RESUMEN
La revolución rusa atemorizó a las clases
dominantes que aceptaron impensables concesiones sociales. Ilustró la dinámica
contemporánea de la confrontación con el capitalismo y los rasgos que
singularizan un perfil socialista. La radicalización de los bolcheviques inspiró
procesos equivalentes del siglo XX.
Los revolucionarios no causaron los
horrores que padeció la URSS, ni anticiparon el stalinismo. Actuaron con gran
respaldo popular, en las antípodas de un golpe. Su proyecto era factible, pero
fue distorsionado por una burocracia que finalmente se aburguesó.
La inmadurez de las fuerzas productivas
no obstruía el debut del socialismo y las dificultades de esa experiencia no se
superan soslayando el manejo del estado. El exclusivismo proletario desconoce
la variedad de trayectorias inauguradas por 1917. La actualización de esa gesta
exige un empalme de Lenin con Gramsci, para lidiar con el dilema del socialismo
o la barbarie.
Claudio Katz[1]
La revolución rusa fue
el principal acontecimiento del siglo XX. Generó enormes transformaciones
sociales y suscitó una inédita expectativa de emancipación entre millones de
oprimidos.
Ese impacto se verificó
en el pánico que invadió a las clases dominantes. Algunos temieron la pérdida
de sus privilegios, otros creyeron que se extinguía su control de la sociedad y
muchos se prepararon para el ocaso final de la supremacía burguesa.
Ese miedo explica las
enormes concesiones de posguerra. El estado de bienestar, la gratuidad de
ciertos servicios básicos, el objetivo del pleno empleo y el aumento del
consumo popular eran mejoras impensables antes del bolchevismo. Los
capitalistas aceptaron esas conquistas por temor al comunismo.
De ese pavor surgió el
concepto de justicia social, como un conjunto de derechos de los desamparados y
el registro de la desigualdad como una adversidad. La revolución impuso la
mayor incorporación de derechos colectivos de la historia.
Los capitalistas copiaron normas establecidas por el régimen soviético para
disuadir la imitación de ese modelo.
Aceptaron la universalización de las pensiones y la seguridad laboral.
El propio esquema
keynesiano de consumo masivo irrumpió por temor al socialismo. La dinámica
espontánea de la acumulación privilegiaba las ganancias y no contemplaba
mejoras estables de los ingresos populares.
Los fantasmas creados
por la revolución perduraron más tiempo que su efectiva incidencia. Al cabo de muchas
experiencias las potencias occidentales digirieron la existencia de la Unión
Soviética y concertaron una convivencia, para garantizar la continuidad del
capitalismo en el grueso del planeta. Pero mientras subsistió el denominado
bloque socialista, la memoria de los soviets continuó inquietando a los
poderosos.
Sólo el desplome de ese
adversario restauró la confianza de los capitalistas. Reforzaron el
neoliberalismo y recompusieron los mecanismos clásicos de la explotación, con
flexibilización laboral, masificación del desempleo y ensanchamiento de las
brechas sociales.
Las modalidades desenfrenadas del
capitalismo reaparecieron en las últimas décadas por ausencia de contrapesos. Esa virulencia tiende a recrear las catástrofes que desataron el tsunami de 1917,
replanteando lo ocurrido hace cien años.
EL IMPACTO DE OCTUBRE
La cronología de la revolución entre febrero y octubre de 1917 ha sido detalladamente investigada. Comenzó
con las protestas que forzaron la abdicación del zar y la constitución del
gobierno de Kerensky. Esa administración provisional actuó bajo la presión
directa de los soviets obreros que florecieron en los centros industriales.
Exigían el cumplimiento de categóricas demandas de paz, pan y tierra.
Como el gobierno
prosiguió la guerra y pospuso las reformas exigidas por los trabajadores, la
influencia de los bolcheviques se acrecentó junto al descontento popular.
Kerensky perdió autoridad y un intento golpista de la derecha (Kornilov)
sucumbió ante la resistencia obrera.
En un marco de
deserciones masivas en el frente y protestas de los campesinos, el partido de
Lenin lideró la toma del Palacio de Invierno. Este desenlace coronó una
estrategia revolucionaria definida en las tesis de abril y consumada con la
insurrección. En los diez días que conmovieron al mundo se perpetró la acción
más impactante de la historia contemporánea.
La revolución coronó su
antecedente de 1905 y formó parte de un ciclo internacional de convulsiones
inaugurado en México (1910) y China (1911). Pero la gesta bolchevique no sólo
fue victoriosa. Incentivó la gran secuela de sublevaciones anticapitalistas que
sacudió a Europa en los años 20 (Hungría, Alemania, Bulgaria, Italia).
Esa oleada se proyectó
a la década siguiente y fue recién contenida por el ascenso del fascismo y la
derrota de la república en la guerra civil española. Todas las conmociones de
entre-guerra (incluida la depresión del 30) fueron derivaciones del viraje
iniciado en 1917.
El triunfo de los bolcheviques condujo a revisar el
sentido contemporáneo de la revolución. Las grandes gestas de Inglaterra (1648),
Estados Unidos (1776) o Francia (1789) fueron conceptualizadas con
posterioridad a su estallido. Lo mismo ocurrió con la Comuna de Paris (1871).
En Rusia prevaleció,
por el contrario, una conciencia plena del acontecimiento. Los seguidores de
Lenin inauguraron la costumbre de teorizar las revoluciones sobre su propia
marcha. Todo el pensamiento marxista fue desarrollado en estricta conexión con
esos procesos y distintas teorías (dependencia, desarrollo desigual o
combinado, imperialismo) fueron concebidas para esclarecer el momento, la
oportunidad o la localización de la revolución.
