador. Algunos filósofos han venido insistiendo en que
resultaría posible alcanzar el socialismo simplemente tomando los instrumentos
del Estado de derecho llevando hasta sus últimas consecuencias el margen
político operativo de algunas instituciones de las sociedades burguesas. Sin
embargo, sin desdeñar la influencia y lo conveniente de participar en esas
instituciones, como el parlamento o los gobiernos, resulta cuanto menos difícil
superar el marco del modelo socioeconómico basado en la propiedad privada de
los medios de producción y la lógica de la mercancía, con la fuerza que se arroga
el poder financiero, industrial y mediático, con el mero recurso a la
participación en dichos espacios. Aunque en contadas ocasiones históricas se ha
podido acceder a cuotas de gobierno y se han logrado avances notables, nosotros
consideramos que ninguno de estos avances han proseguido sin el concurso de un proceso de autoorganización social con dinámicas constituyentes. Vale decir,
la construcción de instituciones nuevas. Precisamente en estas organizaciones
sociales (del mundo laboral, vecinal, cívico, ciudadano, etc…) es donde es
posible construir prácticas y costumbres en común, nuevas iniciativas en las
que las reflexiones y el cambio social fertilice. Estas organizaciones sociales
entrañan el mediador entre fuerzas políticas y necesidades sociales, y las
instituciones que estas construyan con otras organizaciones, pueden consistir
en la arquitectura constituyente para un proyecto de sociedad superador. Puede
suceder que estas generen una dinámica de doble poder, donde las viejas
instituciones pierden legitimidad aún cuando apliquen la ley, mientras las
nuevas señalan aspiraciones, soluciones y sentidos de justicia que responden al
sentido común en construcción, pero aún no sean reconocidas en los papeles
oficiales.
Inmediatamente se apelará que tampoco
permitirá construir mayorías si se proponen medidas tan audaces y extrañas que nadie
las comprenda o que nadie las considere viables, básicamente por no contarse con
la fuerza social necesaria porque la mayoría social no se encuentra preparada.
De nuevo, la clave está en encontrar
una mediación, como puente entre lo viejo y lo nuevo. Resurge así el debate sobre
el sentido común. Algunos indicarán que se trata de acompañar, plegándose, al sentido
común popular, explotando las distancias con los abusos del poder, aún cuando comporte
aceptar reclamaciones periclitadas. La respuesta no puede ser tampoco desacreditar
el sentido común –como hizo en su día Pierre Bourdieu que sugería pensar “contra
el sentido común”. En cambio, de lo que se trata es de “dialogar con el sentido
común”, como ha venido sugiriendo el sociólogo Alfonso Ortí. Esto es, acercarse
a las problemáticas de las mayorías para formular preguntas al sentido común. Recordemos
que el sentido común también porta en sí mismo el consentimiento de lo existente,
y no sólo los límites al poder. Desde ese punto de vista, una organización política
transformadora debe construir lazos orgánicos con los grupos sociales con los que
se compromete, para desarrollar ese cuestionamiento, al mismo tiempo que se trasladan
las aspiraciones y demandas de manera programada. Ese método es el que permitirá
el proyecto de construir un sentido común nuevo, de un modo que pueda partir de
lo viejo pero sin renunciar a la transformación emancipadora.
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