Marzo de 2009. Daniel Albarracín
La economía es una ciencia social que interpreta y trata de orientar el modelo de producción, distribución y asignación de los recursos de diferente modo según el paradigma que se escoja y maneje.
De manera sintética, los paradigmas más ampliamente aceptados encierran diferentes concepciones en cuanto a parámetros determinantes que, básicamente, responden a las preguntas “qué producir, cómo producir y para quién producir”. En suma:
a) Cada uno de ellos considera y atribuye el origen del valor, o inclusive en su caso la fuente de la riqueza –visto más a largo plazo-, a un factor o conjuntos de variables dado;
b) plantean un vector estimulador de la economía, identificando dos planos: el cómo funciona el sistema vigente y cuál debiera ser la referencia, si es que se entiende así, en un sistema alternativo;
c) considera condiciones de desarrollo sobre las que partir y qué suponen ciertos límites;
d) y parte de una concepción determinada de la naturaleza social del modelo económico que plantea una serie de interrogantes para dar respuesta a unos objetivos que responderían a determinados intereses.
Como bien es sabido, en la sociedad contemporánea hay paradigmas dominantes y otros minoritarios o alternativos, en tanto que las relaciones de poder económico e influencia sociopolítica premian la presencia, extensión y legitimidad de unos sobre otros. No obstante, el reconocimiento del poder de algunos de estos paradigmas sobre otros no es sinónimo de su capacidad de interpretar la realidad adecuadamente ni mucho menos de la justicia o eficiencia de los mismos.
La interpretación neoliberal, basada en escuelas neoclásicas de diferente generación, fundamentalmente entiende que el origen del valor radica en la iniciativa innovadora de los emprendedores (con medidas financieras, productivas o comerciales, de innovación de producto o proceso tecnológico, etcétera) y en el riesgo asumido por los capitalistas en sus inversiones, con cuya acción movilizarían y organizarían los diferentes recursos productivos (maquinaria, tierra y trabajo) generando riqueza y empleo. El vector estimulador no es otro que la maximización de las rentas que persiguen los diferentes factores productivos que, en última instancia, deben plegarse a la óptima asignación que el capital promueve. Las condiciones de desarrollo son ilimitadas y son mediadas en el mercado que asigna idóneamente de los recursos, recurriendo a las fuerzas en equilibrio de la oferta y la demanda y al estímulo selectivo de
Por otro lado, la interpretación socialiberal, de moda últimamente, se basa en un liberalismo compasivo o corregido, que ya una vez en el siglo XIX fundó John Stuart Mill. Se trataría de una línea basada en la síntesis neoclásica, el paradigma keynesiano de posguerra, y entiende que al mismo tiempo que el mercado y el capital son las instituciones y actores protagonistas y promotores del desarrollo, es posible identificar fallos en el mercado y problemas de equidad que exigen políticamente la implantación de políticas sociales y salariales de mínimos para evitar la exclusión de ciertos segmentos sociales en riesgo. Este planteamiento considera que las corporaciones capitalistas son los actores que en mejor condición están para seguir una asignación eficiente de los recursos económicos en un mundo globalizado y que la inversión es la fuente de la riqueza al emplear una combinación adecuada de medios de producción y factor trabajo (los “factores productivos”) a los cuáles hay que remunerar en función de los mercados competitivos de capital y trabajo. Las condiciones de desarrollo no siempre se despliegan en un régimen de competencia perfecta, y se plantean situaciones de desequilibrio transitorio en cuya situación el Estado puede venir en su socorro y corrección. Las políticas sociales, en condiciones de crecimiento del excedente del capital y suficiencia presupuestaria pública, una vez garantizado el funcionamiento capitalista de desarrollo, deben procurar la mayor cohesión social posible para mitigar el conflicto social combinando la promoción de un crecimiento económico y la rentabilidad del capital con unas tasas de paro soportables. La iniciativa privada realizaría una asignación de los recursos adecuada, y las políticas públicas sostendrían las infraestructuras de aquellas áreas que el interés privado y el mercado no atienden. La desigualdad es un subproducto de la jerarquía social necesaria que la competitividad y meritocracia exigen. La competitividad es el motor fundamentalmente estimulador, cuyos beneficios son superiores a las situaciones de exclusión que pueda ocasionar, y sus peores efectos pueden ser amortiguados con rentas de inserción asistenciales. Una clase de líderes técnicamente preparados han de tomar las mejores decisiones, teniendo en cuenta que la ley debe garantizar una igualdad de oportunidades de partida, y que los grupos desfavorecidos que el sistema excluye deben tener un respaldo para poder sobrevivir. En este sentido, el papel de los sindicatos es consultivo, deben contribuir a engrasar el funcionamiento de las instituciones y de la movilización de los recursos, y el pacto social ha de ser la vía de su estrategia, confiando que la fortaleza de la acumulación capitalista genere prosperidad y, con ella, se genere empleo y margen para políticas sociales.
Sin embargo, cabe identificar otros paradigmas, minoritarios en su apoyo social al día de hoy, pero que brindan opciones desde cierta izquierda moderada a otra más avanzada y radical.
