Daniel
Albarracín (Para una versión escrita con Miguel Urbán puede leerse aquí)
07/09/2017
Escribía Rafael Sanchez Ferlosio[1]
por el año 1986 un ensayo breve en el que trataba, entre otros asuntos, el
significado de los desafíos y la deportivización del yo en el mundo que
vivimos. Contaba, básicamente, que el sentido de los logros y retos deviene cada
vez más marca de nuestro yo, para elevar nuestra imagen al Olimpo. El reto se muestra
así como mito, mientras lo importante era nuestro ego. Al mismo tiempo,
sugería, que, para glorificar esos logros, se apelaba a los sacrificios que traía
asociados. Para ello relataba la historia del transbordador Challenger, que aquel mismo año
explotaba por los aires, dejando sin vida a sus siete tripulantes.
El mundo del deporte durante todo el siglo
XX, y más todavía aún en nuestro siglo, ha desplazado otros motivos de
atención, hasta el punto de ser el centro de las inquietudes de cada vez más
parte de la población. Un entretenimiento, un espectáculo, una exaltación de
los desafíos humanos para sondear sus límites, para presentar un simulacro de
batallas heroicas bajo normas incruentas. La excitación popular en torno al deporte
ha sido extraordinaria. Su atracción se multiplicó por varios factores: la
promoción de algunos gobiernos en su día, y cada vez más, un negocio mundial en
el que fondos de inversión, agentes, clubes galácticos mueven cifras
astronómicas que, con excusa de los trofeos, contratarán jugadores-mercenario, arrojarán
ingresos por retransmisión, publicidad e imagen, venta de camisetas, y venta de
entradas.
Lejos quedan los juegos tradicionales, y las
pachangas y partidos de barrio. Para casi todos los que algún día practicamos
un deporte, nuestros años de juventud quedarán grabados en la memoria. Entonces
tuvimos ocasión de jugar en el equipo del pueblo para las fiestas, cuando
pasamos por equipos del colegio, municipales o de tercera regional, en los que
tuvimos la fortuna de realizar una experiencia de formación, compañerismo, y
entrenamiento. Ahora, cada vez más, el deporte se ha convertido en otra cosa.
Hemos pasado a ser telespectadores, adoradores de ídolos y marcas registradas.
Y los que siguen jugando, compiten hasta el extremo, soñando que su ego marcará
sus glorias ante los suyos y los que no lo son, abandonando el sentido
saludable, colectivo y recreador del deporte.
A la luz pública recientemente han aparecido
los casos del FootballLeaks, que estudia los desmanes del “deporte rey”, pero que
sin duda afecta a tantos otros deportes. Detrás de los focos de los estadios, y
del aura de genialidad heroica de los grandes deportistas de élite, se trata de
cifras millonarias de ingresos. Los grandes clubes tratan de acaparar a los
astros con todos sus recursos disponibles. Nada parecería extraño en un mundo
donde la ley de la oferta y la demanda parecen gobernarlo todo.
Lo que rebela a cada vez más personas es
haber convertido al juego en mercancía, a los jugadores en mercenarios, y a los
equipos en grandes marcas, como práctica generalizada que está detrás de todo
este atractivo teatro.
Países que establecen regímenes fiscales
favorables, como el español, que ya reguló ad
hoc la archiconocida Ley Beckham; paraísos fiscales que aceptan empresas
pantalla para recibir ingentes fortunas para que paguen impuestos a niveles
ínfimos; tramas de agentes que construyen arquitecturas societarias para
desviar capitales de los ingresos de la publicidad y de otras remuneraciones de
los grandes jugadores; fondos de inversión, de orígenes cada vez más exóticos,
como Doyen Sport o Wanda, que manejan círculos de ojeadores, agentes, como
Jorge Mendes, y representantes de clubes para, mediante mordidas, dominar los
tejes manejes del mercado de fichajes e incluso clubes enteros; alcaldes,
muchas veces empresarios, que en su día exoneraban a los clubes de su ciudad, o
que les facilitaban concesiones para especular con los terrenos municipales,
para dar viabilidad y rentabilidad a los equipos de su localidad, haciendo
posible pelotazos...
Todas estas cosas parecería cosa de negocios
que apenas tienen nada que ver con nuestras vidas, que son chiquilladas propias
de piratas que, al fin y al cabo, nos permiten el regalo del espectáculo final.
Pues no, no es así.
Cabe preguntarse varias cosas. La primera es,
cuántas instalaciones y recursos deportivos, cuántos equipos municipales
podrían financiarse con el dineral pagado a los grandes jugadores o, cuanto
menos, con todo el dinero que han dejado de aportar al fisco -por ejemplo,
Cristiano Ronaldo que debió pagar 22,7 millones de euros por su declaración de
2014, finalmente sólo pagó un 4%- por los diferentes mecanismos de evasión y
elusión fiscal que han ideado sus asesores legales y agentes deportivos, o
incluso por los perdones fiscales que han disfrutado; cuántas estructuras de
cantera podrían haberse animado y cobrado vida con la financiación empleada en
la publicidad y los derechos de emisión en televisión; cuántas competencias ligueras
han dejado tener atractivo por la sideral distancia de nivel entre diferentes
equipos; cuántos jugadores habrán quedado manirrotos por las decisiones de
terceros que decidían sobre sus vidas y luego quedaban desamparados en el
camino; cuántos niños –descontando que apenas niñas pueden ni imaginar desarrollarse
profesionalmente- han perdido el sueño de disfrutar saludablemente el deporte,
castigados por una disciplina y rivalidad infernal si decidían continuar su
vínculo a un club, abandonando sus estudios; cuántos chavales se habrán visto
frustrados, cuando menos del 0,01% de los que quisieron proseguir con un
deporte alcanzan los niveles profesionales que dan para vivir y, mucho menos,
para competir en las altas esferas. Eso, sin hablar, de lo que podrían hacerse
con el dinero de la evasión y los paraísos fiscales, sea en Suiza, Luxemburgo,
el Caribe o en las islas dependientes del Reino Unido, para ampliar las
políticas y servicios públicos como los de la educación, la sanidad, las
pensiones y la atención a las personas dependientes, si tuviésemos un régimen
fiscal más justo.
Nosotros amamos el deporte, como juego
honorable, para hombres y mujeres, que,
haciendo amigos, quieren cuidarse, aprender del deporte para afrontar mejor la
vida, más contentos, con físicos saludables que hagan posible tener mentes
abiertas. Queremos que haya jóvenes practicando con estructuras de formación en
las escuelas, queremos que los equipos dediquen recursos amplios a las canteras
locales; queremos deporte para conocer otros lugares y personas... Y dudamos
mucho que el negocio y el comportamiento y el tratamiento fiscal del que
disfruta esta actividad nos facilite a todos disfrutar a los demás de algo tan
importante.
[1]Rafael Sánchez Ferlosio (1986) Mientras no cambien los dioses, nada ha
cambiado. Alianza Editorial
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