Daniel Albarracín[1]. Julio 2004.
Caracterización y Génesis
Las empresas de inserción[2] son conocidas como aquellas entidades de producción económica que, siendo organizaciones empresariales de diferente naturaleza jurídica, mantienen tras de ellas alguna entidad social que las respalda, o incluso que realiza las iniciativas para que estas tomen forma. Se caracterizan por responder a un doble objetivo: el de la sostenibilidad económica y el de la incorporación en dicha organización de un porcentaje de trabajadores/as, normalmente un 30%, en riesgo de exclusión social, o en situación real de marginación o desestructuración personal. Asimismo, es requisito desempeñar un papel de transición para estas personas en la obtención de un empleo ordinario en un itinerario más o menos coherente. Los grupos afectos a dicha órbita de colectivos desfavorecidos es bien amplia, y las empresas de inserción han ido asociándose hasta consolidar diversas federaciones de entidades de inserción social que han ido obteniendo, como grupo de presión, ciertos, aunque reducidos, reconocimientos legales y ciertas ventajas o subvenciones por parte de las administraciones centrales y, en muchos casos, de carácter local, proporcionándoles un espacio, mejor o peor, para su existencia.
Las empresas de inserción, si las viésemos desde una óptica ortodoxa propia de los análisis cercanos a la llamada “tercera vía”, formarían parte de un conjunto de dispositivos dentro de la ‘tercera generación de políticas de empleo’. Políticas de empleo que, desde ese prisma, habrían superado las viejas medidas de tratamiento del paro que se reducían a la simple provisión de acciones de formación para los desempleados. Tercera generación que vendría a reorientar los recursos públicos contra el desempleo, con iniciativas más ‘activadoras’ y ligadas a la creación directa de empleo; creación que no habría de ser directa, sino implícita, dispuesta por el sector público mediante una ayuda y ciertas reglas, pero sin su concurso exclusivo (diferenciándose de las antaño medidas socialdemócratas-keynesianas). Esta tercera generación de políticas de empleo vendría a responder a dicho reto mediante fórmulas como la subvención selectiva de proyectos de entidades económico-sociales, capaces de integrar por lo laboral; el condicionamiento de la concesión de proyectos públicos a corporaciones que respondiesen a ciertos requisitos -cláusulas sociales-; o la directa financiación parcial de iniciativas de desarrollo socioeconómico que promocionasen la creación de empleo.
Visto desde otro plano, el origen de estas entidades es más complejo, debiéndose fijar la atención en un período histórico singular, más allá de la simple plasmación de un conjunto de políticas de empleo conscientemente orientadas. En este sentido, la crisis estructural (pero no necesariamente definitiva) que el modelo de desarrollo capitalista padece desde los años 70 había incorporado al paisaje social volúmenes de desempleo inéditos que fueron enfrentados de muy diversas maneras. El viejo keynesianismo fue sustituido por políticas de austeridad y reestructuración neoliberal que, tardíamente, fueron tímidamente acompañadas con políticas de formación generalizadas. Políticas que contribuían a la movilización de la fuerza de trabajo activa, mejorando sus niveles de cualificación y permitiendo dinámicas de los mercados de empleo más fluidas, en tanto que los y las trabajadoras estaban en mejor disposición para adaptarse en un menor tiempo a mayor número de ocupaciones, en mercados cambiantes.
La excesiva flexibilización, y su asimetría (rígida para el trabajador, cómoda para el empleador), y el desarrollo de una sociedad salarial de mercado competitiva, condujo a un marco laboral de condiciones ampliamente inestables; inestabilidad, y conduciendo en su estado más extremo a la exclusión. Exclusión que se concentraba en ciertos colectivos, cuyas ondas de repercusión sacudían cada vez más a mayores segmentos de la sociedad. Esta situación se ha ido extendiendo hasta niveles muy importantes en los años 90.
Coincidía todo ese período con una integración y una derrota muy severas del movimiento sindical y político de izquierdas, y se asistía a la desmovilización que pulverizó aquel movimiento contestatario. Ahora bien, de aquella pulverización resurgió otra forma de actuación en lo social, pasando los movimientos del militantismo transformador y partidario al voluntarismo pragmático asociativo. El voluntariado era la nueva forma de participar socialmente; un voluntariado que respondía más fielmente a la nueva ideología posmoderna personalista que quería solucionar, con eficacia, ciertos conflictos sociales desde estrategias enmarcadas dentro de los límites del sistema.
El hueco para poder intervenir parecía evidente, habida cuenta del gran retroceso de los, ya frágiles, dispositivos del bienestar social. Bien porque el Estado se inclinaba a la subvención del capital y la privatización como estímulo del desarrollo, bien porque necesidades sociales muy claras aumentaban o sencillamente carecían de respuesta. Las políticas socialiberales y neoliberales (como izquierda y derecha de una misma hegemonía ideológica) eran conscientes de que un conjunto de problemas sociales se habían provisto desde lo público de manera burocrática y alejada de la realidad social, y que eran caras para los presupuestos de control del déficit público, y se animaron, unos más amablemente, otros más agresivamente, a externalizar el Estado del Bienestar.