En primer lugar, cabe reflejar la opción socialdemócrata, caracterizable de defensiva o de resistencia. Según esta interpretación el capital cumple una función social, y debe ser responsable como tal, en tanto que empleador, inversor y emprendedor. El capital es un factor productivo que debe movilizar pero también reconocer al factor trabajo por su aportación clave a la producción y al consumo. En este sentido, considera que el vector estimulador del beneficio explica la evolución de la economía, pero encierra algunas contradicciones y falta de equidad si no se plantean regulaciones, preferentemente desde lo público y sindical, que garanticen un conjunto de derechos sociales, políticos y laborales para los y las trabajadoras. Estado y mercado sólo pueden comportar un crecimiento productivo, un beneficio económico y bienestar social si se sostienen regulaciones democráticas que reequilibren el papel y reconocimiento simbólico y material de los dos factores clave: capital y trabajo. No se trata, en suma, de romper con las relaciones sociales productivas dominantes que, bajo ciertas condiciones, pueden articularse armónicamente, sino de reequilibrar el reparto del producto social con una mejora de los sistemas de distribución, pasando por la política de rentas (política fiscal y de gasto público) y salarial, sin amenazar una tasa de rentabilidad suficientemente estimuladora de la inversión y la creación de empleo. El sector público debe garantizar un Estado del Bienestar y un conjunto de servicios públicos (educación, sanidad, pensiones, etc…) y cubrir los espacios de inversión que la iniciativa privada no aborda, con estándares de bienestar ampliados para toda la ciudadanía laboral. Los sindicatos deben procurar las condiciones de empleo estable y trabajo decente al tiempo que agitar el conflicto social en aquellas circunstancias de abuso, cuando el diálogo social quiebra, sin amenazar innecesariamente las condiciones de paz y certidumbre para que el capital público y privado puedan reeditar nuevas inversiones productivas de valor añadido competitivas a escala internacional, frecuentemente pensadas en el marco del Estado-Nación o de un bloque internacional determinado (UE, TLC, ASEAN, etc…). El reequilibro entre las clases sociales y entre lo público y lo privado, en definitiva, dependen del diálogo y el pacto social a nivel político, o la negociación colectiva, a escala laboral, en la que la disputa entre clases sociales se produce en situaciones de desajuste y abuso y ha de enfrentarse a éstos con un conflicto temporal hasta alcanzar el reajuste de la eficiencia del sistema compensada con una equidad socialmente aceptable.
Cabe identificar una última opción , de manera simplificada porque habría muchas modalidades dentro de ésta, que podríamos caracterizar de alternativa rupturista. Esta interpretación estima, por el contrario, que el origen del valor parte del trabajo realizado, y que este valor se materializa en el tiempo en el saber, la tecnología y el capital productivo; y que la fuente de la riqueza radica en
Esta alternativa rupturista no persigue por tanto aliviar o mejorar las relaciones entre clases sociales, sino romper con las reglas y privilegios que ocasionan la injusticia, la insostenibilidad ecológica, la ineficiencia y destrucción que el sistema socioeconómico causan en condiciones de vida, culturas, entorno ambiental y relaciones humanas. Para ello desarrolla iniciativas que tratan de cuestionar el sistema establecido, propone alternativas legítimas de cambio, extiende sus planteamientos a las clases subordinadas, defiende modelos y medidas que satisfacen necesidades sociales y que son comprensibles para la población, e interrumpen, dificultan o alteran las normas de funcionamiento económico y político del sistema capitalista. Planteará la defensa y mejora de las condiciones sociales y de empleo al tiempo que exige y desarrolla reformas de las normas sociales para avanzar hacia otro modelo social superador del existente. En última instancia, cuestionará las relaciones de poder político-económicas, aspira y programa nuevas formas de relación social sistémica que responde de otro modo y da contenido superador a los criterios de qué, cómo producir y para quién hacerlo. No lo hará sin ser conscientes del conflicto social que, en primer lugar, se origina en la violencia sistémica de la clase dominante privilegiada y sus adláteres sobre el resto de la sociedad y la naturaleza; en segundo lugar, la tensión, y la fuerza sociopolítica necesaria, que supone tratar de cambiar las reglas de juego, al enfrentar a clases con intereses opuestos, tratando de emancipar a las clases subordinadas; y las dificultades de transición a un nuevo modelo sociopolítico que conduzca de manera alternativa y democrática la economía al servicio de las necesidades sociales dentro de un modelo ecológico y humanamente sustentable.
Aunque las respuestas y criterios pueden ser diversos para ese futuro emancipado de las viejas cadenas hoy en pleno vigor (pero en el que aparecerán otros problemas, porque siempre los habrá, si bien se espera que de una tensión de otra índole), y muchos deberán ser desarrollados y afinados, dentro de éste último y abierto horizonte con miles de escenarios de futuro, no por ello nos encontramos con un vacío de posibles respuestas que no puedan no sólo idearse para el futuro sino también anticiparse para el presente. Así, para acercarse a ese futuro, la economía debería cambiar para estar lo más posible bajo la toma de decisiones democrática participada políticamente por el conjunto de la población, sin privilegio alguno. Las áreas sociales y económicas básicas y estratégicas (energía, sistema financiero, suelo, alimentación, transporte, comunicaciones, sanidad, educación, protección social, seguridad, etcétera) deben irse gestionando, regulándose o controlándose bajo un poder social público. Estas áreas deberían estar cada vez más orientadas por una planificación democrática indicativa que dimensionase el nivel y contenido general de la inversión de cada actividad una vez decidido el nivel y tipo de consumo asumible de la población, y la economía orientada estaría combinada, en contextos de escasez y bienes no imprescindibles para unas condiciones de vida entendidas como básicas, con sistemas de mercado regulado no capitalistas para el resto de bienes y servicios. Los sistemas empresariales se desarrollarían bajo la orientación del excedente (hacia la reinversión, la innovación tecnológica y empleo de procesos, materias primas, productos y servicios; la formación, la transferencia de excedente a otros sectores prioritarios, etcétera) y se gestionarán no por el máximo beneficio sino por seguir criterios de máxima eficiencia, solvencia y mínimo coste social, en el marco de la autogestión de los y las trabajadoras y el control público, democrático y transparente.
¿Y a ti qué es lo que más te convence?.
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