Claudio Katz[1]
RESUMEN
Trump
impulsa un proyecto reaccionario que no se clarifica indagando el populismo.
Promueve un giro autoritario con sostén para-institucional para favorecer a los
capitalistas. La inédita resistencia en las calles reflota tradiciones rebeldes
y acota su margen de acción.
En
la estratégica pulseada con China pretende renegociar tratados sin retornar al
viejo proteccionismo. La agresión a México es una advertencia a los grandes
competidores y el maltrato a los inmigrantes anticipa una fase de
neoliberalismo xenófobo.
El
componente keynesiano de Trump no atenúa su carácter regresivo. El ascenso del
magnate potencia el belicismo y enlaza la crisis europea con el devenir
estadounidense. El impacto sobre América Latina es mayúsculo.
Trump
confirmó en sus primeros días que es un mandatario reaccionario con múltiples planes
de atropellos. Mientras crece la resistencia callejera, la viabilidad de su
agresión es una incógnita. Pero en cualquier caso, una acertada caracterización
de su proyecto vale más que incontables vaticinios.
UNA AGENDA VIRULENTA
Las
órdenes ejecutivas que firmó el magnate ilustran sus propósitos trogloditas.
Ratificó la construcción del muro a cargo de México, puso en marcha la
expulsión de indocumentados, anuló el visado para varios países árabes, anunció
la quita de subsidios federales a las
ciudades que protejan inmigrantes, inició la liquidación del seguro de salud (Obamacare)
y congeló la contratación de empleados estatales.
Su gabinete de generales y multimillonarios incluye
expertos en destruir la educación
pública (Betsy DeVos), vaciar el sistema sanitario (Tom Price), liquidar el
ambientalismo (Scott Prui) y congelar el salario mínimo (Andy Puzder). Su
vicepresidente (Mike Spence) lidera las campañas de penalización del
aborto y sus principales funcionarios son declarados anti-islamistas (Michael
Flynn) o pregoneros del suprematismo blanco (Bannon).
Como el exponente del lobby
petrolero (Tillerson) ya rehabilitó la construcción de oleoductos contaminantes,
es posible un debut represivo contra los pobladores que resisten en Dakota, esos
devastadores emprendimientos.
La
predisposición de Trump por el garrote se verificó en su justificación de la
tortura. Garantizó protección total a las actividades de la CIA y subió el tono
de los insultos contra la prensa por su cobertura de las manifestaciones opositoras.
Con una fábula sobre los sufragios fraudulentos, prepara algún mecanismo de
disuasión del registro de votantes.
Trump
negocia con el establishment republicano el plan económico y la política
exterior, respaldando las campañas oscurantistas de los ultra-derechistas de su
gabinete. Esa agenda incluye iniciativas de los suprematistas contra los
afro-americanos y los derechos conquistados por otras minorías. No sólo los
latinos están excluidos de su proyecto de “hacer nuevamente grande” a los
Estados Unidos (Davis, 2016).
El
magnate sabe que su giro xenofóbico requiere más acciones que palabras. Busca
el sostén activo de su electorado para diabolizar a los mexicanos y atacar a
los musulmanes. Por eso convoca a los “verdaderos estadounidenses” a sostener
su figura contra los “políticos profesionales” del Congreso.
Su
combinación de verborragia agresiva y caudillismo nacionalista ha sido
identificada por numerosos analistas con el “populismo anti-sistémico” (Fraga,
2016). Utilizan esa denominación para cuestionar su demagogia y su desconocimiento
de los principios republicanos. Subrayan que esos defectos son internacionalmente
compartidos por líderes de la derecha y la izquierda
Pero
la inconsistencia de esta comparación salta a la vista en el caso de Trump. Se
pueden trazar paralelos con Le Pen, pero cualquier parentesco con Maduro o Evo
Morales es un disparate. El mote de populista oscurece que el potentado es un
exponente de la clase capitalista, que busca reconstituir el sistema político estadounidense
mediante una gestión autoritaria.
Como
esa meta exige soportes para-institucionales, la coalición gobernante incluye
el componente fascista de las milicias y de los grupos que promueven el uso de
las armas en las universidades.
