12/1/11

El carácter del sector público español (6): De la competitividad del mercado a la eficiencia de lo público


Daniel Albarracín

Septiembre 2010

¿Estado y Mercado rivales?.

En la literatura convencional se suele sostener que hay una rivalidad entre Estado y Mercado. Pero nada más lejos de ello, la historia del capitalismo ha consistido en que ha sido precisa, para el desarrollo ordenado, equilibrado y vigoroso de los mercados, una importante y creciente intervención pública –la cuestión es qué tipo de intervención-, si bien su protagonismo y dimensión haya sido distinta en cada núcleo de países. El ordenamiento de los mercados y su regulación han supuesto el espacio de actuación de las empresas, que, debido a las dificultades de los mercados para descollar inicialmente, por sus desequilibrios en su despliegue o por sus estrangulamientos (desplegados y orientados por un vector de rentabilidad y competencia desigual y rivalista) o saturación, han requerido del soporte público para hacer posible, y animar ciertas actividades, que de otro modo no realizarían, y para garantizar la viabilidad de sectores y empresas, que de otro modo las crisis arruinarían.

El sector público asimismo resulta en teoría fundamental para abordar la realización de ciertas actividades en las que la economía privada no arriesga su incursión, por su naturaleza pública –monopolios naturales, infraestructuras, servicios públicos, bienes sociales, etc…-. Sin embargo, en las últimas décadas se ha producido una metamorfosis en la que los bienes públicos han sido proporcionados en condiciones muy alejadas de las teorizadas para una función pública universal con criterios plenamente sociales y racionales. El sector público ha ido retirándose en la provisión directa de bienes públicos, dando cada vez más espacio –de mercado- a entidades privadas. O bien privatizaba recursos y entidades de naturaleza pública en condiciones saneadas, o bien se subvencionaba su externalización –para realizar una gestión y provisión privada de dichos servicios-. Actividades como las telecomunicaciones, el sector financiero público y de cajas de ahorros, determinadas industria, la energía, el transporte, etcétera, pero también servicios básicos como la salud, la educación o los seguros, han sido mercantilizados progresivamente, sin dejar el sector público de suministrar recursos sociales para el beneficio particular, tanto para que las empresas sostengan el servicio como para garantizar que se generalicen, aunque sea en unos mínimos.

La historia del capitalismo confirma que la iniciativa privada se desarrolló de manera expansiva y masiva en contextos donde los mercados habían sido, en general, ya previamente ordenados y estabilizados por el Estado. El Estado institucionalizó la propiedad privada, el derecho mercantil y legalizó las sociedades anónimas, así como los mercados de bienes y financiero, por ejemplo. El Estado también articuló esquemas fiscales y de gasto que contribuyeron a estabilizar y hacer posible la rentabilización de algunos mercados. Frente a la idea que contrapone mercado y Estado, la experiencia demuestra su simbiosis. El Estado configuró las bases para que ciertos tipos de mercado[1] cobraran cuerpo, para hacer posible el desarrollo y actividad de multiplicidad de empresas con un propósito rentable y de acumulación.

¿Ineficiencia pública y Competitividad privada?.

También se ha condenado al sector público por una supuesta ineficiencia “x” (Niskanen, 1994) intrínseca a su dinámica, de cara a la provisión de servicios. Más allá de que la productividad privada sólo es posible porque previamente hay servicios –públicos, reproductivos- e infraestructuras públicas que hacen posible el funcionamiento de la economía en general, y de que la productividad sólo tiene sentido evaluarla en términos macro –y por tanto la productividad incorpora la necesaria actividad del sector público-, también debe observarse que las empresas privadas incurren en hábitos lejanos a la eficiencia. Comportamientos burocráticos –grandes departamentos en compañías oligopólicas, tensión entre los intereses de los gestores directivos y la eficiencia empresarial, etc…-, en que la competencia de mercado ocasiona fuertes rivalidades ineficientes, estrangulamientos sectoriales, y desequilibrios entre ofertas y demandas. La burocracia o la ineficiencia no es un problema único del sector público. Cierto es que hay que corregir estos problemas en todas las entidades, sea cual sea su naturaleza, pero también conviene reconocer los criterios diferenciales por los que se orientan entidades públicas y privadas, con sus alcances y límites en ambos casos. Si bien las entidades públicas pueden orientarse por criterios de interés general, razón democrática y mínimo coste social, al tiempo se pueden ver sometidos a intereses partidistas, pautas burocráticas –cada vez menores merced al desarrollo de las tecnologías-, que exigen control democrático, y estímulos para promocionar el mérito y conseguir objetivos, para garantizar la eficiencia en el servicio. De igual modo, las entidades privadas al tiempo que están espoloneadas por la competencia interempresarial, y la búsqueda de beneficio, también subordinan el interés universal, entran en colisión con otras unidades productivas, son incapaces de detectar otras demandas que no se expresan con solvencia económica, se basan en la jerarquía orgánica y la explotación del trabajo, y no establecen mecanismos de coordinación que anticipen necesidades sociales o fórmulas tecno-energético-productivas que minimicen los costes medioambientales de su funcionamiento. La competitividad responde tanto a vectores de estímulo a la mejora, como de rivalidad ineficiente por la competencia, que, por otro lado, no siempre es leal, ni está exenta de un asimétrico poder de mercado.


[1] Los mercados pueden funcionar varios diferentes regímenes: monopólico, oligopólico –total o parcial-, etc…. Pero también pueden verse orientados por diferentes vectores, siendo el más desarrollado en las economías capitalistas, la rentabilidad y la expansión acumulativa. Pero los mercados, y las instituciones de intercambio, no determinan por sí mismo ni el tipo de unidad productiva ni su vector de funcionamiento, pues eso depende del marco socioeconómico y político. Los mercados en el medievo no se caracterizaban por unidades productivas que persiguiesen maximizar el excedente, sin supeditar la selección de la producción y el intercambio a este fín, sino por el intercambio de los sobrantes de producción –determinados para alcanzar las necesidades familiares de los trabajadores del campo-. De igual modo, las unidades productivas pueden ser muy distintas: grandes corporaciones transnacionales, pequeñas empresas capitalistas, cooperativas, o entidades sin ánimo de lucro cuyos objetivos asimismo pueden ser muy variados –ganar prestigio o influencia, cumplir el plan, minimizar el coste social y ecológico, satisfacer necesidades sociales, etc…-. No hay una naturaleza única de los mercados, como tampoco hay una naturaleza y orientación social única de los Estados.

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