La acción bolchevique
confirmó la diferencia cualitativa que separa una revolución contemporánea de
cualquier rebelión. Puso de relieve no sólo la existencia de un levantamiento
de los oprimidos, sino también la gravitación de los desenlaces militares, el
desmoronamiento del estado y la aparición de organismos de poder popular.
Ilustró cómo estos
últimos pilares sustentan la construcción de un orden alternativo. Los soviets
inauguraron las modalidades del poder dual, que emergieron en otras
revoluciones del siglo XX a través de consejos, movimientos o ejércitos.
Lo ocurrido en 1917
también confirmó que las revoluciones irrumpen en situaciones extremas y frecuentemente
influidas por la guerra. La batalla frontal contra el capitalismo no emergió
como se suponía de una crisis económica, sino del tormento creado por la
conflagración entre imperios. El involucramiento forzado de Rusia en esa
sangría generó dos millones de muertos y una resistencia masiva de los soldados
a ofrendarse como carne de cañón.
La demolición del estado zarista por la guerra facilitó
la fulminante victoria de los bolcheviques, que conquistaron la adhesión
popular cuando Kerensky se negó a negociar la paz.
Lenin
concertó el fin de las hostilidades a un altísimo precio. Suscribió acuerdos
que entregaban vastos y poblados territorios para cumplir con lo prometido. La
audacia exhibida para tomar el poder fue complementada con un gran realismo en
el manejo del estado.
Cada paso transitado por los bolcheviques fue estudiado
con fascinación por varias generaciones de militantes. Todos asimilaron la nueva
cultura comunista con la mira puesta en repetir la insurrección de octubre.
REVOLUCION SOCIALISTA
La principal novedad de
1917 fue el carácter socialista de la revolución. Esta singularidad quedó
definida por un conjunto de objetivos, prácticas, sujetos, direcciones y
horizontes geográficos.
Los bolcheviques explicitaron de inmediato sus metas
comunistas. Enunciaron esa finalidad y señalaron caminos para alcanzarla.
Propusieron avanzar hacia la igualdad social, mediante un sistema político de
auto-administración popular y un régimen económico de propiedad colectiva de
los medios de producción.
Discutieron la eventual
temporalidad de ese proceso y el tipo de transición requerido para coronarlo.
Concibieron ese futuro como un resultado de acciones humanas conscientes, muy
alejadas de cualquier expectativa religiosa en un devenir venturoso.
Pero la práctica anticapitalista definió más el curso de
la revolución que las previsiones teóricas. La intensidad de la confrontación
con las clases dominantes derivó en una encarnizada guerra civil y una
imprevista sucesión de expropiaciones.
El control obrero sobre
las empresas se transformó en anulación de la propiedad y derivó en una serie
de contramarchas, para adaptar la retrasada economía rusa a la necesaria subsistencia
del mercado.
El modelo de
estatización plena (comunismo de guerra) fue reemplazado por una combinación de
planificación con mecanismos de oferta y demanda (NEP). Ese vaivén ilustró que
la construcción socialista no sigue un libreto previo.
La revolución fue protagonizada por la clase obrera. Un
sector numéricamente minoritario pero altamente concentrado definió el
desenlace de las principales batallas, corroborando la gran incidencia de su
cohesión social y gravitación económica.
Pero la victoria fue conseguida mediante una alianza con
los campesinos, que forjaron en las trincheras el mismo tipo de soviets
erigidos por los asalariados en las ciudades. Esa red común de organización
popular sostuvo la caída del zar, el desplazamiento de Kerensky y la
insurrección bolchevique.
Lenin consolidó esa unión decretando la confiscación de
grandes propiedades y su entrega a los campesinos. Implementó una gigantesca
transformación social que permitió la victoria del ejército rojo en la guerra
civil.
El secreto de esos logros fue el partido construido por
Lenin en un minucioso trabajo de organización. Ese agrupamiento encajó con las
acciones requeridas para tumbar una autocracia represiva y liderar un proceso
insurreccional. Esa estructura le permitió a los bolcheviques lidiar con el
desastre económico, el aislamiento internacional y la invasión extranjera.
El partido introdujo una inédita combinación de
disciplina y convicción. Conformó una red de acción muy efectiva y con pocos
precedentes desde las órdenes monásticas de la Edad Media.
Pero más significativa fue la consolidación de una nueva
forma de militancia inspirada en la fascinación que suscitaron los
bolcheviques. Tres generaciones de luchadores se incorporaron en todo el
planeta, a los partidos que promovían la imitación del ejemplo soviético.
La
pertenencia a esas organizaciones se transformó en un ideal de vida, para
quiénes asumieron compromisos incondicionales con la construcción del hombre nuevo. La
convicción comunista reemplazó a la coacción militar y al misticismo religioso,
como principal motivación del comportamiento heroico.
La revolución rusa fue
concebida como un peldaño de sublevaciones internacionales que debían continuar
en Europa. Cuando decayó esa expectativa se priorizó la apuesta por el
socialismo en Oriente. Lenin fundó la III Internacional para fomentar la
revolución en todo el mundo y a pesar de las restrictivas condiciones que
impuso para el ingreso a esa organización, logró un extraordinario grado de
adhesión.
La revolución rusa
adoptó, por lo tanto, un perfil socialista en sus metas, prácticas,
protagonistas, liderazgos y escalas internacionales. Estos rasgos la
distinguieron de sus equivalentes nacionales, democráticos, antiimperialistas o
agrarios de otras latitudes y circunstancias.
