5/8/12

Una ruta de interpretación del contexto económico español y europeo..

Daniel Albarracín
Mayo 2012

A pesar de la duración de esta crisis económica la economía europea sigue estancada. Mientras tanto, la española se sumerge en una nueva recesión.

El tipo de crisis que padecemos es, en primer lugar, una crisis de oferta: una crisis de rentabilidad, desde 2007; una sobrecarga de endeudamiento financiero de las empresas, que comenzó a finales de los 90; y una situación de sobreproducción de diferentes sectores, entre los cuales está el de la construcción que causó el estallido de la burbuja inmobiliaria en la primera década del siglo XXI. Pero, asimismo, ha degenerado en una crisis de demanda. La austeridad pública, la racionalización productiva y de inversión de las empresas, la destrucción de empleo y la caída de los salarios están ocasionando un retroceso en la demanda efectiva, sólo mínimamente compensada por las exportaciones y por el comportamiento, hasta 2011, positivo del sector turístico. Ambas crisis, a su vez, están envueltas en otras crisis como la energética, la climática y la de los cuidados –que afecta principalmente a las mujeres-.

En lo que refiere al capítulo económico, las políticas en vigor han confiado la iniciativa para impulsar la economía en determinados actores: las empresas privadas; y en el motor del estímulo de la rentabilidad del mercado. Sin embargo, las empresas no han invertido ante la caída de la rentabilidad media y el ascenso de sus cargas financieras. En estas circunstancias, la economía está embarrancada y se pueden rebasar al final de 2012 los seis millones de personas paradas (en el I Trimestre ya superaba los 5,6 millones, según la EPA, INE). En suma, los principales damnificados han sido el valor del trabajo, el papel de lo público y las condiciones de vida de la mayoría social.

Quince años llevan ya de estímulo de la demanda a través del crédito barato –cuyos efectos ya se han agotado-, en vez de apostar por la inversión, el empleo, los salarios y la acción pública. Desde 2008, la línea política de los últimos gobiernos ha escogido como vía creciente de financiación pública la emisión de deuda soberana, frente a un mejor y más justo diseño de los impuestos y una persecución del fraude. Se ha descartado un modelo fiscal que incluyese un reparto social más progresivo y equitativo de los esfuerzos fiscales. A esto le ha seguido el compromiso absoluto de devolución del pago de la deuda pública, para lo cuál se constitucionalizó en 2011 el estricto control del déficit público, aún a costa de cerrar hospitales y escuelas, o desatender numerosos colectivos. Los gobiernos han asumido un nuevo modelo de financiación sensible a los intereses de las empresas. Los bancos y grandes empresas prefieren comprar deuda pública, en condiciones sumamente ventajosas, mejor que contribuir con impuestos a las arcas públicas.

Esto se ha traducido, desde el lado de los ingresos públicos en un desplome histórico de la recaudación y un drenaje permanente de recursos públicos hacia el capital privado. Mientras durante años se gravó cada vez menos a las rentas del capital y del patrimonio, se ha recurrido, desde 2012, al aumento de impuestos sobre las rentas de las clases sociales productivas, que tienen más difícil recurrir al fraude y la elusión fiscal, en un contexto de amnistías al fraude fiscal (cuya dimensión es equivalente al déficit público) y permisividad con los paraísos fiscales.

Desde el lado del gasto público, se ha aplicado una austeridad formidable en materia de protección social e inversión pública, el recorte de servicios, empleo y salarios públicos. En este contexto, se han afianzado los privilegios y ventajas económicas para el empresariado, para favorecer sus beneficios y aliviar sus enormes problemas de solvencia (la deuda del sector privado representa el 63% del total de la deuda de nuestra economía, cuyo montante representa prácticamente el 400% del PIB español).

La austeridad proclamada, en cambio, contrasta con la envergadura y generosidad de los rescates de los sectores empresariales privados, fundamentalmente el bancario, a los que se les ha provisto ayudas por el equivalente al 13% del PIB entre 2008 y 2010, y en la que se ha realizado una operación inédita de concentración bancaria, bancarización y privatización de las cajas de ahorro, y otras medidas para lavar las cuentas de las grandes entidades a costa del Tesoro Público. Toda una operación de socialización de las deudas privadas, a cargo del Estado, y de conversión, en definitiva, de éstas en deuda pública, a cargo de los y las contribuyentes.

