Daniel Albarracín
Septiembre de 2012
Hace unos días se publicó en el Diario El País un
artículo de Cesar Molinas titulado “Una teoría de la clasepolítica española” en la que se formaliza algo que coloquialmente
está muy extendido: "el problema de nuestra sociedad radica en una clase política
corrupta y es necesario reformular el sistema electoral para hacerlo de estilo
mayoritario". Un amigo personal, votante de UPyD, me lo hizo llegar y se encendió
la polémica. A
continuación comparto enlaces a dicho artículo, a otros que supusieron una réplica
al mismo y, más abajo, algunas reflexiones personales al respecto que dan
respuesta y crítica a dicha argumentación.
Réplicas
De Javier Parra:
De Ignacio Escolar:
Voy a redactar unas notas aprisa,
para dar opinión en medio de una polémica que tiene que ver con el foco de atención
que unos y otros tenemos.
Intentaré entrelazar reflexiones que
en parte son comentarios acerca de algunas noticias que circulan, y otras
consideraciones relacionadas a algo que me preocupa: el riesgo de un golpe
tecnocrático autoritario y populista y que, en gran medida, representa, entre
otros, UPyD -una opción que es, en suma, una idealización de un sistema fallido
que antes representaban PP y PSOE. A partir del fracaso de los resultados de la
ideología dominante que los anteriores defienden, UPyD trata de abrirse camino
entre el populismo, la ambigüedad y la tecnocracia centralista-, apoyándose en
sus mismos parámetros de partida pero prometiendo una eficacia mayor para el
mismo esquema.
El diagnóstico de Cesar Molina está
hecho a medias, y una media verdad es una gran mentira. Y de una mentira no hay
posible propuesta razonable. De hecho, la que plantea es sencillamente detestable
y contrademocrático.
En primer lugar, debe
caracterizarse el esquema sociopolítico y económico de manera más
completa, mejor articulada y más realista. A este
respecto cabe decir que el problema radica en el poder de las grandes compañías
financieras -principalmente- e industriales -después-. Es preciso hacer esta
distinción entre gran burguesía, y en especial de las capas prestamistas y
accionariales que adoptan realmente comportamientos rentistas, de los grupos
gerenciales -hoy por hoy, al servicio de los primeros-, del resto de clases
productivas. Entre las clases productivas cabe identificar al pequeño
empresariado y a gran parte de los y las trabajadoras autónomos, aparte del
conjunto de las clases trabajadoras. Estas últimas clases sociales son las que
hay que defender contra la casta explotadora y vampírica que nos domina. El papel
de la actual partitocracia no es más que la de ser
gestores y representantes de fracciones de la gran burguesía, con un margen de
maniobra de definición de políticas limitado, estando a su servicio.
Por otro lado, pero también de
manera más importante, hay que asumir que la lógica
sistémica aboca a crisis recurrentes de acumulación, al estar orientada por la
búsqueda de lucro, y estar condicionada a situaciones que esta lógica genera de
sobreproducción, competencia oligopolística -aunque este no es el problema
principal-, e hipertrofia financiera. El problema son un tipo de relaciones,
reglas y lógicas de funcionamiento que nos abocan a desastres periódicamente
que, por otro lado, son fuente de enorme injusticia y miseria.
Resulta fundamental distinguir
entre partitocracia -régimen de representación partidista pautada por unas
reglas electorales y de financiación que les reproduce y que les limita y
subordina-, la actitud de algunos políticos, el carácter de algunas medidas
políticas, y la Política con mayúscula -ese espacio de debate y decisión
públicas de carácter deliberatorio, participativo y democrático, en torno a
cuestiones de cómo nos dotamos colectivamente de normas sociales-. La política
es un arte bien noble, pero es polémica y conflictiva. Las políticas tienen
sentidos diferentes. Los políticos tienen conductas que deben diferenciarse, y
la partitocracia vigente es lo que cabe cuestionar.
Es crucial entender que el
problema no es sólo de ineficiencia de los políticos, o de burocracia -esto es
únicamente una cuestión periférica-, sino de una cuestión sistémica más grave. Está claro que hay ineficiencia, pero el problema
radica, en la dimensión de las decisiones de lo público, principalmente en la
orientación de las políticas. Está claro también que hay una corrupción
extendida, pero en términos económicos el desvío y despilfarro que eso pueda
ocasionar no explica ni el 1% de los problemas a los que asistimos. Hay gente
que piensa, por otro lado, que el problema es la falta de ética o que presenciamos
una estafa cotidiana, pero una explicación de estas características no
comprende que no se trata de una falta a la moral o de un robo más
o menos repetido, sino de un problema estructural que radica en la lógica de
rentabilidad competitiva.
