Daniel Albarracín28-11-2009La modernización de la sociedad no puede ser completa sin alcanzar cotas de relación y trato equivalente entre todas las personas. En este sentido, aunque con transformaciones nada desdeñables, pero que en modo alguno debemos mitificar y sin ninguna concesión a la complacencia, la división sexual del trabajo de nuestros días hereda aún jerarquías, estereotipos, roles y desigualdades que no se corresponden ni radican en las similitudes ni en las diferencias existentes entre hombres y mujeres. Su razón consiste en la pervivencia histórico-cultural de relaciones patriarcales en la familia, en las instituciones sociales y en el mundo de la empresa que no responden más que a una injusticia racionalizada por justificaciones basadas en prejuicios y la tradición conservadora, y que aún presenta en algunas cuestiones rasgos precivilizatorios.
Desde la familia a las instituciones educativas, hasta la propia publicidad y la industria del entretenimiento, todavía se vuelcan expectativas e inculcan actitudes hacia ciertas responsabilidades, y para otras no, que van asignando roles diferenciados y de diferente reconocimiento y aprobación social a hombres y mujeres.
Las cosas han cambiado de un tiempo a esta parte. Pero no siempre hacia una mayor emancipación.
La mujer se ha incorporado en gran medida al empleo. Pero no se ha librado de asumir las principales cargas del trabajo doméstico y de crianza. Las mujeres han entrado en el mercado de trabajo. Sí, pero, por desgracia, por la puerta de atrás y siempre con la obligación de atender el espacio del hogar. Aunque los varones se han sumado a apoyar en las tareas domésticas y de crianza todavía dedican un tiempo muy inferior al de las mujeres a ese cometido. Son frecuentemente otras mujeres de extracción social o situación legal más vulnerable las que suelen cubrir el servicio doméstico. Y muchas veces son las abuelas las que sustituyen a los varones en las tareas de crianza, cuando la mujer trabaja, apareciendo nuevos fenómenos de sobrecarga, que sumados a la doble tarea de las madres, se suma a la que cubren las mujeres más mayores.
Ellas estudian más, y cada vez sobre materias más diversas, y acumulan una cualificación más capaz, pero sin embargo no se les reconoce sus capacidades y preparación. En cualquier caso, también, los estudios que se prefieren para ellas, y que ellas acaban escogiendo, siguen reproduciendo estereotipos y roles. Por un lado, estudios cuyas ocupaciones corresponden al modelo femenino tradicional; por otro, estudios que no tienen demasiadas salidas profesionales en el mercado de trabajo; y finalmente, continúan estudiando, prolongando su dependencia económica, porque sencillamente el mundo laboral no emplea a las mujeres y las desaprovecha. En suma, estudian más y no se las valora en el ámbito empresarial, y acaban estudiando más debido a que no se les brindan oportunidades laborales dignas.
Ni la entrada al empleo de las mujeres ha sido en empleos remunerados de manera pareja al de los varones ni son empleos más estables, ni han sido en ocupaciones más reconocidas e interesantes –puesto que ciertas áreas están vedadas a la mujer, y algunas, no siempre las mejores, se reservan sólo para ellas-, ni en puestos de responsabilidad equiparables a los varones. Esto es especialmente visible en algunos sectores económicos, entre los que están el comercio y la hostelería. A este respecto, se ha producido un proceso de incorporación al mundo del trabajo asalariado que ha sido una auténtica extensión de los trabajos de cuidados, de administración del espacio y, en suma, de reproducción social. Tareas que han sido tradicionalmente atribuidas a la mujer, y que guardan enormes similitudes competenciales a los que han sido propias del espacio doméstico (trato agradable, actitudes y habilidades relacionales y afectivas, atención y disponibilidad constante, etc…). Así, son ellas las que ocupan principalmente los trabajos de servicios a las personas –servicio doméstico, hostelería, comercio, educación, sanidad, etc…- y de administración –en oficinas, en centros de trabajo, etc…-.
