http://ctxt.es/es/20170920/Firmas/15150/alemania-pobreza-desigualdad-merkel-exclusion.htm
Miguel Urbán, Daniel Albarracín y Fernando Luengo son, respectivamente, coordinador y miembros de la Secretaría de Europa de Podemos.
Se ha convertido en un lugar común presentar a la economía alemana como
un modelo a seguir y un ejemplo de buenos resultados. Los obtenidos en materia laboral
y de equidad constituyen, en nuestra opinión, una de las piedras angulares de
cualquier balance. El enfoque convencional (y dominante) ha convertido en un
lugar común referirse a Alemania, como si las diferencias sociales no
existieran o fueran irrelevantes, y como si las condiciones de vida de todos
los habitantes que forman parte de ese país mejoraran en mayor o menor medida
con la recuperación de la actividad económica.
Se argumenta que la creación de puestos de trabajo ha avanzado a buen
ritmo. Y es verdad. El nivel de ocupación en 2016 era un 8% superior al de 2007
y la tasa de empleo, en porcentaje de la población activa, era casi 6 puntos
porcentuales superior a ese nivel. Todo ello ha supuesto que la tasa de
desempleo se encuentre en niveles históricamente bajos, muy inferiores a los
existentes antes de que estallara la crisis: 4,4% en 2016 frente al 8,5% de
2007. Eurostat pronostica que este resultado mejorará en el bienio 2017-2018. En
paralelo a la creación de empleo, los estándares salariales también han
mejorado; de este modo, la compensación promedio por empleado en términos
reales (utilizando el deflactor del índice de precios al consumo) ha crecido
entre 2014 y 2016 a tasas próximas al 2%.
Pero vayamos más allá de los grandes datos; pongamos la lupa en el
panorama laboral y social alemán.
El índice de Gini, ratio que mide la desigualdad monetaria y que puede
alcanzar valores comprendidos entre 0 y 100 (máxima equidad e inequidad), nos
devuelve la imagen de un país donde ha aumentado la desigualdad en los últimos
años, con un valor del índice que coloca a Alemania en el tramo de países más
inequitativos de la Unión Europea, con un valor en 2015, último año para el que
Eurostat ofrece información estadística, de 30,1. Todavía resulta más revelador
la aplicación del mismo índice a la riqueza detentada por los individuos. Según
la base de datos Global Wealth Databook 2016, elaborada por el Research
Institute del Credit Suisse, en este caso más que duplica el valor anterior,
hasta alcanzar el 78,9.
Si ponemos el foco en el tramo inferior de la escala distributiva,
observamos que la crisis no sólo ha golpeado a los más vulnerables, sino que la
recuperación de la economía no ha mejorado de manera sustancial sus condiciones
de vida. En este sentido, resultan especialmente llamativos los ratios que
miden el porcentaje de la población en situación de pobreza o exclusión social
y la pobreza. El primero de ellos afectaba en 2015 al 20% de la población (más
de 16 millones de alemanes); y el segundo nos dice que un 15% de la misma (más
de 12 millones de personas) vivía en ese año por debajo del umbral de la
pobreza. Todo ello, no lo olvidemos, en un contexto de crecimiento económico,
cercano al 2% anual. En definitiva, un país de millonarios con millones de
pobres.
El contrapunto de esta situación se encuentra en la creciente
concentración de la renta y la riqueza. Los grupos sociales situados en la
cúspide de la estructura social han conservado casi intactas o incluso han
reforzado sus posiciones de privilegio. Con todas las reservas que cabe
formular a la información disponible (limitada y sesgada), las estadísticas
apuntan con claridad en esa dirección. Según el Credit Suisse, el 2,4% de la
población adulta tenía en 2016 una riqueza superior al millón de dólares. El
10% más rico concentraba en 2016 el 64,9% de la riqueza, el 5% el 50,1% y el 1%
el 29,5%.
