Amelia Martínez Lobo y Daniel Albarracín Sánchez
Este texto contiene la introducción al número 154 de la Revista Viento Sur dedicada a analizar el cambio político producido en las elecciones nacionales de diversos países de Centro Europa.
En este 2017 ha habido una sucesión de elecciones en
varios países, en países considerados el centro gravitatorio en Europa. Aquí
ofrecemos análisis centrados en Alemania, Austria, Países Bajos, pero también Francia
o Reino Unido.
Entendemos las elecciones como un termómetro para
analizar la coyuntura de una realidad poliédrica. Un cambio en el mapa político
parlamentario sólo muestra el retrato robot, un agregado aritmético que
representa de manera borrosa, distorsionada y plana una hegemonía política. La
hegemonía social sólo es posible dotarla de sentido material, siempre tenso y,
como ahora, en disputa, a través de las relaciones y prácticas sociales de
sujetos concretos en el orden político, discursivo, productivo y cotidiano.
Así, al igual que un cambio social subyacente se suele traducir con retraso en
el mapa parlamentario de partidos, tampoco el cambio de la representación
parlamentaria equivale a un cambio automático de las políticas, tal y como nos
advierte Christine Poupin para el
caso de Macron en Francia. Ahora bien, con el cambio sustancial del mapa
político y todo su alcance, no hacemos más que constatar que las sociedades,
también en el centro de Europa, están sufriendo un cambio de hegemonía desde
hace tiempo.
En cuanto al cambio social, la formación de sujetos
antagonistas (expresados en prácticas, organizaciones, discursos e iniciativas,
siempre materiales) precede al cambio político. Las subjetividades antagonistas
se desarrollan condicionadas por el dominio del capital, que sujeta a la
mayoría social a unas condiciones de vida y trabajo vulnerables en el orden de
la experiencia material, reforzadas por la configuración de los medios de masa
de la agenda y debate público. Esas relaciones de poder se consagran en
aparatos político-estatales y regímenes, durante épocas, que venían dirigiendo
gobiernos, que amparan los intereses generales del capital, y que se venían
sosteniendo con cierta legitimidad bajo una cierta tensión funcional entre la
fracción izquierda y derecha de los partidos tradicionales surgidos tras la
IIGM. Estos dieron lugar, tras los años 70, a un polo neoliberal conservador y
un polo socialiberal, que facilitaban una renovación de las élites sin poner en
tela de juicio las relaciones sociales fundamentales –las de propiedad, las
productivas, las de las relaciones salariales-. Pero el mundo político ha
dejado de ser estable, cuanto menos desde crisis de 2008, y desde entonces, con
años de retraso, vivimos una crisis política desconocida desde, por lo menos,
los años 70.
Asistimos a un proceso de erosión
de la partitocracia tradicional, especialmente acusada entre los partidos
socialdemócratas, castigados por su complicidad en la aplicación de políticas
de austeridad, sólo algo compasivas si lo comparamos con las fuerzas de
derecha. Parcialmente vienen ocupando su lugar y papel nuevas fuerzas,
progresistas o reaccionarias, con una vocación de protección, sea bien inclusiva
de las clases populares y de promoción de sus derechos y bienes públicos, sea
bien de un abstracto sujeto nacional que ve amenazado su bienestar económico.
El ascenso de una nueva derecha extrema se muestra firme, en Alemania, Francia, Austria y Países Bajos, y marca la agenda política del gobierno en Reino Unido. El descontento causado por los partidos socialiberales, y el progresivo rechazo a los partidos conservadores convencionales, como pone de manifiesto el artículo de Radhika Desai y Alan Freeman con el caso de los Tories, está entre las razones del avance del populismo autoritario, sobre todo cuando está ausente una fuerza progresista comprometida con las clases populares. Algo que afortunadamente no ha sucedido en Reino Unido o el Estado español gracias al Labour corbynista o Podemos.
Los avances de las fuerzas
alternativas dependen de varios factores, algunos externos, pero otros tienen
que ver con cómo se relacionan con la sociedad civil, así como el proyecto
político que ofrecen. Entre ese conjunto de elementos cabe mencionar la
formación de un relato (como el que aupó a Melenchon), cómo se enraíza con los
actores organizados de la sociedad civil (por ejemplo el Partido Socialista
Holandés; aun cuando defienda un ideario contradictorio para una opción de
izquierda, como nos explica Alex de Jong
en el artículo dedicado a Países Bajos, sí mantiene una sólida relación
orgánica con los agentes sociales), sino también por su concreción programática
al definir las necesidades y aspiraciones históricas de los sujetos a los que
interpela (caso Partido Laborista),
A este respecto, el drástico
cambio en el sistema político producido ha venido mediado por sistemas
electorales que dan pie a formulaciones personalistas, como la que puede
representar Macron en Francia. Un modelo que pierde suelo al no disponer de la
mediación de un partido que establezca lazos con el conjunto de la sociedad,
más allá de un mensaje mediático. Los partidos, se encargaban de una relación
entre el aparato del Estado y la sociedad civil, mediante vínculos en el orden
del relato y lo programático, los vínculos con las organizaciones sociales y
sindicales, o, en su forma negativa, mediante la generalización de redes
clientelares, de mecanismos de integración y exclusión en las expectativas de
promoción, o incluso mediante fórmulas de corrupción y extorsión. En estos
momentos de cuestionamiento de la partitocracia, se disuelven esos lazos, con
sus aspectos positivos o negativos, y se están creando otros.