Una consecuencia de todo lo anterior es que los ingresos de las mujeres difícilmente permiten la autonomía económica, porque con las nuevas circunstancias sociales y pautas salariales la asunción de ciertos gastos (vivienda, transporte, normas sociales de consumo, etc…) ya no se puede afrontar a menudo con ellos un estilo de vida socialmente integrado y suficiente. El viejo patrón del salario familiar (obtenido por el varón) no se ha superado por el de dos salarios suficientes, sino que han devenido en el de “salario y medio” para alcanzar una cuantía adecuada. Salarios que se ven achicados, más aún en una sociedad de consumo, y en un contexto laboral que impide o dificulta enormemente una disponibilidad idónea de tiempo para la dedicación a la familia, para las tareas del hogar y de cuidados. Incluso puede afirmarse, en términos globales, que las condiciones de vida, a pesar de las apariencias, pueden estar volviéndose peores que en tiempos pretéritos. Y para la mujer, más de las veces, con ingresos sólo pueden ser complementarios, el panorama no mejora, a pesar de haber abierto puertas en nuevos espacios sociales históricamente reservados a varones.
Además, las interrupciones de la biografía laboral, sobre todo en épocas de crianza, coarta sus aspiraciones. Sólo excepcionalmente los varones asumen, o el mercado de trabajo y las empresas les dejan asumir, de igual forma dicha responsabilidad. Son ellas las que en gran medida piden permiso parental, reducciones de jornada y consiguientes disminuciones de sus ingresos. Tanto porque las familias estiman que son ellas las que deben hacerlo, como porque las empresas no permiten que los varones dispongan sus tiempos para otras esferas de la vida más que para el trabajo. Concediendo las empresas mejores trayectorias laborales y mayores ingresos para ellos terminan por hacer “racional económicamente” esa toma de decisión, que relega a la mujer, total o parcialmente, duradera o temporalmente, del espacio laboral.
Los derechos formales crecientes para compensar esta situación son aún al día de hoy insuficientes. Además, el fenómeno que realmente contribuiría a superarlo, la
corresponsabilidad de los varones –y los servicios públicos en esta materia-, también está siendo obstaculizado por diferentes instituciones, inercias y culturas, en la que no es menor la dinámica y pautas construidas socialmente en el mercado de trabajo y en las empresas. Las empresas reproducen y se adaptan a las tradiciones, porque no pretenden modificarlas. Su objetivo fundamental es el rendimiento económico y plantean como dados las disponibilidades, perfiles, habilidades, actitudes y expectativas de la fuerza de trabajo disponible en base a lo que consideran dispuesto por la sociedad y dado de antemano. Así, de paso, declinan su papel de agentes sociales en sí mismos, y participan de perpetuar lo existente. Y es muy frecuente que se laven las manos diciendo que el problema está en otro lugar, un universo sin caracterizar llamado abstractamente sociedad.
Sin embargo, las empresas forman parte de la sociedad y contribuyen a su configuración. Ni que decir tiene que perseguir los objetivos de alcanzar la igualdad y reconocer la diversidad no es sólo tarea del empresariado, pero pueden contribuir decisivamente a su consecución o bien obstaculizarlo.
Dicho todo lo anterior, que pone en su contexto los factores de desigualdad entre hombres y mujeres, y que caracterizan las nuevas formas patriarcales del mundo del trabajo, podemos entrar a analizar un aspecto concreto, como es la
desigualdad salarial, para tratar de diagnosticar sus causas, sus aspectos y formas, sus dimensiones, y tratar de encontrar medidas proporcionadas a la realidad para su superación.
El
criterio básico de igualdad salarial parte del objetivo de
alcanzar una retribución igual para empleos de valor equivalente. Los últimos estudios dimensionan las diferencias salariales globales entre hombres y mujeres en torno al 25%-30%. Pero estos datos esconden algunos elementos que merece la pena poner de relieve.
Las causas de esas diferencias salariales no responden en la práctica, o sería un factor menor e insignificante, a factores de
discriminación directa relacionados con que para un mismo puesto de trabajo a un hombre y a una mujer se les paguen remuneraciones finales distintas. Los convenios han conseguido eliminar en gran parte las discriminaciones directas. Las razones, por el contrario, son principalmente otras, como pueden ser:
- La primera de todas ellas es que las ocupaciones que desempeñan hombres y mujeres no son las mismas, y estas ocupaciones no están igualmente reconocidas en el mercado de trabajo, aún suponiendo un valor social semejante. El valor de mercado, aunque frecuentemente no es más que el valor subjetivo atribuido por la empresa, de estos empleos es desigual y eso se traduce en las retribuciones diferenciadas de cada persona. Factores educacionales, culturales, pero también de políticas de selección de personal en el acceso a las profesiones determinan esta
segregación horizontal en las ocupaciones que realizan hombres y mujeres.