Mención aparte merece lo acontecido en el mercado laboral. Es cierto,
como hemos señalado antes, que el ritmo de creación de puestos de trabajo ha
sido intenso, pero la calidad de buena parte de ellos es endeble. Se trata de
empleos a tiempo parcial y de bajos salarios (popularizados con el nombre de
minijobs), que a menudo reemplazan empleos a tiempo completo. En 2016 casi 11
millones de alemanes trabajaban a tiempo parcial (declarando una parte
importante de ellos que desearían trabajar a tiempo completo), lo que
significaba 400 mil más que en 2014 y 1.236 mil por encima de los que existían
en 2007. En términos porcentuales, los trabajadores empleados en estas condiciones
representaban en 2016 el 26,7% (26,5% en 2014 y 25,4% en 2007). La precariedad
asociada a los trabajos a tiempo parcial y las bajas remuneraciones percibidas
por los mismos explica el considerable número de alemanes obligados a tener más
de un trabajo; según Eurostat, más de 2 millones en 2016, 227 mil más que dos
años antes y 783 mil más que en 2007 (estos datos también ayudan a relativizar
las cifras de creación de empleo)
La participación de los salarios en el PIB se ha mantenido en estos últimos
años en el entorno del 56%, tres puntos porcentuales por encima de los
registros de precrisis, pero todavía lejos de los valores que este ratio tenía
en 1999. Tomando este periodo más largo como referencia, encontramos que la
compensación promedio por empleado en 2016 tan sólo ha aumentado un 8,2%; en
ese mismo lapso de tiempo, la productividad real ha progresado un 11,2%. Los
datos de salario promedio ocultan las disparidades existentes, muy
significativas, entre los diferentes grupos de trabajadores. Oculta, en
definitiva, que el abanico salarial se ha abierto. En efecto, las cúspides
empresariales han mantenido su patrón retributivo (en el que las rentas del capital
suponen una parte importante), mientras que los colectivos situados en los
tramos medios y, sobre todo, bajos han perdido capacidad adquisitiva.
A grandes rasgos, este es el panorama social y laboral de Alemania. Nos
parece evidente que este no es el camino y que, por supuesto, en esta
trayectoria no hay ningún modelo a seguir. La superación de la crisis exige un
cambio sustancial en las políticas aplicadas por el gobierno conservador de
Angela Merkel y antes por el socialista Gerhard Schröeder.
Los salarios tienen que aumentar, para mejorar las condiciones de vida de
los trabajadores y para impulsar la recuperación de la actividad económica.
Como regla general, las retribuciones de los asalariados tienen que crecer en
línea con la productividad más el objetivo de inflación (en mayor medida las de
los grupos de población que, en mayor medida, han perdido capacidad
adquisitiva), más un porcentaje que compense la brecha generada con el resto de
socios comunitarios en el período de drástico ajuste a la baja de los salarios.
Asimismo, dadas las extravagantes retribuciones de las elites empresariales
creemos necesario introducir el debate sobre los límites que debe alcanzar el
abanico salarial, tanto mejorando el salario mínimo interprofesional como topando
los salarios más altos.
Para avanzar en esta dirección, teniendo en cuenta el enquistamiento de
la precariedad y la pobreza en Alemania, resulta imprescindible introducir en
la agenda política la democratización del mundo del trabajo. Es un imperativo,
en este sentido, empoderar a los y las trabajadoras en la definición de
objetivos y procesos de trabajo, reforzando el poder sindical y la negociación
colectiva.
Es
evidente que la responsabilidad del gobierno en este viraje es clave,
aumentando el salario mínimo, extendiendo y mejorando los servicios sociales,
garantizando que especialmente llegan a los colectivos más vulnerables, mejorando
las retribuciones de los trabajadores públicos, promoviendo la contratación a
tiempo completo y penalizando la fraudulenta e introduciendo reformas fiscales,
con un fuerte carácter progresivo, en materia de beneficios y patrimonio. Nada
que ver en definitiva con la rígida, autoritaria e insolidaria política de
austeridad presupuestaria actual, impuesta a la ciudadanía alemana, al conjunto
de los pueblos de Europa y exigida al resto de economías europeas,
especialmente a las meridionales, precisamente por un país que se ve
privilegiado por una arquitectura europea que no pone contrapesos a la
acumulación de superávits externos. Estos, en suma, tienen su espejo en los
déficits externos de las periferias, que conduce a desequilibrios económicos
que suponen una de las razones que obstaculizan la buena vecindad y que dividen
a Europa.
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