Con una sociedad civil desorganizada
y atemorizada, con una crisis de subjetividad, las fuerzas progresistas
incapaces de establecer sus lazos con la sociedad civil de manera estable y
participada, creíble y confiable, verán como la individualización o
corporativización social, que vehiculan la competencia social bajo fragmentadas
formas de precariedad, falsas formas de trabajo autónomo y otros “proyectos emprendedores”,
les superará, dando pie a prácticas políticas reactivas, que reclamarán
revertir viejos derechos sociales universales en privilegios de los grupos que
el poder seleccione para una nueva jerarquía social.
Los resultados electorales en
todos los países analizados – Países Bajos, Alemania, Austria, Francia y Reino
Unido – no son nada halagüeños. “Cuando nosotros no ocupamos el vacío, entonces
ese vacío lo ocupan los monstruos”. Y esos monstruos han venido para quedarse,
fruto reaccionario de la frustración y miedo generalizados por un
neoliberalismo, renovado en forma de extremo centro, que no ha dejado de romper
las mínimas certezas, derechos y servicios públicos para las mayorías
populares, y, con ello la relativa credibilidad que había asentado el
irrepetible periodo de posguerra. Ese hueco no se cubre por un fascismo como se
entendía en los 30, con sus prácticas contra un gran movimiento obrero
organizado que despertaba el entusiasmo por una sociedad alternativa, sino por
un populismo autoritario modernizado, con su ideario de exclusión a los foráneos,
a los que profesan el Islam, o de las minorías y sujetos alternativos, para
proteger a burguesías regionales y trabajadores obedientes a su bandera. Walter Baier, en su artículo sobre
Austria arrojará luz sobre este caso concreto. Un populismo autoritario que ha
normalizado política del miedo en la agenda del conjunto de partidos, sin dejar
de dar un mensaje eurocentrista, de preferencia nacional o de protección
paternalista a las mujeres blancas, con un feminismo de derechas, que demoniza
lo desconocido con el que no se quiere compartir ni saber de él. Para conocer más sobre Francia, el artículo
de Christine Poupin nos actualiza al
respecto, si bien todos los artículos abordan esta cuestión.
Las victorias, en muchos casos, se deben no tanto a
éxitos propios sino a los fracasos del adversario, haciendo que los avances
sean en falso si no cuentan con un enraizamiento entre las clases trabajadoras,
que en modo alguno se improvisa. En este sentido, la autocrítica por parte de
la izquierda transformadora ha de ser rotunda. ¿Dónde está la izquierda en
aquellos lugares donde las capas populares son las más golpeadas por la crisis
y sin embargo apuestan por los Lepen, AfD o los Trump? También debemos
continuar con una irrenunciable perspectiva internacionalista para alcanzar
nuestro horizonte socialista, no como consigna identitaria, sino con el
convencimiento de que no hay otra alternativa realista ante un capitalismo que
es global.
Se echa de menos en nuestros textos, palabras y
acciones, que estén impregnados con un poco más de fritanga, de marca blanca
del súper, que hablen y sientan como quien se sube a un andamio cada mañana,
que lleven las manos y las uñas manchadas de aceite de coche, que se impregnen
de vacaciones en Benidorm, que se impregnen de los problemas, anhelos y deseos
de una precaria de 3 euros la hora, que empaticen con los pañales y los
cuidados para los que sostienen la vida. A este respecto, hay que sacar lecciones
de la experiencia de Corbyn en Reino Unido, como muestran Radhika Desai y Alan Freeman en su artículo, que ha sabido conectar
con las clases trabajadoras británicas y enfrentarse con inteligencia al establishment, representando un giro
singular en la socialdemocracia europea. O como nos sugiere Angela Klein, para construir una
alternativa de izquierdas también en una Alemania que, por desgracia, gira a la
derecha.
Es por tanto necesaria una alternativa
transformadora que debe reavivarse en el tejido barrial y vecinal, debe
implementarse en los centros de trabajo, entendiendo que las relaciones
laborales y sindicales han cambiado al completo. Una alternativa que
empatice hable y sienta como el de
enfrente, con sus problemas reales, de carne y hueso. Esa alternativa ha de
promover la autooganización de las clases populares, de los colectivos de
mujeres, de personas migrantes, de la juventud que sufre la precariedad. No hay
otro camino.
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