Junio de 2013, Daniel Albarracín
La
economía española sigue atrapada en un ciclo que alterna recesión,
estancamiento y depresión. Combinada con una política de empleo nefasta, pone
en el disparadero las tasas de paro. En el caso español, además, la posición
desfavorable en la inserción en los mercados europeos, como le sucede a otros
países de la periferia, en un marco de políticas e instituciones que favorece a
los países centroeuropeos, y las políticas de austeridad aplicadas de manera
más contundente aquí explican las diferencias con el resto de países de nuestro
entorno. La aplicación de políticas de ajuste parece ser la orientación de los
últimos gobiernos, sobre todo desde 2010, que han coincidido hasta el punto de
constitucionalizar como objetivo absoluto el pago de la deuda pública, con una reforma del artículo 135 de la CE (aprobada por los dos
partidos mayoritarios
del Estado español), que pone por delante el
interés de las grandes corporaciones frente al del conjunto de la ciudadanía.
Deuda
fundamentalmente contraída desde 2007 por la caída de la recaudación fiscal, la
regresividad del régimen fiscal y la evasión y el fraude de las rentas del
capital y, especialmente, de las grandes empresas; y acelerada por la inmensa generosidad
del rescate a la banca privada desde 2011, lo que mantiene intervenida en la
práctica la mayor parte de la política económica, supervisada por Bruselas.
Aunque los dos últimos gobiernos se han mostrado “ejemplares” (a iniciativa
propia, yendo más allá de los postulados exigidos por la Troika) el que ahora
está al mando ha llegado incluso más lejos que el anterior, con unos recortes
históricos en casi todas las esferas de la actividad pública, ejecutando una
reforma laboral sin parangón, que pulveriza los derechos sociolaborales y de la
negociación colectiva. Esto ha propiciado la destrucción de empleo y una
intensa devaluación salarial, quizá con el propósito de restaurar la tasa de
rentabilidad en este último tiempo erosionada.
Desde
2010 en España se ha procedido a un proceso de desendeudamiento que agudiza la
crisis, y se adivina será duradero. Las empresas proceden a desapalancarse
(pagar sus deudas para reducir su peso en sus balances), una vez sus costes
financieros se han disparado hasta un nivel difícilmente soportable producto de una elevadísima
deuda acumulada. Al destinar los recursos a pagar la deuda causa más
recesión y, en particular, interrumpe las iniciativas y niveles de inversión.
Es preciso advertir que este proceso de desendeudamiento puede ser prolongado,
porque las empresas tardaron décadas en llegar hasta estos niveles y deben
reducir sus compromisos financieros para que su actividad no siga asfixiada,
más aún en un contexto de sequía del crédito.
El
proceso de endeudamiento privado se impulsa ascendentemente desde finales de
los 90, tras una fuerte desregulación financiera, y se acelera por el nuevo
contexto creado por el Sistema Euro, donde las facilidades de crédito, en los
países periféricos a tipos de interés reales históricamente muy bajos, no se
aprovecharon para dar un impulso ordenado, innovador y avanzado a la inversión,
sino que se dilapidó en la burbuja inmobiliaria y, aunque en menor medida, en
el sector turístico (que en vez de diversificarse siguió la inercia del
monocultivo del sol y playa hasta el punto de saturar buena parte de nuestra
costa), con el consiguiente endeudamiento masivo. Ese proceso se agota a partir
de 2007, donde se alían irremediablemente la erosión de la tasa de beneficio y
el incremento de los costes financieros de las empresas. Desde entonces el
problema de la deuda privada es el principal de todas las economías de la
periferia europea (salvo Grecia), que ha sido enfrentado con diferentes
mecanismos de socialización hasta el punto de trasladar al sector público, y a
la espalda de las mayorías sociales, la crisis de las empresas privadas, en
especial de las corporaciones del sistema financiero. La vía en que se ha
logrado este resultado paulatino de relativa conversión de la deuda privada en
pública ha consistido en, primero, establecer un régimen fiscal con una presión
fiscal muy inferior a la media europea, muy laxo con las rentas del capital y
con el fraude, reduciendo drásticamente los ingresos públicos; en segundo
lugar, aumentar el gasto público, sobre todo por las ayudas directas a la
banca. Desde 2009 hasta finales de 2012, el Estado español se ha endeudado en
136.083 millones de euros para ayudar al sector bancario. Esto supone
que de todo lo que se ha endeudado el Estado (pasando del 40,2% al 84,2% del
PIB) desde entonces, un 41,26% ha sido para dárselo a las entidades financieras
españolas y otro 29,38% ha sido para dárselo a los acreedores de la deuda
pública española en concepto de intereses. Esto es, el 70% del incremento de la
deuda tiene relación directa con los mal llamados rescates –que, por otro
parte, condicionan la política económica, pautada por los tratados de
austeridad marcados desde Bruselas-. En
definitiva, desde 2009 hasta finales de 2012, la deuda pública ha aumentado
aproximadamente un 18% sobre el PIB debido a las ayudas a la banca; un 13%
sobre el PIB debido al pago de intereses de deuda pública, y otro 13% sobre el
PIB al gasto corriente que excede los exiguos ingresos fiscales.