De toda esa variedad de
componentes el sesgo socialista quedó principalmente determinado por la
adopción de medidas anticapitalistas. Ese ingrediente definió la principal
singularidad de la gesta de octubre.
DINÁMICA DE
RADICALIZACIÓN
La revolución rusa
zanjó viejos debates sobre el debut del socialismo. Marx había supuesto que esa
transformación comenzaría en Europa, luego realzó el impacto de los alzamientos
en la periferia y finalmente avizoró varios cursos posibles. Consideró que Rusia
podría transitar un camino asentado en la subsistencia de las comunas agrarias.
Ese país concentraba múltiples interrogantes por la
combinación de feudalismo con capitalismo, arraigo simultáneo en Europa y Asia
y mixturas extremas de modernidad y atraso, bajo una obsoleta monarquía. El
predominio campesino coexistía con un continuado crecimiento fabril, que
suscitaba muchos interrogantes sobre el régimen económico-político sustituiría
al zarismo.
Los teóricos
populistas (Danielson,Vorontsoy) descartaban la factibilidad del capitalismo
por la estrechez de los mercados y proponían un salto directo al socialismo
asentado en las formaciones agrarias. Los denominados marxistas legales (Tugan,
Bulgakov) resaltaban el peso de la clase obrera, ponderaban las luchas
económico-sindicales y esperaban resultados positivos de una reforma liberal de
la monarquía.
Los mencheviques (Plejanov) creían conveniente un
desarrollo clásico del capitalismo pos-zarista. Concebían al socialismo como un
producto ulterior de esa expansión y convocaban a una alianza con la burguesía
para acelerar esa transición.
También
los bolcheviques consideraban al principio necesario el pasaje por un periodo
capitalista. Pero rechazaban la rigidez de periodos estrictamente delimitados
para el avance al socialismo. Lenin promovía una revolución agraria -a través
de la nacionalización de la tierra- para impulsar el empalme entre ambas
etapas.
Sólo Trotsky avizoró
desde 1905 el carácter socialista que asumiría un levantamiento exitoso contra
el zarismo. Intuyó que la defección de la burguesía y la movilización radical
del campesinado, induciría al proletariado a desbordar el marco capitalista.
Los acontecimientos de 1917 confirmaron esa previsión.
Pero la victoria
bolchevique emergió de las audaces decisiones impulsadas por Lenin, que
sustituyó su planteo de revolución democrática por una opción directamente
socialista. Maduró ese viraje frente a la beligerancia popular, la irrupción de
los soviets y la capitulación del gobierno provisional.
La flexibilidad
política del líder comunista fue decisiva. Adoptó conclusiones de Trotsky que
había rechazado anteriormente y asumió postulados de los populistas, que había
combatido frontalmente.
Esa conducta ilustró la
gravitación de una actitud consecuente y la centralidad del principio de
radicalización en una estrategia revolucionaria. El hito bolchevique comenzó
con peticiones de paz, pan y tierra y terminó con la captura del Palacio de
Invierno. La dirección comunista motorizó esa dinámica, sabiendo que el logro
de los anhelos populares requería asumir decisiones radicales.
Esa política definió
todos los sucesos de febrero a octubre. Lenin retomó el comportamiento
propiciado por Marx en 1848, cuando alentó un desemboque socialista de la
revolución democrática alemana. También compartió la conducta asumida por Rosa
Luxemburg, para transformar las reformas sociales en plataformas de acción
revolucionaria. La radicalización propiciada por Lenin condujo a los soviets al
poder.
REFERENTE DE MÚLTPLES PROCESOS
La
revolución rusa se
convirtió en el modelo
general de cambio radical del siglo XX. Su impacto fue tan significativo que
algunos historiadores definieron la temporalidad acortada de esa centuria por
el inicio y desaparición de la Unión Soviética.
Los bolcheviques indicaron un sendero
socialista para los anhelos de democracia, soberanía y desarrollo
de distintos países. Pusieron de relieve que las revoluciones no estallan persiguiendo objetivos anticapitalistas inmediatos. Esas metas maduran en la confrontación
con las clases opresoras.
En Rusia las prioridades fueron el derrocamiento del zar,
el fin de la guerra y la eliminación de la nobleza. En otras latitudes se
batalló para erradicar la opresión colonial, tumbar dictaduras, conquistar libertades públicas o iniciar procesos de industrialización.
La expansión inmediata de la acción bolchevique quedó
detenida por los resultados adversos de los intentos insurreccionales en
Europa. Pero al concluir la Segunda Guerra Mundial, la herencia de Lenin
reapareció en Yugoslavia y China y en los años 70 se verificó en Vietnam. Todos
esos procesos retomaron el principio de erradicar la dominación de una minoría
capitalista sobre el conjunto de la sociedad.
La
familiaridad de la revolución cubana con su precedente soviético fue igualmente
nítida. Las columnas guerrilleras que ingresaron en La Habana actuaron contra
la tiranía de Batista con la misma contundencia que los soviets. Respondieron a
la agresión imperialista con acelerados procesos de nacionalización y una
explícita asunción de la identidad socialista. Esa valentía evitó la
frustración que se verificó en las dos grandes revoluciones precedentes de la
región (México en 1910 y
Bolivia en 1952).
Cuba no sólo siguió las huellas de 1917. Revitalizó el
alicaído legado de Lenin al cabo de varias décadas de deformación burocrática.