Algunos
autores (Cabrera, 2017) resaltan acertadamente estas amenazas, frente a las
vacilaciones de los progresistas que contemporizan con Trump. Esos enfoques
describen el voto obrero logrado por el multimillonario como una simple
manifestación de descontento, diluyendo su carácter reaccionario. También despliegan
acertados cuestionamientos a Obama e Hilary, desconsiderando el peligro que
representa el nuevo presidente (Fraser, 2017). Con esa actitud resulta difícil valorar
la extraordinaria explosión de protestas que desencadenó la llegada de Trump.
UNA RESISTENCIA
INÉDITA
Ningún
otro presidente inició su mandato con tanto rechazo inicial. Cuatro millones de
manifestantes transformaron la fisonomía de las principales ciudades de Estados
Unidos. Pero más llamativa ha sido la radicalidad de los discursos y las
consignas.
Bajo
un alud de carteles proclamando que Trump “no es mi presidente”, numerosos
oradores resaltaron la ilegitimidad del mandatario. Las encuestas ratificaron que
la mitad de la población convalida esa percepción. No sólo Michael Moore y los seguidores
de Sanders cuestionan la validez de la actual gestión presidencial. Algunas personalidades
del establishment coinciden en ese desconocimiento (Krugman, 2017). Estos
planteos socavan los cimientos del sistema institucional estadounidense.
La
ceremonia de asunción fue boicoteada por cuarenta senadores liderados por un
emblemático luchador afro-americano (Lewis). Este convulsivo escenario suscita
impensables comparaciones con los países latinoamericanos.
Junto
a las protestas emerge una nueva cultura de resistencia presente en ingeniosos
carteles, que recuerdan a los grafiti del 68. Las redes sociales sustituyen las
viejas pinturas en los paredones, facilitando la difusión instantánea de los
mensajes. La repercusión internacional de esos slogans crece junto a un repudio
de Trump, que es compartido por toda la comunidad artística de Hollywood.
La próxima batalla se librará en las
“ciudades santuario” que extendieron
documentos de protección a los perseguidos. Las autoridades de 300 centros
urbanos han declarado que resistirán las exigencias federales de deportación, subrayando “que la inmigración hace grande a
América”.
Varios
comentaristas trazan comparaciones con el clima que anticipó en los años 60,
las movilizaciones contra la guerra de Vietnam. Ese
recuerdo ha sustituido las analogías de Trump con Reagan por semejanzas más
pertinentes con Nixon. Si la resistencia se consolida, los planes del nuevo
mandatario afrontarán los mismos límites que paralizaron a ese antecesor.
Trump reabre viejas heridas de la sociedad
estadounidense. Confronta con los descendientes de pueblos originarios sioux, que
rechazan los oleoductos contaminantes. En el piquete de Standing
Rock fue conmemorado el saqueo sufrido por esa comunidad, con apoyos que incluyeron a varios veteranos
de guerra. Todos pidieron perdón por el exterminio de los indios y su
confinamiento en reservas (Honty, 2016).
Este resurgimiento de antiguas
grietas es más agudo en la cuestión racial. Trump acoge a los encubiertos
simpatizantes del Ku Klux Klan, que heredan el odio de los derrotados
plantadores del Sur hacia los afroamericanos. Durante la última centuria, ese
sector preservó un enorme poder en los ministerios, tribunales y legislaturas
(Pozzi, 2016) y sostuvo el sistema electoral que premia a los estados rurales, conservadores
y con menor población (Majfud, 2016).
Trump fue ungido por ese antidemocrático
sistema que vulneró la mayoría de sufragios obtenidos por su contrincante.
Ahora reabre desde la presidencia las fracturas más dolorosas de la historia
estadounidense. Su presencia en la Casa Blanca ha desatado un terremoto político. Luego del impresionante apoyo
logrado por Sanders, esa convulsión ha creado un gran auditorio para las
propuestas de la izquierda.