El
mundo empresarial ha observado en esta duradera crisis como su tasa de rentabilidad[1]
ha descendido notablemente (ver Tabla 1 en Anexo), mientras sus costes
financieros siguen lastrando los resultados, lo que apenas permite nuevas
inversiones y crear de empleo. Asimismo, la caída de las inversiones y del
consumo (debido al paro, la devaluación salarial, los recortes en el sector
público y la incertidumbre reinante) han ocasionado un descenso muy acusado del
nivel de actividad y de los negocios. Las empresas han optado por desinvertir e
ir afrontando el pago paulatino de sus deudas, fortaleciendo sus niveles de
solvencia. Sin embargo, esta estrategia está fracasando porque la disminución
de la actividad económica real está colapsando la capacidad de hacer frente a
las deudas de las empresas, dado el contexto recesivo. En suma, las estrategias
de las empresas privadas, movidas al unísono hacia una línea de desinversión y
reducción de la actividad, propician más recesión aun y profundizan la crisis, impidiendo,
en última instancia, superar el problema de endeudamiento que arrastraban y
procuraban aliviar. En un contexto de ausencia de medidas del sector público,
el escenario general es de creciente colapso.
Parecería
más sensato que la incapacidad e ineficiencia de los mecanismos de mercado, y
de las estrategias del mundo empresarial privado, fuesen compensadas por una
mayor iniciativa del sector público. Sin embargo, la política económica
dominante se está basando en transferir el problema de la deuda al Estado,
aplicar más recortes en las inversiones y políticas sociales que venían desde
el ámbito de lo público. De tal manera que al deterioro de los niveles y
capacidad de consumo de los hogares se suma el retrotraimiento del sector
público, en materia de inversión y políticas sociales. Esto es, en definitiva, un
nuevo factor añadido para conducir a la depresión económica.
Fuente: Elaboración propia a
partir del Banco de España
En
suma, dadas las circunstancias, los problemas estructurales de fondo, y las
medidas aplicadas, lo más probable es que la recesión que ahora atravesamos
suponga inclinarse a la depresión en 2013 probablemente prolongándose en 2014.
Tras ese periodo, si acaso, la sangría empresarial, puede que reactive la
economía española con las supervivientes. Pero es difícil que lo haga en forma
intensa, lo que no augura un escenario que mejore un mero estancamiento. Para
evitarlo no es suficiente con que se dilaten los compromisos que la Troika
exige en materia de austeridad y objetivos de déficit, ni siquiera los escasos fondos
y el mal diseño de las ayudas para el empleo juvenil, sino que sería necesario
un viraje en los ámbitos de la política fiscal, con un esfuerzo fiscal más
soportado en las rentas del capital y no tanto del trabajo, de redistribución
intraeuropea, y de inversiones públicas más intensas, capaces de generar empleo
a gran escala y de calidad, así como de orientar y desbloquear la inanición de
la iniciativa privada en este contexto de desapalancamiento (o lo que es
equivalente, el proceso de desendeudamiento) y cortocircuito del crédito. Sin
duda alguna, estos parámetros invitan a plantearse medidas que revisen las
relaciones y compromisos entre acreedores y endeudados a diferentes escalas, la
regulación del sistema financiero privado, y situar en la agenda la urgencia de
una banca pública que promueva el crédito, orientado a actividades socialmente
útiles.
[1]
Conviene distinguir entre tasa de rentabilidad (que el rendimiento en relación
con la inversión), la masa de beneficio (que es el excedente absoluto
acumulado), del peso del excedente bruto de explotación en la renta nacional.
Mientras que el primero y el segundo se han visto reducidos (lo que no impide
que en el juego de la competencia una minoría de empresas pueda augurar una
situación que les va a favorecer, al quedarse con cuota de mercado de otras
empresas desaparecidas), el peso del excedente en la renta nacional se ha
incrementado, ante el drástico desplome del fondo de salarios.
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