Esa renovación se observó en la recuperación del internacionalismo
revolucionario por parte del Che Guevara.
Los ecos de
la III Internacional reaparecieron en la OLAS y en las Conferencias
Tricontinentales. A diferencia de otras iniciativas transformadoras de la época
(como Bandung). Los eventos promovidos por Cuba proponían explícitamente expandir
el fermento revolucionario, creando "uno, dos y muchos Vietnam".
Fidel continuó el proyecto inaugurado por Lenin y ocupó en América Latina un lugar
equivalente al impulsor de los soviets. Actuó
con la misma osadía en la radicalización de un proyecto popular.
¿GERMEN DEL STALINISMO?
Desde la
caída de la URSS el análisis de la revolución rusa fue reemplazado por su
denigración. Se presentó al mayor intento de reducir la desigualdad como la
peor desgracia de la historia contemporánea.
El pico de
esas impugnaciones reaccionarias se produjo en los aniversarios de las últimas
dos décadas (1997 y 2007). Un libro negro sobre el comunismo (Courtois,
2010: 52-129) reunió relatos furibundos contra el bolchevismo. Describe
la revolución como una escalada de crímenes perpetrados por ambiciosos
conspiradores. Acusa al leninismo de incontables atrocidades, omitiendo el horror
precedente generado por la inmolación de soldados en las trincheras de la Primer
Guerra. Desconoce, además, que la insurrección de octubre fue una acción casi
incruenta.
La sangría sólo reapareció en los años posteriores por
la guerra civil que desataron los ejércitos blancos, apoyados por las potencias
imperiales. Esa contrarrevolución provocó ocho millones de víctimas y dejó un
país en ruinas, con fábricas abandonadas y pueblos hambreados.
La principal acusación contra el
leninismo recae sobre el terror rojo, que
organizaron los servicios de seguridad de bolcheviques (Tcheka).
Tuvieron grandes atribuciones de intimidación y ejecución para contrarrestar la
criminalidad de los blancos. Las muertes que generó esa defensa fueron muy
inferiores a las ocasionadas por los derechistas y a las predominantes en otras
revoluciones clásicas (como la francesa).
Es indudable que el poder
soviético incluyó injusticias. Pero esas desgracias han acompañado a todas las
transformaciones radicales de la historia. Si se impugna al bolchevismo por esa
desventura, habría que invalidar los distintos procesos de liberación,
independencia o república de los últimos siglos. Ningún país podría celebrar
sus fiestas patrias.
Los críticos acusan a Lenin de
utilizar la mascarada de un proyecto igualitario, para instaurar la dictadura
de un grupo sobre sus adversarios. Estiman que la ilegalización de otros
partidos retrata esa perversión.
Pero olvidan que esas
restricciones fueron adoptadas durante la guerra civil, en medio de atentados y
asesinatos. Se desenvolvieron en el marco político de polarización que precipitó
la dispersión y extinción de la oposición. También aquí la revolución rusa
reprodujo lo ocurrido en casos precedentes, que los historiadores suelen
enaltecer cuando involucra al surgimiento de su propia nación.
Muchos cuestionadores observan en
la revolución el germen de la pesadilla sufrida por la Unión Soviética bajo
Stalin. Pero deberían reconocer que la sublevación de los soviets contenía
gérmenes de todo tipo, cuya maduración no estaba predeterminada. La derivación
stalinista fue un resultado negativo de varios desemboques posibles.
El stalinismo obturó primero y
anuló posteriormente el sentido democrático de la revolución. Consagró la
usurpación del poder por parte de una capa burocrática, que consolidó sus
privilegios a costa de la mayoría popular. Sustituyó la confrontación con la
derrotada contrarrevolución por una demolición de los vestigios del
bolchevismo.
La asociación de Lenin con Stalin
queda desmentida por la simple constatación de la purga perpetrada contra los
artífices de octubre. Muy pocos protagonistas de esa gesta sobrevivieron a la
brutal limpieza de opositores. Esa matanza enterró gran parte del legado de la
revolución y anticipó la sangría adicional que provocó la colectivización
forzosa.
Remontar a
Lenin la responsabilidad de estas tragedias es un artificio. Supone concebir
todo el curso de la historia como un destino signado por diabólicos bautismos.
Con ese criterio habría que culpabilizar a Robespierre por los atropellos
cometidos durante la restauración, atribuir a Washington los tormentos
perpetrados por los esclavistas del Sur y achacar a San Martin o Bolívar las
terribles tiranías padecidas por Sudamérica durante el siglo XIX.
El extremo
de esa denigración es la equiparación del bolchevismo con el nazismo. Algunos
afirman que Hitler fue una reacción lamentable, pero legítima contra el
comunismo (Nolte, 2011: 178-205). Esta versión abandona la hipocresía
occidental y retoma la justificación del fascismo, que las clases dominantes
compartieron durante su fracasada cruzada contra la URSS.
La
supervivencia del país costó 27 millones de muertos y elevó a 40 millones el
total de víctimas afrontadas en el corto periodo de una generación. La magnitud
de esa catástrofe condicionó el devenir posterior de la URSS. El régimen
stalinista se estabilizó al cabo de la heroica victoria lograda contra los
invasores. Posteriormente ese poder se afianzó con un crecimiento industrial,
que modificó por completo la estructura social en todo el territorio.
La celebración de 1917 persistió
en la posguerra como un homenaje ritual, vaciado de contenido y asentado en la
fraudulenta presentación de Stalin como continuador de Lenin. La exaltación de
los logros conseguidos por la URSS ensombreció las críticas y distorsionó la
descripción de lo ocurrido, en los míticos meses de febrero y octubre.