- La segunda es que las trayectorias laborales de las mujeres son más cortas, las salidas del mercado de trabajo más frecuentes, y que, las sitúan en peores condiciones de promoción y ascenso en las empresas, así como de conseguir puestos de dirección y responsabilidad. Por otro lado, al igual que pasa en los procesos de selección, los sistemas de promoción están caracterizados por seguir la libre designación de la empresa, sin sujetarse a criterios e indicadores de cualificación, experiencia y resultados objetivos, transparentes y acreditados, sin contraste con representantes de los y las trabajadoras. Se trata de la denominada
segregación vertical. Por consiguiente, las categorías y grupos profesionales de las mujeres suelen ser de una jerarquía inferior y por tanto les corresponde unos ingresos más reducidos en media que el de los varones.
- La tercera, es la
discriminación indirecta.
La discriminación indirecta es frecuentemente mal comprendida. Eso es así porque refiere a medidas que siendo homogéneas para todos tienen consecuencias desiguales. Y no porque las personas tengan aptitudes, cualificación y actitudes de mayor o menor mérito, sino porque sus circunstancias sociales por razón de su género, generación, identidad, etcétera, les condicionan seriamente. El punto de partida de cada persona (género, generación, extracción social, origen étnico, etc…) no es el mismo.
En la negociación colectiva la composición de la retribución o el reconocimiento se compone de diferentes dimensiones: salarios base, retribuciones variables, complementos de diferente naturaleza, dietas, salarios en especie, formación y beneficios sociales. Algunos complementos obedecen a razones de antigüedad, lo que perjudica a jóvenes y mujeres, con menores trayectorias, o trayectorias más interrumpidas. Otras responden a complementos arbitrarios o basados en estereotipos desligados de las funciones y responsabilidades realizadas, que impiden retribuir igualmente dos trabajos de valor equivalente (aunque sean distintos en tanto que puestos y áreas de desempeño).
En algunas circunstancias un porcentaje del salario está ligado a las condiciones de objetivos de producción por persona, de disponibilidad para la empresa, o las propias horas extras, todas ellas ligadas a la disposición de tiempo para el empleo de las personas. En la sociedad contemporánea este tiempo, desde el punto de vista global, está mal repartido, puesto que las mujeres al tener que asumir responsabilidades extraprofesionales, sobre todo las domésticas, en mayor medida que los hombres debido a una cultura y relación patriarcal dominante, no pueden satisfacer estos criterios de igual modo. Con lo cuál se les discrimina en caso de retribuir por motivos que ellas no pueden cumplir de igual manera en sus circunstancias. El tiempo extra de dedicación o de disponibilidad, y los objetivos exigidos que sólo se obtendrán si se dispone de más tiempo, es de más difícil asunción femenina, en el actual contexto histórico-social, y amenaza la conciliación familiar, que suele comportar mayor esfuerzo y dificultades para ellas, siempre y cuando no cambie la división sexual del trabajo doméstico y de crianza. Una de dos, en el marco de la empresa, o se promueve la corresponsabilidad masculina o el sistema de promoción o de la atribución de los complementos de disponibilidad, productividad extra por persona, etcétera, deben sustituirse por complementos por objetivos productivos cumplidos por hora trabajada, por responsabilidad asumida, o por la calidad del trabajo, sin que se premie en ningún caso el trabajar más tiempo o la disponibilidad.
Determinadas cualificaciones, dada la distribución educacional y de expectativas atribuidas socialmente, exigirlas a mujeres supone impedir su acceso a ciertos puestos de trabajo. De modo que debe compensarse la oferta de plazas con una oferta formativa para mujeres destinadas a la preparación para aquellos puestos de trabajo donde socialmente las mujeres no han tenido las oportunidades, estímulos, expectativas y roles asignados por la sociedad, aparte del establecimiento de cuotas siempre de naturaleza transitoria. Consecuentemente, también algunos puestos de trabajo “feminizados” deberían estar abiertos y facilitarlos igualmente a varones. Pero esta iniciativa, sólo en una segunda fase temporal, porque si no las mujeres pueden quedarse sin empleo incluso en donde hasta ahora lo habían conseguido.
Ni que decir tiene, que cualquier alusión a la complexión física es discriminatoria. Si para algún trabajo es requisito la fuerza física, a las mujeres debe proporcionársele la opción sea de herramientas e instrumental adecuado para poder desempeñarlo y, en su caso, entrenamiento apropiado y técnicas de prevención. Para eso está la tecnología...