Interrogantes del Tercer Sector para el futuro
Este espacio de provisión de servicios de carácter social constituyó y constituye el espacio aprovechado por las conocidas ONGs; empresas situadas en los mercados de los nuevos yacimientos de empleo; empresas de la economía social, entre las que hay incluir a las empresas de inserción; y todo el abanico de iniciativas que, desde ‘lo privado pero sensibles socialmente’, abarcan el denominado Tercer Sector. Y esta provisión de servicios se prestaba de manera más concreta y próxima a las necesidades de los colectivos más afectados. Todo parecía cuadrar en el nuevo escenario.
Entre las motivaciones de este Tercer Sector figuran la voluntad de aliviar el problema del paro, reducir las tasas de exclusión social, y contribuir a la conformación de una sociedad más armónica, admitiendo la práctica irreversibilidad del modelo de desarrollo propio de una economía de mercado. Estas entidades se nutren de la actividad (a tiempo parcial o a tiempo completo) de un nuevo voluntariado (muchas veces muy bien preparado, otras en absoluto, cuya remuneración siempre estaba condicionada a la consecución de proyectos de subvención públicos irregulares y que percibe salarios por debajo de los normales de dichas profesiones). Contratan a precios baratos a unas personas que, se dice, son de difícil integración en el mercado laboral ordinario, por su baja productividad. Personas que, en buen porcentaje, eran contratadas con nuevas figuras contractuales ad hoc que podían certificar su estigmatización (contratos de inserción) y consolidar su precariedad (contratos de formación, de obra y servicio, etc...), y cuya transición al mercado ordinario no dibuja nunca un itinerario bien definido. Sus gestores suelen coincidir con los de las entidades sociales que respaldan a las empresas de inserción (cuya buena voluntad no se cuestiona, pero cuyas dotes como organizadores no siempre son las mejores) y los y las trabajadoras de acompañamiento se acostumbra a compartir con dichas entidades sociales.
Es decir, el abaratamiento para el Estado es evidente, porque se pasa de una provisión pública directa, financiada completamente aunque de manera burocrática y distanciada, a otra provisión privada, financiada parcialmente, pero en cuya dinámica participa la voluntad y cercanía de personas que desean dar una contestación a problemas sociales enquistados.
Uno de los interrogantes que nosotros nos planteamos de las empresas de inserción, y otros dispositivos e iniciativas del Tercer Sector, es la capacidad de dar respuesta a los conflictos sociales señalados, cuando al final quedan limitadas a configurar organizaciones de gestión económica, con marca social, y cuando al final les atraviesa la tentación o la inercia, a muchas de ellas, de ser un fin en sí mismo. Formalmente no aspiran más que a ser entidades sin ánimo de lucro, en un 46% de los casos, pero proporcionan un modo de vida a mucha gente, financian empleos, y reparten ciertos reconocimientos a un grupo de personas, a costa del tiempo, esfuerzo, voluntad y agradecimiento de los trabajadores/as de inserción, trabajadores/as de acompañamiento, y el resto de empleados/as encuadrados/as en dichas empresas.
Las empresas de inserción son herederas de cierta concepción de paternalismo decimonónico, en esta ocasión actualizado para el siglo XXI. El viejo paternalismo industrial de Lord Owen, o de Fourier y otros muchos, ya partía de la idea de armonizar la integración social con los parámetros y objetivos de una organización económicamente eficiente. En el caso que estamos tratando, las empresas de inserción conciben su tarea en tanto que doble: integrar por lo económico y ser solventes como organización de mercado. Duplicidad de fines sostenida por dos fuerzas motores: las redes fuerza voluntaria (entre la oportunidad de inserción laboral y la profesionalidad ensayada) y la subvención, siempre parcial y persistentemente escasa, de las administraciones públicas.
Las empresas de inserción, en su mayor parte, asimilan el objetivo de integración social con la inserción laboral, partiendo de la vieja idea de que el trabajo es terapéutico. Es preciso señalar la enorme diferencia entre el trabajo, aquel ejercicio productivo sea remunerado o no, y el empleo, que entraña una actividad dependiente (de un salario o del mercado con sus reglas propias de nuestra época) pero que al mismo tiempo reporta una contraprestación y algunos derechos de protección social. Esa idea de que el trabajo es la mejor y casi única manera de ser reconocido socialmente, de realización personal, de desarrollo de una vocación profesional, y de autonomía económica, comparte punto por punto la otrora tradición protestante que ya asignó Max Weber como origen religioso-cultural al capitalismo. Se idealiza así la vía del trabajo, que es prácticamente la exclusiva para desarrollar un modo de vida integrado en la sociedad capitalista para la mayoría de la sociedad, haciendo de la necesidad virtud. Y se vela la realidad que constata que la formación sociohistóricamente contemporánea en sí misma fragmenta, segmenta y expulsa día a día a muchos colectivos de la fracción integrada en esta sociedad de consumo privilegiada. De manera que, frente al propósito de transformar las reglas y relaciones sociales que sostienen las normas que sistematizan la división social, y que consolidan la exclusión como medio de disciplinamiento de las clases subordinadas, especialmente las que viven de un trabajo asalariado, una importante parte de este Tercer Sector trata de “reciclar” a personas que “han fracasado” en la consecución de un modo de vida normalizado. La desafiliación provocada por la sociedad salarial, como diría Robert Castel, se enfrenta poniendo, si seguimos un símil balompédico, a un “portero para un equipo que ya tiene toda su defensa superada por el adversario”.