¿GOLPE DE ESTADO?
Existe otra presentación de la
revolución de octubre como un golpe de estado. Esa tesis del complot supone que
Lenin recurrió a una astuta utilización de los soviets, engañó a sus
adversarios y aprovechó un momento propicio para apoderarse del gobierno.
Esa simplificación retoma la
vieja tradición de convertir los acontecimientos históricos en tramas
novelescas. Ignora los hechos, evita interpretaciones y reduce procesos que
involucran a millones de individuos a pequeñas disputas entre sediciosos.
Esa mirada se inspira en teorías conspirativas que presuponen la
estabilidad, normalidad o equilibrio del
capitalismo. Por eso imaginan que la principal amenaza contra el sistema proviene
de perversos villanos.
Pero
en el caso de octubre ese enfoque queda desmentido por el alto grado de
participación popular. Los bolcheviques contaron con un gran respaldo social
para su acción. Este sustento explica el reducido número de víctimas de la
gesta de octubre. Lejos de coronar un putch, los soviets fulminaron a un régimen aislado y repudiado.
Lo mismo ocurrió con todas las
revoluciones significativas que antecedieron o sucedieron a 1917. Pero ese tipo
de acontecimientos resulta enigmático para los buscadores de complots. No pueden entender el patrón
de acción colectiva que predomina en los procesos signados por el protagonismo
popular.
Presentar lo ocurrido en 1917 como un golpe de estado es por
otra parte una obviedad. Cualquier transferencia del poder ejecutada fuera de
la institucionalidad vigente viola la legalidad de ese sistema. Lo que debe
juzgarse es validez o ilegitimidad de ese desenlace. Objetarlo en sí mismo
equivale a justificar al régimen precedente.
La crítica a Lenin por su
violación de la legalidad fue especialmente propagada por distintos analistas,
que cuestionaron el desconocimiento de las normas institucionales, recurriendo
a los viejos dogmas del liberalismo.
Pero olvidaron que los soviets se
alzaron contra una monarquía y un gobierno que perpetuaba la masacre de los
soldados. ¿Qué instituciones respetaban los agentes de la nobleza y el despojo
territorial?
Las revoluciones siempre estallan
en situaciones extremas que pulverizan la legalidad vigente. Los insurrectos de
octubre se alzaron para preservar la vida de una población triturada por la
carnicería bélica. Comprendieron que el capitalismo y sus fachadas
institucionales generan esos padecimientos. El gran mérito de 1917 fue promover
un sistema alternativo a las hipócritas modalidades de la dominación burguesa.
Lejos de constituir una anomalía,
la revolución rusa formó parte de las periódicas disrupciones que afronta el
capitalismo. Pero añadió al alzamiento desde abajo, un ingreso masivo de los
explotados a la acción política directa. Ese significado es imperceptible para
los detractores del bolchevismo.
¿UNA ILUSIÓN?
La revolución no sólo fue
impugnada por el uso de la fuerza. También recibió objeciones por su quimérica ilusión
en el socialismo (Furet, 1995: 12-33).
Esa crítica rechaza todo intento de
construir una sociedad igualitaria, descontando que los explotados deben
resignarse a la sumisión. Postula esa exigencia desde una posición de
privilegio, que considera tan natural la desigualdad como los beneficios de los
enriquecidos.
El argumento más repetido para imaginar
la eternidad de las ganancias capitalistas es el fracaso económico de la URSS.
Se remarca especialmente el resultado adverso de la competencia intentada con los Estados Unidos.
Pero la comparación olvida que Rusia era una
economía semiperiférica en acelerado desarrollo, sometida al sistemático
hostigamiento de la principal potencia del planeta. Los dos países nunca
estuvieron situados en el mismo plano.
La guerra fría generalizó una
distorsionada imagen de contendientes semejantes y reforzó la presión sobre la URSS
para rivalizar en desventaja. Esa concurrencia obligó al país a desviar una gran
proporción de su PBI hacia gastos militares, que obstruyeron el
desenvolvimiento de sectores prioritarios.
La URSS no
logró consumar el catch up con las
economías centrales, pero superó ampliamente a sus equivalentes en tasas de crecimiento e índices de
desarrollo humano. Ni siquiera el prolongado estancamiento de los años 70-80
afectó ese posicionamiento.
El desplome del régimen obedeció más
a la decisión política de modificar un sistema, que a los desequilibrios
económicos que arrastraba el país. Los gobernantes rechazaban un
desenvolvimiento genuinamente socialista y apostaban a su propia conversión en
burgueses. Envidiaban el confort de los millonarios de Occidente e idealizaban
el estilo de vida norteamericano. Cuando encontraron la oportunidad para
reconvertirse en capitalistas, abandonaron el incómodo maquillaje comunista.
La mayoría
de la población valoraba las mejoras sociales pero se mantuvo inactiva. Toleró
ese viraje al cabo de décadas
de inmovilidad y despolitización. Un régimen de censuras y prohibiciones
generalizó la apatía popular, asfixió la cultura y alejó a la intelectualidad.
La
oportunidad para una renovación socialista se perdió en los años de la
Primavera Checoslovaca (1968). Posteriormente imperó un desencanto que
precipitó la vertiginosa y triste disolución de la URSS.
FUERZAS PRODUCTIVAS
Las polémicas con los cuestionadores
del socialismo ocupan un lugar preeminente en el aniversario de la revolución.