En este sentido, un problema del
sistema político es su conformación partitocrática con un sistema electoral muy
mediatizado por las circunscripciones y su forma de atribución de escaños que,
en gran medida, se aproxima a un sistema mayoritario que beneficia a los dos
principales partidos, es neutro, en la práctica, para los nacionalistas, y
perjudica a las opciones estatales menores. La forma de financiación de los
partidos del régimen, dependientes del sistema financiero y de subvenciones que
reproducen el statu quo define tanto la influencia decisiva del gran capital
privado sobre los límites de sus actuaciones, como el papel subalterno del
poder político respecto a la oligarquía capitalista y la forma del Estado que
les apoya y abriga.
A este respecto, es el gran
capital privado y las grandes fortunas los responsables de tal fraude fiscal, y
de evasiones múltiples (paraísos fiscales, ETVE, deducciones
abusivas, y desgravaciones exageradas en los impuestos a las rentas del capital,
etc...) que explica por sí mismo el déficit público. Es precisamente la
desigualdad en la distribución del ingreso el vehículo principal de generación
de precariedad, penurias y retrocesos en las condiciones de vida. La masa de
beneficios, de la que se apropia una minoría social (menos del 7%) entraña en
torno al 45% de la renta nacional, y gran parte de estos beneficios, en vez de
reinvertirse para crear empleos, engrosan las cuentas de financieros rentistas.
Siguiendo a una propuesta de generar zonas francas fiscales para innovadores de
un artículo que me enviaste la cuestión es que la solución no radica en
profundizar la exagerada desfiscalización de los últimos años, entre medias de
un diseño del régimen fiscal muy injusto sobre todo para las rentas del
trabajo. Si no hay nuevas inversiones tiene que ver con una crisis de solvencia
y rentabilidad, por un lado, causado por la propia crisis de sobreproducción y
endeudamiento privados del sistema, y con el carácter burgués del Estado, que
se inhibe de invertir en áreas de interés productivo, ecológico y social para
empezar a jugar un papel de Robin Hood al revés.
El problema del sistema político
es la ausencia de una democracia participativa que permita incorporarse al
debate público a la mayoría de la población. Y, en segundo lugar, su enorme
dependencia de la financiación privada. Y, en lo que concierne a la
financiación pública, el problema no está en su cuantía (de hecho, un país
necesita de recursos para organizaciones que medien los debates) sino en su
atribución que reproduce el statu quo, al dar más
financiación a quien más escaños y votos obtuvo,
impidiendo la incorporación de la renovación de ideas en el sistema político.
Eso, y la profesionalización de la vida política, que hace que la arena de las
discusiones sea monopolio de unos burócratas de lo político.
A este respecto, un sistema
mayoritario es extraordinariamente perverso, y no contribuye en nada a resolver
el carácter inmaduro y deformado de nuestro sistema político, sino que ayudará
a empeorarlo. Realmente sería mucho mejor un sistema electoral con
circunscripción única, o a lo sumo autonómica, y se podría mantener la Ley D'Hontz, pero el
problema, como te digo radica en el secuestro de la política por las grandes
corporaciones.
Esto también lo digo, porque hay
un discurso muy extendido que reduce los problemas vividos a corrupción,
burocracia, estafas, autonomías o ineficacia de los políticos. Todo eso lo hay,
y es grave -especialmente la red clientelar en torno a intereses creados-, pero
no es el problema principal. Un discurso que ignora la desigualdad entre ricos
y pobres, entre rentas del trabajo y del capital, de las contracciones a las
que conduce el capitalismo como lógica socioeconómica. Un discurso que piensa
que todo es cuestión de eficacia técnica de los políticos, sin discutir qué
tipo de políticas son las más apropiadas para las
necesidades sociales y la crisis en vigor, sin entender que hay un conflicto
entre clases sociales -complejas y poliédricas, pero clases diferencias y
algunas en disputa evidente-. Un discurso que, en suma, estaría conforme con
que viniese al poder un líder carismático que amparado en la tecnocracia todo
lo resolvería, sin preguntarse realmente en qué consistiría su programa y a
quién y a qué respondería. Esa opción, se parece mucho al fascismo, y eso sí
que es preocupante.
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