LA PULSEADA ESTRATÉGICA CON CHINA
Trump no es un extraviado que improvisa la
gestión de la primera potencia. Parte de diagnósticos elaborados por centros de
estudios del establishment, que han constatado cómo la globalización neoliberal
impulsada por Estados Unidos beneficia a China (Silva
Flores, Lara Cortes, 2017).
Resolver
esa contradicción es el principal objetivo del acaudalado. Busca ante todo
reducir el descomunal déficit comercial con el gigante asiático. Promueve ese
balanceo mediante una revisión de los tratados de libre comercio, que no aportan
suficientes ganancias a la economía yanqui.
Por
eso inauguró su gestión frenando la negociación del convenio transpacífico, que a su juicio otorgaba demasiadas concesiones
a los restantes miembros de la asociación.
Esta decisión no implica el
repliegue proteccionista de una economía tan enlazada con circuitos internacionales
de abastecimiento. Trump intenta reordenar (y no suprimir) los tratados que
rigen el comercio mundial, a través del esquema concertado por la OMC a mitad
de los 90.
El
magnate busca recuperar la hegemonía de Estados Unidos en el intercambio global
(Lucita, 2016). No pretende
revertir la estructura internacional de transacciones, que actualmente manejan
las empresas multinacionales.
Ese
tipo de revisión ya fue perpetrada por Estados Unidos, cuando sustituyó el
fracaso del ALCA por convenios bilaterales con distintos países
latinoamericanos. Ahora prepara una renegociación que preservará todos los ítems
que apuntalan a la potencia del Norte.
Trump
retomará del caído TTP (y del pendiente
TISA) las conveniencias logradas por las firmas estadounidenses en los derechos de propiedad de varias
áreas (remedios, cinematografía, informática, correo, aeronáutica, finanzas).
Buscará convalidar la supremacía de su país en los servicios y el acceso privilegiado
a las compras públicas de otras naciones (Ghiotto, Heidel
2016).
Pero la negociación con China
es más compleja. Trump no sólo exige la apertura del mercado
asiático a los bancos y proveedores estadounidenses. También demanda límites a
la penetración directa de productos chinos o a su ingreso lateral, a través de plataformas
de producción en terceros países. Los automóviles están en mira de ese
operativo.
La presión contra el competidor oriental
se extiende a la esfera monetaria. Trump no obstruirá la compra de bonos del
tesoro -que preserva la preeminencia internacional del dólar- pero tratará de
evitar la apreciación de la moneda norteamericana (y las devaluaciones del yuan),
que afectan las exportaciones de la primera potencia.
Con ese duro esquema de
hostigamiento comercial-monetario, el magnate intentará doblegar a China, sin
afectar el predominio de los sectores altamente internacionalizados de la economía
estadounidense.
El
conflicto estratégico que se avecina con el gigante oriental tiene semejanzas
con la pugna mantenida con la Unión Soviética. Los presidentes republicanos se han
especializado en confrontaciones de ese tipo. Reagan potenció la guerra fría,
Bush lideró invasiones en Medio Oriente y Trump encabeza la pulseada con China.
Pero en el establishment hay muchas dudas sobre ese desafío (Nye, 2017). Los halcones suponen que China es
económicamente vulnerable e incapaz de sustituir a Estados Unidos, en el
comando del capitalismo globalizado.
Pero
el sector que predominaba con Obama teme las consecuencias de ese choque. Promueve
la neutralización de China, mediante su incorporación plena (y consiguiente
subordinación) a los circuitos globales de las finanzas (poder de voto en el FMI) y la moneda (constitución
de un signo mundial con participación del yuan) (Bond,
2015)..
Trump ya empezó su ofensiva con una llamada telefónica a Taiwán, pero prepara con cuidado la escalada. El
gobierno chino respondió con dureza, ofreciendo en Davos nuevos tratados de libre-comercio
a todos los socios en disputa. Mientras evita discutir la apertura interna,
contraataca con propuestas de globalización potenciada.