Pero los debates son también significativos entre los defensores de la gesta
leninista.
Algunos pensadores realzan la acción
bolchevique pero consideran que apresuró la marcha del socialismo. Estiman que
ese proyecto debió adaptarse a la madurez de las fuerzas productivas y sugieren
que la URSS falló por esa restricción objetiva (Pomar, 2015).
Esa mirada
tiene puntos en común con la objeción que anticipó Kautsky al carácter
prematuro de la acción soviética. Señaló que el retraso productivo de Rusia
privaba al país de la base material requerida para avanzar hacia el socialismo.
Lenin y Trotsky rechazaron acaloradamente ese mismo cuestionamiento por parte
de Plejanov.
La crítica
olvida el carácter intempestivo de procesos revolucionarios que no respetan
horario, ni fechas de irrupción. Esas acciones emergen por la belicosidad,
conciencia o experiencia de los oprimidos y no se adaptan a esquemas
preestablecidos de evolución humana. Las vertientes objetivistas del marxismo
no comprenden esa autonomía de los sujetos.
La misma
objeción a la carencia de basamentos materiales para encarar la apuesta
socialista era expuesta por los Partidos Comunistas, que postulaban estrategias
por etapas en la periferia. Promovían modelos de capitalismo en alianza con las
burguesías nacionales, alegando la inviabilidad inmediata del socialismo.
Pero
durante el siglo XX fallaron en las economías subdesarrolladas todos los
intentos de copiar el desenvolvimiento de los países centrales. Las
revoluciones socialistas irrumpieron justamente en la periferia, por el
carácter más acentuado de las crisis capitalistas en esas zonas.
Es un contrasentido afirmar que
el socialismo debe evitarse en las regiones que más necesitan su
instrumentación. El modelo evolutivo desconoce que la periferia concentra desequilibrios
agravados que exigen urgentes respuestas anti-sistémicas.
Es cierto que el socialismo es un proyecto
global cuya implementación plena es inviable en un sólo país o región. Pero esa
limitación no invalida el inicio de ese proceso en donde sea necesario.
Ese debut no contradice el reconocimiento de la
significativa brecha que separa el comienzo de la conclusión de un proceso
transformador. Pero si esas mutaciones no
empiezan cuando son requeridas el ideal socialista languidecerá en el ensueño.
EL PAPEL DEL ESTADO
El análisis de ocurrido en la
URSS exige superar la ingenua creencia que lo ocurrido bajo ese régimen “no nos
concierne”, a quienes cuestionamos el despotismo burocrático. Es más
conveniente revisar lo sucedido asumiendo la familiaridad con las dificultades
que afrontó ese proceso. Son obstáculos que reaparecerán en cualquier intento
de construcción pos-capitalista.
Es muy corriente afirmar que la
revolución bolchevique demostró capacidad para tomar el poder, pero no para
erigir una sociedad alternativa. Se atribuye esa limitación a la
burocratización que sucedió a ese triunfo (Zibechi, 2017).
El tipo de burocracia
prevaleciente en la URSS fue discutido durante décadas. El paso del tiempo ha
confirmado el acierto de los enfoques, que resaltaron la peculiaridad no
capitalista del funcionariado de ese sistema.
El gran cambio de los últimos 25
años en comparación a la dinámica vigente con Stalin, Krushev, Breshnev o
Gorbachov radica en la nueva presencia de una clase dominante. La restauración
del capitalismo fue la principal consecuencia del desplome de la URSS.
Pero la crítica a la burocracia
-que en el pasado propiciaba una renovación socialista- es frecuentemente
esgrimida en la actualidad, para cuestionar la propia conquista del poder. Se
objeta el camino leninista atribuyendo las deformaciones de la URSS al curso
estatista iniciado por los bolcheviques. Se supone que eludiendo ese sendero se
podría abrir un rumbo más libertario de emancipación, asentado en florecimiento
de emprendimientos autogestionarios.
Pero la URSS ofrece un modelo
concreto de logros y fracasos del intento pos-capitalista. En cambio la tesis de
puras comunas no brinda antecedentes, ni pistas de la trayectoria que seguiría
su proyecto.
Ese enfoque se limita a enunciar
vagas convocatorias a “cambiar el mundo sin tomar el poder”, evitando explicar
cómo podría soslayarse el manejo y la transformación del estado para
implementar un cambio revolucionario.
La construcción de contrapoderes
alternativos en los poros de la sociedad es un importante paso en la batalla
para erradicar al capitalismo. Pero el principal resorte de esa mutación es la
sustitución del estado burgués por otra modalidad estatal, gestionada por las
mayorías populares.
El éxito bolchevique pareció
agotar una controversia que tradicionalmente opuso al marxismo con el
anarquismo. Pero la implosión de la URSS ha reavivado el debate. Con todas las
frustraciones que acumula, la tesis socialista sigue ofreciendo argumentos
teóricos e indicios prácticos más sólidos que la vaga opción libertaria.
EL EXCLUSIVISMO PROLETARIO
Ciertos enfoques idealizan la
victoria de 1917 como el único modelo de revolución socialista. Consideran que
otros triunfos equivalentes como la revolución cubana, no alcanzaron ese
estatus por ausencia de liderazgo proletario (Altamira, 2016).
Esta visión no desconoce que en
Cuba hubo expropiación del capital, enormes logros socio-económicos y exitosa
resistencia al imperialismo. Pero entiende que esos aciertos no definen la
cualidad socialista que tuvieron esas mismas realizaciones, bajo los soviets. Para
evitar discusiones talmúdicas convendría aclarar que se discute el inicio y no
la consolidación del socialismo, que estuvo ausente en ambas situaciones.