De manera que nos encontramos con un sector que se dice social, pero que es privado al tiempo que asistencializado por el sector público, y cuyo eje central de reivindicaciones pasa por el reclamo de mayores subvenciones y reglas de discriminación positiva. Se basa en la idea de que sus organizaciones aportan un valor de integración, que abaratan y aligeran las responsabilidades del Estado en cuanto a facilitar la cohesión social, y que generan un empleo. Y los frutos de este esfuerzo económico y humano, a juicio de este mismo sector, en tanto que la productividad de este segmento de la fuerza de trabajo es menor a la media, ha de ser compensado para ser viable. Pero esa viabilidad es la de seguir creciendo a costa de ampliar las fronteras de un submercado, un segmento inferior de empleo de la fuerza de trabajo, y una actividad que siempre será deficitaria en un mercado competitivo y que, si no lo es, será porque mantendrá condiciones de empleo desfavorables a los que se emplean en dichas organizaciones.
Entonces, ¿qué podría hacer el tercer sector para pasar del remiendo a ser un auténtico movimiento reformador?. Pues, en suma, la politización de las bases sociales con las que cuentan, sujetos afectados y que aspiran a erradicar un conflicto colectivo persistente, sin conformarse con su paliación simplemente a título particular. Las redes de personas vinculadas a estas iniciativas deben dejar de constituir sujetos pasivos o adaptativos para ser protagonistas de su emancipación. El tercer sector puede y debe continuar dando respuestas a los problemas de supervivencia e integración social de las personas de estas entidades, pero es preciso tomar conciencia y dar un empuje para articular este potencial social para ir más allá de una presión en aras de una regulación y subvención más generosa. El que las entidades sociales conozcan mejor las necesidades concretas de colectivos (que sólo es cierto hasta cierto punto), no puede seguir siendo sustituido por el sumatorio de peticiones particulares para problemas singulares.
Es absolutamente necesario un diagnóstico amplio de los problemas de la exclusión social, y esta respuesta debe fijar la atención en las reglas existentes de nuestra sociedad, basada en un Estado burocrático y flexibilizador, y un Mercado oligopolista y rentabilista.
El riesgo del Tercer Sector es que siga derivando hacia un nuevo sector privado con marca social y que siga dando paso a una nueva beneficiencia (económica) que se califica de social.
Dicen que el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones. La cuestión ahora es saber elegir mejor el siguiente paso, en otra dirección.
Es posible y necesario un sector público que garantice la provisión pública de servicios colectivos; que asegure los derechos de ciudadanía en su conjunto; que genere empleo en los sectores estratégicos, socialmente útiles y necesarios; que regule para que sea un hecho un mercado no rentabilista y que exija una responsabilidad social de las empresas, que responda a todas las necesidades sociales y personales democráticamente expresadas; quizá contando con las entidades del Tercer sector (especialmente aquellas que representan las necesidades expresas de la población y no aquellas que llegan simplemente primero o que alzan más la voz), quizá más para democratizar y desburocratizar el Estado que para ser gestores de servicios. Esas son algunas pistas que marcan un horizonte de un desafío histórico. ¿Es esa la voluntad del Tercer Sector?.
[1] El autor formó parte del equipo que realizó el estudio Identificación y diagnóstico integral de las empresas de inserción en España (2003) que desarrolló Fundación CIREM (con Miguel Angel Gil, Lourdes García y dirigido por Oriol Homs), encargado por FEEDEI y publicado por Editorial Popular. Esta obra es, posiblemente, el trabajo más completo que se haya producido en España acerca de las Empresas de Inserción. Este artículo incorpora estrictamente las opiniones del autor sobre la materia.
[2] En España se censan en 2003 un total de 147 empresas de inserción, un 32% dedicadas al reciclaje, recuperación y recogida de papel, cartón, ropa, aceites, voluminosos y otras materias, y venta de segunda mano (CNAE 37), llevan como mucho diez años funcionamiento (aunque la mayoría son de reciente creación) y se estima que ocupan a 3.550 trabajadores/as.