China
ya puso en marcha su propio convenio en el Pacífico (AGER), afianza el
estratégico acuerdo de Shangai con Rusia y logró inéditas aproximaciones con Filipinas, Malasia y varios países del
Sudeste Asiático. Frente a semejante resistencia, Trump ensaya la futura confrontación,
con provocaciones a un vecino indefenso del hemisferio americano.
EL SENTIDO DE LA
AGRESIÓN A MÉXICO
Los furibundos ataques a México son una
advertencia a los competidores de mayor porte. Trump
ejercita su ofensiva global con la insultante exigencia de construir un muro
pagado por las víctimas.
También
aquí está en juego la reducción del déficit comercial con el vecino y una
renegociación más favorable del convenio comercial (NAFTA). Pero como esos
desbalances son inferiores a los vigentes con otros países, es evidente que el
gesto de patota hacia México tantea pulseadas de mayor alcance.
Trump supone que Peña
Nieto aceptará todas las humillaciones. No olvida que el actual canciller Videgaray lo invitó como candidato a despreciar públicamente
a México. Imagina que el establishment de ese país carece de un plan
alternativo a la subordinación al Norte y está seguro del acompañamiento de
Canadá.
Por
eso chantajea con el arancelamiento de importaciones provenientes de una
economía, que destina a Estados Unidos el 90% de sus ventas. Complementa esa
presión con amenazas de impuestos a las
remesas.
El muro es un mensaje de persecución total.
Más que la construcción efectiva del paredón -que ya fue concretada en un
tercio por las administraciones anteriores- le interesa emitir una señal de agresión sin límite. Sugiere una
pesadilla semejante a la padecida por los palestinos en Cisjordania.
La expulsión de
mexicanos sintetiza su nuevo plan de gestión reaccionaria de la fuerza de
trabajo. Trump pretende reforzar la vieja segmentación de los asalariados que
ha caracterizado al capitalismo estadounidense. Esa división facilitó la
dominación burguesa. Al principio eran contrapuestos los inmigrantes europeos
de distintas nacionalidades y posteriormente se propició la confrontación de
los trabajadores blancos con los negros y latinos (Gordon,
1985)..
En las últimas décadas esta fractura
fue utilizada por consolidar la reducción de los ingresos populares. El salario
mínimo es actualmente inferior en un 25 por ciento al vigente en 1968, a pesar
de la duplicación que registró la productividad.
Trump
resucita el nacionalismo para recrear la vieja segmentación de los trabajadores
en el nuevo escenario neoliberal. Combina chauvinismo con privatizaciones y
flexibilización laboral. Utiliza la xenofobia y limita la movilidad de los
asalariados para consolidar el poder del capital.
Esa
restricción es su principal foco de revisión de los tratados de libre comercio.
En ningún momento objeta la continuidad de la acumulación a escala mundial.
Postula ampliar el esquema predominante en la relación entre China y Estados
Unidos, que excluye la circulación entre los trabajadores de ambos países
(Panitch, 2016)..
El Brexit anticipó esta
nueva tendencia. Supone renegociar las normas del comercio entre Inglaterra y
Europa, pero sobre todo apunta a restaurar las restricciones al ingreso de
inmigrantes. También conduce al desconocimiento británico de las leyes
laborales y sociales del Viejo Continente. Al que igual que en Estados Unidos,
los capitalistas buscan redoblar sus agresiones usufructuando de las divisiones
en la clase obrera.
Con
la obstrucción de la movilidad de la fuerza de trabajo, Trump y sus colegas
ingleses promueven otro modelo de globalización asimétrica. Intentan reemplazar
el alicaído cosmopolitismo de la Tercera Vía por un nuevo coctel de
neoliberalismo con xenofobia. Este giro se implementa a través de estados
nacionales, que persisten como el cimiento insoslayable de la mundialización
neoliberal.
Es importante registrar el carácter
limitado del cambio propiciado por Trump, frente a la generalizada
identificación de su política con el viejo proteccionismo (Algañaraz, 2017) o
con el fin de la globalización (Pérez Llana, 2017). Esas caracterizaciones han
sido acertadamente objetadas, por los autores que describen las diferencias del
curso actual con los modelos clásicos de arancelamiento (Puello Socarrás,
2017). En el giro propuesto hay muchas continuidades con el esquema neoliberal
de las últimas décadas (Robinson, 2017)..