Al contraponer el hito
bolchevique con la epopeya del 26 de Julio se acepta la posibilidad de
revoluciones anticapitalistas carentes de contenido socialistas. De esa forma
se avala la tesis de la revolución por etapas, que siempre impugnaron los
críticos de izquierda del oficialismo comunista.
El enfoque de excluyente bolchevismo
define restrictivamente a la revolución socialista por la clase que lidera esa
acción, olvidando otros determinantes (objetivos, práctica, dirección, alcance)
y la preeminencia de las medidas anticapitalistas.
Desconoce que las revoluciones
burguesas protagonizadas por sujetos populares ya indicaron la prioridad de las
metas y no de los artífices, en la caracterización de una mutación histórica.
Con una mirada sociológica asigna a las clases sociales una total
preponderancia en la caracterización de esos procesos.
La experiencia del siglo XX ilustró, además,
cómo la variedad de clases oprimidas configura cada dinámica anticapitalista.
En Rusia el proletariado jugó un rol dirigente, pero en estrecha asociación con
campesinos convertidos en soldados. Otro tipo de protagonismos se verificaron
en el doble poder guerrillero forjado por las milicias de Yugoslavia, China o
Cuba.
En todos esos casos se
registraron expropiaciones que desencadenaron procesos socialistas. Es un error
desconocer esos resultados por la ausencia del imaginario sujeto que debería
haber encabezado esas acciones.
Con ese razonamiento se habilitan
revoluciones sólo en los países que respetan cierta configuración social, El
tipo de proletariado concentrado que existía en Rusia a principio del siglo XX,
sólo se verificaba en muy pocas economías ajenas al núcleo industrial de
Occidente. Esa carencia no marginaba del proyecto socialista a las tres cuartas
partes del planeta.
La III Internacional primero y la
OLAS después desenvolvieron una gran labor revolucionaria en Asia, África y
América Latina evitando el exclusivismo proletario. Discreparon incluso con las
organizaciones que se auto-asignaban roles sustitutos de la reducida clase
obrera de la periferia.
La tesis sociológico-proletaria
sugiere la inviabilidad de todos los procesos revolucionarios carentes de un
actor social predeterminado. Ese razonamiento carga con los mismos defectos de
la miradas objetivistas, que definen la factibilidad del socialismo por el
grado de madurez de las fuerzas productivas.
La tradición leninista más
provechosa realza, en cambio, el papel de los sujetos populares y es congruente
con la tesis que postula la factibilidad de proyectos progresistas, en
distintas temporalidades y escenarios. Endiosar a los soviets suponiendo que
ofrecen el único modelo de gesta socialista no contribuye a los homenajes en
curso.
LENIN MÁS GRAMSCI
El centenario de
la revolución soviética ha desempolvado los viejos debates sobre la dictadura democrática
del proletariado y la revolución por etapas, ininterrumpida o permanente. Esas
controversias sólo pueden recuperar interés a la luz de las disyuntivas
políticas actuales. No todos los involucrados en la conmemoración demuestran
preocupación por establecer esas conexiones.
Hasta los
años 80 la importancia de la victoria bolchevique saltaba a la vista. El
carácter de una próxima revolución socialista era discutido, evaluando las
modificaciones planteadas a la estrategia leninista por las experiencias de
China, Vietnam o Cuba.
Los términos
de ese debate se modificaron sustancialmente luego del afianzamiento del
neoliberalismo que sucedió al desplome de la Unión Soviética. En América Latina
ese cambio se reforzó con la caída del sandinismo y asumió un nuevo perfil con
las exitosas rebeliones populares del nuevo siglo. Esos levantamientos
inauguraron el ciclo progresista y los procesos radicales de Venezuela y
Bolivia.
Para actuar
en este contexto no alcanza con rememorar lo ocurrido en Rusia entre febrero y octubre de 1917. Tampoco es
suficiente construir un partido revolucionario dispuesto a intervenir en
circunstancias semejantes. Ecuador, Argentina, Venezuela y Bolivia atravesaron
varios momentos de crisis económicas extremas, desmoronamiento del régimen
político y levantamientos sociales, sin repetir el escenario de los soviets.
Una diferencia sustancial radica en la
permanencia o reconstitución de sistemas constitucionales que carecían de
relevancia en la época de Lenin. Este nuevo dato en América Latina ya fue
registrado en la posguerra por los marxistas europeos.
De ambas experiencias surgió un replanteo de
la estrategia leninista que incorpora
las percepciones de Gramsci. Esta asimilación es clave para construir una
hegemonía política socialista, confrontando con el complejo funcionamiento del poder burgués.
Un sendero anticapitalista debe contemplar la
nueva variedad de batallas en escenarios institucionales con parlamentos,
elecciones, partidos legales y medios de comunicación que no existían en 1917.
Este contexto quiebra la simultaneidad de los
procesos revolucionarios del pasado. La formación de un gobierno de
trabajadores, la captura del estado y la transformación de la sociedad no se
perfilan como cursos paralelos (o con reducidas diferencias temporales). Más
bien despuntan como momentos muy diferenciados.
La lectura de Gramsci induce a prestar
atención a las batallas ideológicas y a las confrontaciones electorales,
en una dinámica tendiente a gestar formas de poder alternativo.
Este nuevo enfoque fue distorsionado en los
años 80 y 90 por interpretaciones socialdemócratas, que promovieron el
amoldamiento al capitalismo, la veneración de las instituciones y el repudio
del legado insurreccional soviético.