El modelo económico europeo como condicionante de las políticas aplicadas.

Este correlato no es más que una vía de aplicación condicionada a un modelo económico europeo construido por las elites europeas. Desde Maastricht (1992), pasando por el Tratado de Lisboa (1997), hasta los recientes Pactos del Euro (2011) y Fiscal (2012), la Unión Europea ha situado como prioridad la construcción de un mercado único libre para los capitales y mercancías, encorsetado para las personas, desfavorable al mundo del trabajo y para la realidad de la periferia europea, en la que se encuentra el Estado español. Se ha ido consolidando una Europa a varias velocidades donde unos países y sus empresas han disfrutado de enormes superávits mientras otros han acumulado déficits de la balanza de pagos hasta niveles insoportables.

La UE, tal y como se diseñó en su origen y como se ha dirigido después, marginó las políticas públicas –hoy día el presupuesto de la UE es apenas del 1,2% del PIB-, la integración sustancial de sus diversos pueblos y territorios, la armonización fiscal, la convergencia real en materia laboral y productiva, inversiones públicas y políticas sociales.

Desde sus inicios, la UE tuvo una agenda pendiente, que se ha visto siempre supeditada, postergada y arrinconada por prioridades distintas como la desregulación financiera y mercantil, el control de la inflación y el déficit, frente a la creación de empleo y el aumento de las políticas de inversión y bienestar.

Las políticas de inversión de los años 2008 y 2009 se interrumpieron demasiado pronto y no se planificaron para generar efectos multiplicadores positivos y duraderos. Al ser insuficientes no contrarrestaron la recesión que, junto a los bajos impuestos a las rentas del capital, de los beneficios y del patrimonio, los rescates bancarios y el crecimiento de las prestaciones de desempleo incrementaron el déficit público.

Es particularmente importante el tipo de actuación del Banco Central Europeo que provee préstamos a un bajísimo tipo de interés a la banca privada y privilegia a ésta con el monopolio del crédito a los Estados, comprando deuda pública a un tipo de interés muy superior. Este comportamiento del BCE difiere de la posibilidad directa del Banco de Inglaterra o la Reserva Federal de EEUU para prestar directamente a sus Estados respectivos, lo que ha hecho que la crisis de la deuda, a pesar de ser tan o importante o más en términos cuantitativos, allí sea menos problemática de gestionar.

Los diferentes gobiernos europeos, y sin titubeo alguno en España desde Mayo de 2010, aceleraron una línea de medidas de ajuste en sus políticas económicas a una escala sin precedente como una vía de respuesta, a nuestro juicio equivocada e injusta. Aprovechando el desconcierto de la crisis y al calor del empuje de determinados grupos de presión, se ha impuesto una agenda de medidas políticas favorables a los dictados de los mercados financieros; detrás de los cuáles se encuentran las grandes compañías bancarias y de seguros y otros grupos del poder económico. Con el pretexto del riesgo de intervención se impulsó un esquema de sacrificio que no parece tener fin, y que profundizará los problemas. Si con el ajuste se quería reducir el déficit, los recortes agudizarán la recesión, y esta, a su vez, incrementará el desfase de las cuentas públicas.

Es importante advertir que, mientras Grecia, Portugal o Irlanda tienen una dimensión económica en la que ha sido factible una intervención financiera, la dimensión de Italia y España, por ejemplo, descarta materialmente una operación de rescate para el pago del montante de su deuda, por su inviabilidad, así como hace prácticamente inasumible el rescate para afrontar los compromisos de devolución de la misma. En estos años el BCE ha provisto una formidable masa crediticia a la banca privada, a bajo interés. España, alcanza un nivel de endeudamiento público del equivalente a 700.000 millones de euros (que sólo representaba en 2011 el 16% del total de la deuda global, pues la mayor parte es deuda privada, aunque el 2012 ya llega al 21%). Ni con todos los recursos del BCE empleados en todos estos años sería posible intervenir dada la envergadura de nuestra economía. Sencillamente, la UE no tiene capacidad, en las actuales condiciones, de rescatar a España, y menos aún a Italia. En suma, las amenazas vestidas de fantasma de intervención no son más que una excusa para aplicar una estrategia a favor de los privilegiados. Pero si no se puede rescatar al sector público, al sistema bancario lo es aún menos, dado que su deuda es mucho mayor, y sobre todo es imposible en poco tiempo. Para hacerlo debe realizarse una combinación de sangría bancaria con una enorme provisión durante décadas procedentes de fuentes públicas y a costa de desguazar los servicios de bienestar existentes, lo cual exige cambiar el régimen democrático hasta ahora vigente.