Trump forma parte de ese período por
su evidente promoción de la ofensiva del capital sobre el trabajo. Plantea
revisar las normas de comercio dentro del marco de la mundialización. No
auspicia ninguna eliminación de las cadenas globales de valor, que rigen la
fabricación internacionalizada de incontables mercancías.
Ni
siquiera postula alterar la globalización financiera. Se ha rodeado de la crema
de Wall Street y trabaja con los republicanos más hostiles a cualquier
regulación del movimiento internacional de los capitales.
LOS RIESGOS DE LA
ECONOMÌA
Como
Trump debutó abriendo muchos frentes de conflicto, necesitará logros económicos
próximos para oxigenar su gestión. En lo inmediato promueve el programa de
obras públicas, que muchos sectores demandaron infructuosamente a Obama.
Un
magnate que amasó fortunas con desarrollos inmobiliarios sintoniza con todos
los negocios de infraestructura. Esa inversión es impostergable en una economía
afectada por el vetusto estado de los servicios públicos. Al cabo de tres
décadas de contracción en ese segmento de los gastos federales, la antigüedad
de esos activos supera los 22 años.
La
propuesta de Trump no es tan ambiciosa e involucra erogaciones muy inferiores a
las efectivizadas por China en el último decenio. Pero incluso a esa escala hay
pocos antecedentes de efectividad en ese tipo de iniciativas. Ninguna economía
occidental ha logrado recientemente reactivaciones sustanciales por esa vía. El
último fracaso se registró en Japón. El Abe-economics
-que anticipó algunos rasgos del Trump-economics-
no logró reanimar el aparato productivo (Robert, 2016)..
El proyecto del millonario supone,
además, un gran endeudamiento público y el significativo incremento de las tasas de interés. Ese encarecimiento
revertiría la baratura crediticia que alivió a la economía estadounidense en
los últimos años.
Por el momento los mercados
financieros están satisfechos con su nuevo representante en la Casa Blanca.
Aprueban la inminente reducción de impuestos
a las actividades empresarias y avalan el protagonismo de los banqueros
en el gabinete. Pero habrá que ver cómo reaccionan los fondos de inversión con
fuertes tenencias de títulos estadounidenses, ante el incremento del déficit
fiscal.
Un riesgo semejante introduce la
preeminencia del lobby petrolero. Los popes de este sector (Tillerson, Rick
Perry, Scott Pruit) no sólo recuperan el dominio que tuvieron durante la
gestión de los Bush. Su total negación del cambio climático augura el
congelamiento de las tratativas para frenar el calentamiento global y una
renovada emisión de gases tóxicos. Al concluir el quinquenio más cálido de la
historia reciente se avecina el desmantelamiento de la Agencia de Protección
Ambiental (Chomsky, 2016).
Resulta difícil imaginar cómo hará
Trump para lograr su prometida recomposición del empleo industrial. Ninguna de
sus propuestas revierte la especialización de la economía estadounidense, en
servicios o fabricaciones de bienes finales. Esas medidas tampoco contrarrestan
los procesos de automatización que desplazan mano de obra. En ningún caso
permitirían abaratar el costo de la fuerza de trabajo a una escala comparativa
con Asia.
El modelo en marcha supone una
mezcla de monetarismo (alza de las tasas de interés) y ofertismo (reducción de
impuestos), con ingredientes keynesianos (reactivación con gasto publico). Este último
componente suscita elogios de algunos pensadores heterodoxos, que
divorcian la política económica de la orientación reaccionaria de Trump
(Varoufakis, 2016). La recuperación capitalista que promueve ese proyecto no
atenúa su regresividad.
REPLANTEOS
INTERNACIONALES
El belicismo de Trump salta a la vista en los
asesores del presidente. Incorporó más militares en cargos de seguridad, que
cualquier otro gobierno de los últimos 60 años. En su gabinete predominan los
mismos partidarios de la unipolaridad armada, que prevalecieron en la gestión
de los Bush. Ya dispuso incrementos de sueldos en el ejército y un mayor
presupuesto para el Pentágono.