En el pico eurocomunista de esta deformación,
Lenin fue tan rechazado como Fidel. Se imaginó un Gramsci edulcorado, dedicado
a la investigación de la cultura y a los refinamientos de la ideología, sin
ningún parentesco con la revolución o el socialismo.
En la derivación
posmoderna de esa distorsión, los sectores oprimidos son sustituidos por
variadas identidades, la meta socialista es reemplazada por la democracia
radical y la conquista de la hegemonía es concebida como una amalgama
contingente de demandas entretejidas por discursos. La lucha política flota en
una nube divorciada de los conflictos sociales y las alusiones a la guerra de
movimientos son tan sepultadas como el bolchevismo.
Afortunadamente
junto a estos despistes recobran fuerza los distintos planteos, que reconectan
a Gramsci con Lenin. En ese empalme se inscriben los enfoques que resaltan
nuevas combinaciones de la democracia directa e indirecta y de las reformas con
la revolución.
Un texto reciente referido a la revolución
rusa interpreta en esa línea los procesos latinoamericanos actuales (García
Linera, 2017). Propone concebir cursos de
batalla que incluyan momentos de hegemonía gramsciana y etapas
jacobino-leninista.
El acierto teórico de esta visión es tan
significativo como su controvertida aplicación práctica. En el caso de Venezuela
se podría afirmar, por ejemplo, que el momento de hegemonía estuvo en juego en
las últimas décadas de gobierno popular, estado en disputa y grandes fracturas
de la sociedad.
Se registraron
choques ideológicos y fuertes confrontaciones electorales, pero el poder comunal requerido para consolidar una
preparación socialista nunca se abrió paso. Más bien prevaleció una tendencia opuesta a la primacía de la
burocracia, el verticalismo y el funcionariado privilegiado.
Por esas
debilidades el salto al momento jacobino-leninista estuvo obstruido y la oportunidad actual para avanzar
hacia esa definición, sólo se podría se ensayar en circunstancias más críticas.
Pero la síntesis
gramsciano-leninista no es una fórmula de laboratorio. Es una estrategia que se
remodela junto a la experiencia popular. Mientras la crisis continúe pendiente
en Venezuela permanecerá abierta la posibilidad de una resolución positiva. Los
procesos revolucionarios siempre recobraron impulso en la adversidad.
Quizás lo más
interesante del actual replanteo gramsciano-jacobino es su explícito rescate
del momento leninista. Resaltar la vigencia de una coronación revolucionaria de
la batalla por la hegemonía, contribuye a superar las timideces de las últimas
décadas.
La revolución socialista es un horizonte indispensable para el proyecto
emancipador.
LOS
MISMOS DILEMAS
La conmemoración de la revolución rusa suscita la misma atención que despierta el 150 aniversario de la primera
edición de El Capital. El malestar
social que impera con el neoliberalismo induce a retomar distintas facetas del
marxismo clásico. Se ha tornado tan perentorio entender los desequilibrios del
capitalismo, como evaluar las experiencias de construcción alternativa.
Lo más llamativo de los homenajes a 1917 es la variedad y riqueza de
los seminarios organizados en distintos puntos del planeta. Brindan respuestas
a una nueva generación, que no tiene incorporada la revolución bolchevique a sus referencias o imaginarios. Esas reuniones
satisfacen la curiosidad por conocer cómo se logró la primera victoria
sistémica contra el capitalismo.
Las conmemoraciones también incluyen fuertes deformaciones. El gobierno
ruso está empeñado en quitarle contenido anticapitalista a la celebración, para
presentarla como un hito de la nacionalidad eslava. Promueve una lectura
chauvinista del acontecimiento más internacionalista de la historia.
Putin consolidó una oligarquía de privilegiados, que también evitó el
desmantelamiento del país propiciado por Estados Unidos. En congruencia con ese
equilibrio mantiene himnos de la era soviética y trabaja con los patriarcas de
la iglesia ortodoxa. Levanta una estatua del zar Alejandro I junto a monumentos
al ejército rojo.
La revolución será en cambio explícitamente reivindicada en las
celebraciones que se preparan en Bolivia y se auspician en Venezuela. Esas
convocatorias ilustran afinidades con el ideal socialista. En un escenario
latinoamericano signado por la restauración conservadora, las presiones
derechistas y un renovado macartismo, los gobiernos de esos países han elegido
ponderar el mayor hito del proyecto comunista.
En ningún lado se registra el entusiasta alborozo que signó las
primeras celebraciones de la victoria soviética. Tampoco se verifican las
apasionadas defensas e impugnaciones que rodearon durante décadas a ese
aniversario.
En el centenario de la revolución han desaparecido los rituales
oficiales de la URSS, que el establishment occidental observaba con recelo.
Pero también se ha diluido la euforia anticomunista de los años 90. Ya se
discuten más los duros efectos de la restauración capitalista que el malestar
imperante durante el modelo anterior.
El legado leninista comienza a recobrar fuerza ante las pesadillas que
genera el capitalismo neoliberal. La revolución irrumpió en un momento límite
de los sufrimientos ocasionados por la guerra. Su impronta reaparece en los
procesos de radicalización que emergen en un contexto global de tragedias
bélicas, desastres sociales y devastaciones del medio ambiente. En el siglo XXI
persisten las disyuntivas entre el socialismo y la barbarie que afrontaron los
bolcheviques.
3-8-2017
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[1]Economista, investigador del CONICET, profesor de la
UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz
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