Un relato de legitimidad que ha de ponerse en
entredicho.
En las últimas décadas se nos había venido
insistiendo en que el neoliberalismo consistía en una doctrina que idolatraba
la eficiencia prácticamente automática del mercado. Se afirmaba que esta
institución de intercambio facilitaba una asignación apropiada de los recursos,
que era el canal mediante el cual era posible el crecimiento de la renta, la
creación de empleo y de la riqueza de las naciones. Durante mucho tiempo, se nos
aseguró que el capitalismo funcionaba gracias a la iniciativa innovadora y
emprendedora (Schumpeter, 1942)[1],
virtud sólo al alcance de capitanes de industria, que revigorizaba cada ciclo
de negocio con su arrojo y asunción del riesgo, por lo cual recababan un
merecido beneficio. En su defecto, la concentración de capital en grandes
colosos transnacionales acumularía economías de escala y diversidad que promoverían
el desarrollo. Primero desde focos de creación, después diseminando sus logros
a todos aquellos que tomaran las mejores prácticas de eficiencia en términos
competitivos (Rostow, 1963)[2].
No queda más que un borrón en el texto de aquellas apelaciones a la competencia
para permitir escoger a los mejores. Básicamente porque nadie se cree que la
economía capitalista funcione así, ni pueda hacerlo. Ha quedado muy lejos la
consideración de que el Estado era un monstruo que encorsetaba el margen de
maniobra y la asignación apropiada que realizan las grandes corporaciones en un
marco de economía de mercado.
En el nuevo contexto, se ha modificado,
sorprendentemente y sin que apenas nadie lo advierta, el paradigma de
legitimación del régimen socioeconómico vigente. Ahora, dicen, el pilar de la
economía radica en el sistema financiero, pilar del crédito y la liquidez, y combustible
de la posible inversión. Y el Estado ha de desempeñar un papel crucial,
empleando todo su andamiaje político e institucional[3]
para garantizar que la banca se sostenga, porque de otro modo, la economía
seguirá embarrancada.
En todo este relato encontramos numerosas
fallas. La primera de todas es que este relato no se corresponde con la
realidad. La segunda, es que, ni que decir tiene, ni siquiera su
funcionamiento, si se diera en esos términos, beneficia a la mayoría social. Todo
este andamiaje sesga la interpretación de lo que sucede para prestigiar lo
inaceptable, dándole méritos a quien expropia el esfuerzo y el saber de millones
de trabajadoras y trabajadores. Además, cabe decir, que los intereses conjuntos
de la banca y la industria cada vez se confunden más entre sí, intercambiando
consejeros en uno y otro sector, y contando con estrechos privilegios
compartidos para sostener lo que no puede llamarse de otra manera que un sistema
organizado de explotación del mundo del trabajo y de apropiación del sector
público. Sea bien para su privatización, sea para su instrumentalización y
poner en marcha políticas a su favor.
Cabe señalar, además, que, constituyendo el
sistema financiero, en efecto, un sector estratégico de la economía, en el que
el Estado ha de garantizar su funcionamiento en última instancia, resulta un
contrasentido que la banca esté en manos privadas. La banca privada siempre está
dispuesta a acaparar beneficios, sin reparos en operar arriesgadamente, porque
sabe que contará con el colchón del sector público llegado el momento,
socializando pérdidas, al erigirse en el actor fundamental que determina la
política monetaria de un país (incluso más allá que el propio banco central,
dada la capacidad real de creación de dinero mediante el mecanismo de la deuda).
Esta situación de riesgo moral ha de poner en el centro de la escena la
necesidad de una regulación del sistema financiero más intensa, y la urgencia
de que el núcleo del sistema bancario se encuentre en manos públicas bajo
criterios de gestión solvente y a favor del interés general.
La situación de
crisis persiste entre la banca española
La banca española en los últimos años ha
sufrido la mayor metamorfosis de su historia. Se erigió en el agente que facilitó
la extensión de crédito, y medió en la multiplicación de capital ficticio. Su
sobredimensionamiento y exceso de protagonismo han sido consecuencia de las
políticas (monetaria, desregulación financiera, etc..) que trataron de
contrarrestar las políticas de ajuste, de carácter recesivo, que dieron
respuesta a la crisis de los 70. En ese nuevo contexto, su peso en la economía
le hace el actor clave de la hipertrofia financiera que agravará la crisis tras
2007, añadiendo un problema de provisión de crédito y de sobreendeudamiento a
la crisis de acumulación.
En un contexto de crisis, como la que se dio
a partir de 2008, que deriva ahora en estancamiento, hemos comprobado como las
tasas de rentabilidad (ROE) del sector bancario han descendido notablemente.
Estas se encontraban en torno al 12,1% medio en el periodo 2000-2008, para a
partir de entonces declinar, con pérdidas fuertes en 2012, y luego recuperarse,
pero lejos de alcanzar los niveles iniciales de periodos previos. Esa
recuperación pronto se ve cortada y vuelve la tendencia a la reducción en 2015,
según Afi y Banco de España. El Banco de España calcula en el 5,1% el ROE de
las entidades financieras españolas en 2015. Según Goldman Sachs[4]
esta tendencia al deterioro de la rentabilidad persiste hasta este mismo año.
Fuente:
Elaboración propia a partir del Banco de España. Datos para diciembre de cada
año.
Los niveles de solvencia de la banca española
entre tanto se ven dañados (10,7% según el ratio CET 1 según Goldman Sachs), y
a pesar del fuerte desapalancamiento, aún no ha conseguido superar sus
problemas. La reactivación del negocio es débil, y el riesgo de morosidad aún
es alto (9,39%, 2016, al nivel de 2012, según Reuters[5]).
Esta estabilización paupérrima de los indicadores de resultados y de solvencia[6]
se ha abordado con un ajuste formidable del sector financiero, inimaginable
antes del periodo de crisis.