El magnate desmintió todas las
expectativas de repliegue interno de la primera potencia. El sheriff del
planeta calibra sus cañones y refuta todas esperanzas de aislacionsimo. La valorización
de acciones del complejo industrial-militar anticipa su agenda intervencionista..
Esa escalada tiene precedentes en Obama,
que recompuso la presencia internacional del Pentágono con incrementos de bases
internacionales (de 60 en 2009 a 138 en 2016) y autorizó el lanzamiento de 26.171
bombas (Gandásegui, 2017)..
Estados Unidos es el protector militar del
capitalismo global y no tiene en carpeta ningún abandono de ese rol. Las
incógnitas giran en torno a los objetivos geopolíticos específicos de esa
acción.
Trump intenta una aproximación con Rusia para
debilitar a China. Invierte el operativo de Nixon, que en los años 70 buscó
socavar a la URSS acordando con el gigante asiático.
Los contratos petroleros suscriptos
con Putin por el secretario Tillerson (en representación de Exxon Mobil) prepararon
el nuevo curso. Pero en el Departamento de Estado existen serias resistencias a
ese rumbo. Por eso se han filtrado tantos secretos de la relación de Trump con
Moscú.
La
elite rusa aprueba el afianzamiento de las relaciones con Occidente. Deposita
sus fortunas en Londres, educa a sus hijos en Harvard, vacaciona en Miami y
consuma negocios turbios en Ginebra (Kagarlisky, 2015). Pero como Estados
Unidos nunca ofrece algo a cambio de la simple subordinación, todos los
acercamientos desembocan en nuevos distanciamientos.
La
experiencia Yeltsin quedó atrás y Putin no acepta el sometimiento propiciado
por los antecesores de Trump. Rusia estableció numerosos convenios con China y
acaba de exhibir ambiciones geoestratégicas en Siria (Katz, 2017).
El
ocupante de la Casa Blanca afronta, además, serios conflictos con gobiernos
europeos por su aproximación a Putin. Varios líderes del Viejo Continente se
niegan a eliminar las sanciones introducidas por Hollande y Obama durante la
crisis de Ucrania. Esos desacuerdos agravan el malestar generado por las
exigencias estadounidenses de mayor financiamiento europeo de la OTAN. Este disenso se extiende incluso
al incondicional socio británico.
El
impacto de Trump es especialmente significativo en Inglaterra. Ha reforzado a
los partidarios de concretar aceleradamente el Brexit, para actualizar la
alianza transoceánica y diversificar acuerdos de libre-comercio con distintas
regiones. Pero los oponentes a esa separación demoran las definiciones y
auspician un status intermedio con Europa (semejante a Noruega). Otros proponen
una larga transición de siete años y todos dependen de una resolución final del
Parlamento.
Para contrarrestar la presión de los
bancos -que perderían con el Brexit la centralidad de la City en la absorción
del capital europeo-el gobierno ofrece ampliar las atribuciones de Londres,
como paraíso financiero desregulado. En la dura negociación comercial con
Alemania, amenazan con ofrecer mayores subsidios a las empresas para atraer
inversiones del Viejo Continente.
Pero
todas estas jugadas empalidecen frente a la amenaza de Escocia de convocar a un
nuevo plebiscito, para dirimir la separación del Reino Unido si se concreta el
abandono de Europa.
El ascenso de Trump también influye en los
resultados de los próximos comicios presidenciales en Francia. La extrema
derecha espera repetir lo ocurrido en el mundo anglosajón. Pero a diferencia de
Estados Unidos no tienen una estrategia a futuro. Proclaman su rechazo a
cualquier modalidad de la Unión Europea y al mismo tiempo refuerzan lazos
parlamentarios, con los partidos derechistas del Viejo Continente.
En semejante desconcierto
no es muy sensato coquetear con la oleada actual elogiando el Brexit o
aprobando el proteccionismo (Sapir, 2016). Al igual que en Estados Unidos, el
acompañamiento del grueso de la clase obrera a las propuestas reaccionarias, no
atenúa la regresividad de esos planteos.
