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Daniel Albarracín. Octubre 2019.
El proceso de globalización capitalista
asiste a su estancamiento. Esto conduce al recrudecimiento de procesos
habituales de este modelo socioeconómico al encontrarse claros límites en la
disponibilidad de nuevos mercados o posibilidades de ascenso de la
productividad, condiciones sine qua non
para su expansión. El camino al que nos lleva, para sostener la vitalidad del
sistema, conduce, por un lado, a medidas de intensificación del trabajo,
degradación de las condiciones de empleo y trabajo y vulnerabilidad de las
garantías y, por otro, a la intensificación de la competencia comercial en
varias de sus facetas: guerra de tipos de interés, de divisas y de rivalidad
comercial por la vía arancelaria.
Esto se traduce en una redefinición del
formato de globalización capitalista. El periodo de multilateralismo a favor
del libre comercio (entre grandes compañías transnacionales) se revisa por un
modelo que regresa, en una fase decadente, a un bilateralismo de nuevo cuño,
una vez que los grandes mercados regionales están consolidados y estancados,
atestiguado por un crecimiento del comercio mundial es cada vez más lento.
EEUU pierde su hegemonía industrial y es
superado ampliamente por potencias emergentes, conservando simplemente el
liderazgo militar. China supera en el terreno manufacturero y comercial
ampliamente a las otras potencias internacionales, y además es el acreedor
principal de EEUU, y empieza a contar con un buen papel en el terreno
tecnológico. Sin embargo, EEUU no sólo compite en esta arena con China, también
quiere subordinar a la UE, y abre una competencia directamente con ella si no
lo acepta.
La instrumentación de esta pugna comercial
se está materializando en forma de una guerra arancelaria, de un proteccionismo
selectivo y punitivo que trata de garantizar los intereses del capital nacional
estadounidense. Quizá sea el movimiento disciplinatorio previo para imponer
nuevos acuerdos comerciales, cuyas condiciones de organicen por las grandes
potencias, entre el bilateralismo y la imposición jerárquica a los socios que
se adhieran. Se trataría, quizá, de un periodo de guerra, que precedería en un
futuro a retirar esos aranceles, pero bajo el marco condicional de acuerdos
definidos por el hegemón norteamericano. Pero es mucho más posible que esto
desate también la mayor guerra comercial conocida desde los años 30.
El pensamiento convencional nos advierte
de una tensión entre el proteccionismo y el librecambismo, como si fuese una
suerte entre nacionalismo y universalismo, entre populismo y liberalismo. Esta
tensión ignora la complejidad de la problemática y el conflicto subyacente.
Ni el libre comercio ha supuesto el
desarrollo las sociedades, aun cuando haya beneficiado al capital transnacional,
sino más bien al contrario, ha establecido una jerarquía entre países y
empresas en virtud de la división internacional del trabajo y las capacidades
de las potencias de establecer condiciones de trato desigual a centros,
semiperiferias y periferias, fruto de ventajas absolutas desarrolladas (Shaikh,
A.). Estas abocan a una divergencia real permanente entre economías y regiones.
También ha conducido a una degradación de la calidad de bienes y servicios y la
depredación de los entornos naturales.
A su vez, el proteccionismo punitivo,
basado en la guerra arancelaria, favorable a los capitales nacionales,
distorsiona los intercambios y la distribución de mercancías, al generar una
carrera que encarece los bienes y servicios, desequilibra la composición
intersectorial de la producción, , puede desincentivar modelos más eficientes
en favor de otros atrasados, empobrece a los productores y exportadores y,
especialmente, a las familias asalariadas que se ven perjudicadas en su nivel
de vida y su capacidad adquisitiva.
Tenemos que traer aquí la reciente imposición
de nuevos aranceles de un 25% de EEUU a una serie de productos europeos, como una
represalia a los países con accionistas de Airbus, y que afecta al sector del
vino y del aceite españoles. Esta medida opone, además, a economías del
interior de la UE (por ejemplo, la economía española contra la italiana o
griega), y encarece las relaciones de intercambio.
Ni que decir tiene que debemos prevenirnos
y distanciarnos tanto del librecambismo o el proteccionismo punitivo. Sobre estos,
debemos primar modelos de desarrollo endógeno, de comercio justo, de economía
de proximidad, producir para las necesidades regionales, relativizando el
vector exportador y cambiar el papel subalterno al que se nos reserva en las
periferias y semiperiferias con estas exportaciones de materias primas, que,
por otra parte, redundan en un formato ecológicamente insostenible, porque no
contemplan los costes medioambientales de los monocultivos, el transporte y la
energía empleados, y que comporta un resultado neto negativo para la biosfera
en términos de carga para el planeta.
Por un modelo de comercio justo y desarrollo endógeno sostenibles