Por último, con el Pacto Fiscal (2012) se persigue instaurar un control desde Bruselas sobre los presupuestos públicos. La concesión de Bruselas para que el cumplimiento del déficit se haga un periodo más tarde entraña una transacción fatal, pues se le acompañará un endurecimiento de los recortes inmensos ya realizados. Ya se apunta a un desbaratamiento definitivo de la negociación colectiva, al establecer desde la UE índices de control de los salarios más severos y la exigencia de una mayor descentralización de los convenios. Los últimos bastiones de soberanía nacional, y lo que es peor de la soberanía popular, la participación sindical en la regulación de las relaciones laborales y la consulta a los sindicatos acerca de la orientación presupuestaria, están heridos de muerte.

Y, sin embargo, a pesar de la obcecación del nuevo gobierno y lo drástico de sus medidas de recorte, el déficit no va a poderse reducir en los ritmos comprometidos por el gobierno del PP –fijado en el 5,3% para 2012, tras tener que aceptar las presiones del Eurogrupo-, pues los profundísimos recortes en todos los ministerios o la fuerte caída de las subvenciones a partidos políticos y sindicatos, a los que se añaden nuevos de hasta 10.000 millones de euros en sanidad y educación, sólo abren la puerta a un mayor malestar y a la depresión económica.

La construcción de esta Europa de los mercaderes se ha opuesto a la Europa social y democrática que reclamamos. En estos últimos años, la Unión Europea ha concentrado un mayor poder político en los mandatarios de los países centroeuropeos, cuyos intereses coinciden con el de las grandes empresas financieras, lo que ha puesto en cuestión la soberanía de los Estados y ha vaciado de contenido buena parte de los mecanismos democráticos. Todo ello ha perjudicado a la clase trabajadora continental (inclusive la centroeuropea, que ha sufrido severos recortes salariales y una mayor precariedad laboral –por ejemplo, con la extensión de los mini-jobs en Alemania-), y en especial la de los países del Sur y del Este.

En los últimos años, además, la mayoría de gobiernos en Europa ha estado en manos de partidos conservadores. Cuando no lo eran formalmente, sus agendas políticas han asumido igualmente la apuesta por el ajuste permanente (de lo público, de las condiciones laborales) y el objetivo de satisfacer los requerimientos de “los mercados financieros”. El valor de la bolsa o la prima de riesgo, que debería preocupar más a inversores que a trabajadores, han constituido una prioridad por encima de otros indicadores como la creación de empleo o la calidad del bienestar social. Este giro elitista y neoliberal ignoró cualquier línea de estímulo favorable al crecimiento, y detestó cualquier referencia a un desarrollo sostenible. La excepción ha sido la política monetaria, expansiva en términos históricos –si bien menos que la de otros países occidentales-, que ha resultado ineficaz porque la liquidez facilitada no ha encontrado donde invertir y se ha destinado a tapar agujeros en las contabilidades privadas o a hinchar la burbuja del negocio bancario de la deuda.

Ni que decir tiene que cualquier mención a la iniciativa pública, a una reforma fiscal con un diseño más justo, o cualquier política de redistribución o mejora de la protección social, ha constituido anatema para los últimos gobiernos en el poder. Con todo, contemplamos la mayor crisis del Euro desde su aparición, producto de una UE que se edificó comenzando por el tejado y con un conjunto de políticas netamente clasistas. La iniciativa privada está asfixiada por las deudas y la mayor parte de las empresas no encuentran una rentabilidad suficiente para impulsar su actividad. De esta manera, se abandona a su suerte a un sinfín del pequeño empresariado, a millones de personas desempleadas y se ha hecho soportar todo el peso de la crisis sobre la espalda del mundo del trabajo y la inmensa mayoría social. Sería necesario, por el contrario, que los gobiernos actuasen ante los fallos del mercado y la crisis de la economía privada con una mayor acción pública, una política de inversión y redistribución y una mayor participación de los trabajadores en el diseño de un modelo laboral, económico y productivo más justo, sostenible y avanzado.

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