La
izquierda debe plantar su propia bandera denunciando por igual a los xenófobos
y a los liberales. Es cierto que Trump y Le Pen ascienden por la decepción con
Obama y Hollande, pero ese avance expresa una canalización reaccionaria de la
frustración precedente.
La misma firmeza debe prevalecer a
la hora de juzgar las respuestas conservadoras a Trump. La actitud del gobierno
chino es particularmente nefasta, puesto que contrapone las ventajas del
libre-comercio a la agresividad estadounidense.
Ese
mensaje refuta a quiénes ponderan el modelo internacional de China, como una
alternativa progresista al neoliberalismo occidental (Escobar, 2016). En un
momento de mutaciones tan drásticas, la izquierda necesita enarbolar sus
propias banderas anticapitalistas.
EL TEMBLOR EN AMÉRICA
LATINA
En
ningún país del mundo la presidencia de Trump desata convulsiones equivalentes
a México. El gobierno está totalmente mareado y Peña Nieto sólo pospuso la
peregrinación a Washington, cuando su agresor le explicitó la inutilidad del
encuentro. Las críticas a esa genuflexión unificaron a todo el arco opositor.
Los
insultos del gringo millonario reavivan la memoria de los avasallamientos
sufridos por el país, en un contexto de gran reactivación de la lucha social.
Las marchas frente al gasolinazo reforzaron la continuada batalla del
magisterio y superaron la reacción ante los crímenes de Ayotzinapa (Aguilar
Mora, 2017).
La desorientación que exhibe la
clase dominante mexicana se extiende al continente. Todos los mandatarios
neoliberales esperaban profundizar con Hilary la restauración conservadora, concertando la
Alianza librecambista del Pacífico. Frente al nuevo escenario no logran definir
alguna política alternativa. Sólo profundizan la parálisis interna del Mercosur, sin concebir concertaciones
defensivas.
Hasta ahora predomina la tendencia a
buscar acuerdos de libre-comercio sustitutos, no sólo con la Unión Europea.
Argentina y Brasil aceitan eventuales negociaciones con China, registrando la
activa agenda de viajes del presidente asiático. Ni siquiera evalúan las
consecuencias económicas primarizadoras de esas tratativas.
Si
la región queda en el medio de una gran batalla comercial entre Estados Unidos
y China, los efectos podrían ser demoledores. Aprovechando la ausencia de
políticas soberanas en la región, los dos gigantes disputarían con más
ferocidad la colocación de mercancías excedentes y el saqueo de los recursos
naturales.
Argentina
está particularmente embarcada en esa auto-destrucción. Macri emula a su par
estadounidense en la intimidación represiva y la xenofobia anti-inmigrante.
Pero
Trump despierta simpatías también en el Cono Sur, entre los políticos que
elogian su promoción del mercado interno (Terragno, 2017). Algunos declaran con
llamativa admiración que “Trump es peronista” (Moreno, 2017). Explicitan de esa
forma el componente reaccionario del justicialismo clásico, que emergió en la
época de Isabel Perón.
El
lugar de la izquierda está en el campo opuesto de solidaridad con los
manifestantes callejeros de Estados Unidos. Esa convergencia se nutre de un
rechazo compartido al derechista de la Casa Blanca. El antiimperialismo de
América Latina empalma con las demandas democráticas de los indignados del
Norte.
Trump
inaugura un giro de alcance global. El epicentro de la crisis se ubica primera vez en la principal
potencia del planeta. De la misma forma que nadie imaginó
la implosión de la Unión Soviética o la conversión de China en potencia
económica, tampoco hubo previsiones de la monumental mutación en curso.
Las grandes transformaciones irrumpen sin
aviso previo, pero sus efectos están a la vista. Trump es la barbarie
capitalista y sus provocaciones exigen forjar una respuesta socialista.
2-2-2017
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PALABRAS CLAVES
Estados
Unidos, crisis, neoliberalismo
[1] Economista, investigador del CONICET,
profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz
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